Vivir

Ruinas; por Jorge Volpi

Por Jorge Volpi | 6 de julio, 2016
The Americans. Keri Russell y Matthew Rhys interpretando los papeles de Philip y Elizabeth Jennings

The Americans. Keri Russell y Matthew Rhys interpretando los papeles de Philip y Elizabeth Jennings

Mediados de los años 80 del siglo pasado. Reagan ha llegado al poder y, como una medida más de su revolución conservadora, llama a la Unión Soviética “el Imperio del Mal” y se apresta a doblegarla con la construcción de un costosísimo escudo antimisiles, bautizado como Star Wars, que podría darle la ventaja definitiva en una confrontación nuclear. El “temor a la bomba” acapara la ansiedad del planeta pese a la doctrina de la Destrucción Mutua Asegurada. En esta crispación previa al ascenso de Gorbachov, un par de espías soviéticos lleva una vida familiar en apariencia normal como agentes de viajes en Washington D.C.

Elizabeth y Philip son The Americans: los protagonistas de una de las mejores —y menos apreciadas— series televisivas de los últimos años. El detonador de la trama es eficaz: confrontados al American way of life, estos dos agentes encubiertos padecen todas las tentaciones del capitalismo, el libre mercado y la libertad de expresión mientras no tienen escrúpulos en combatirlos. En las últimas temporadas, la conflictiva relación con su hija Paige -una auténtica estadounidense, ingenua y devota de una soporífera iglesia cristiana- será su principal preocupación, más allá de robar armas bacteriológicas o infiltrarse en el FBI.

Uno de los aspectos más notables de esta serie es que, a 25 años de la disolución de la Unión Soviética, el orden comunista nos parezca tan lejano, tan absurdo, tan imposible, cuando por más de siete décadas pareció una alternativa real a nuestro mundo. Algo semejante ocurre al leer The Sympathizer, la fascinante novela con la cual Viet Thanh Nguyen ganó el Premio Pulitzer en 2016. Su protagonista, un agente encubierto del Viet Cong que tras la caída de Saigón es enviado a Estados Unidos, regresa a su país sólo para ser brutalmente torturado y “reeducado”. E incluso esa misma sensación de extrañeza —de explorar las ruinas de una civilización absurda y cruel, largamente extinta— se advierte en El ruido del tiempo, donde Julian Barnes intenta narrar (sin demasiada fortuna) el itinerario interior de Dmitri Shostakóvich en la Rusia soviética y, en particular, el viaje que éste realizó a Estados Unidos en 1949 por órdenes de Stalin.

Resulta asombroso el interés que estas y muchas otras ficciones recientes demuestran hacia la Guerra Fría. Pocos dudan, a estas alturas, que el experimento de ingeniería social emprendido por Lenin, Stalin, Mao o Ho Chi-Minh cristalizó en algunas de las sociedades más opresivas y desasosegantes de la historia. En su intención de doblegar los instintos egoístas de los seres humanos, pusieron en marcha aparatos estatales —y policíacos— que no solo no eliminaron la inequidad o la injusticia, sino que se inmiscuyeron en todos los aspectos de la vida privada, aniquilaron la creatividad individual e impusieron por la fuerza (con millones de asesinatos y encarcelamientos de por medio) un modelo de vida fincado en el miedo y la sospecha.

¡Qué lejos parece quedar, en efecto, el tiempo en que tantos intelectuales y activistas en Occidente y América Latina se empañaron en creer que allí, tras el Telón de Acero, había una esperanza o una solución a las contradicciones del capitalismo! A 25 años del fin de la URSS, nada queda de esa utopía, ni siquiera en las naciones que aún se proclaman comunistas, como China o Vietnam. El “socialismo real” luce hoy como un sangriento despropósito y uno de los más grandes crímenes de la humanidad. Su recreación en la literatura, el cine o la televisión no encierra atisbo alguno de nostalgia.

Y, sin embargo, no deberíamos conformarnos con juzgar sus perversiones. Si algo debiera recordarnos su fracaso es la incapacidad de tantas mentes brillantes para verlo a tiempo. Esa misma ceguera persiste en nuestro orden capitalista —y, peor aún, neoliberal— y hoy obnubila a tantos otros a la hora de encarar nuestras propias taras. Si el comunismo no fue la solución a la inequidad, ello no significa que ésta no se mantenga, de maneras más escandalosas que hace 25 años. Rememorar el horror del comunismo debería servirnos, sobre todo, para no olvidar que éste nació para combatir las terribles injusticias que el capitalismo sigue amparando por doquier.

Jorge Volpi 

Comentarios (3)

Estelio Mario Pedreáñez
6 de julio, 2016

Brillante artículo del talentoso escritor Jorge Volpi. Solo eran dictaduras totalitarias, autodenominadas “comunistas”, las que formaban el llamado “Socialismo Real”. La utopía marxista (que pretendió ser “científica”) terminó instaurando monarquías dinásticas (como Cuba y Corea del Norte) o electivas (la Unión Soviética, China y todos los satélites), pero siempre totalitarias, hambreadoras, esclavizantes y negadoras de todos los Derechos Humanos. Solo charlatanes, ladrones, ignorantes o criminales, disfrazados de “revolucionarios” se empecinan hoy en imponer el llamado “Comunismo”. China, Vietnam y Laos son economías de capitalismo salvaje con Dictadura del Partido Comunista, nunca “del Proletariado”, porque en ningún país gobernaron jamás los obreros, los campesinos o los soldados, gobernaron los Jefes de los Partidos Comunistas. Marx como utopista político le debe mucho a las ideas del revolucionario francés Francois Babeuf, el de la “Conspiración de los Iguales”, ejecutado en 1797.

Estelio Mario Pedreáñez
6 de julio, 2016

Karl Marx es un gran pensador por establecer que la economía es una actividad fundamental para entender a las sociedades humanas y su evolución histórica, pero en lo político fue otro “socialista utópico”, con una utopía más elaborada (que pretendió “científica”), pero destinada al fracaso, al reducir la complejidad humana al solo aspecto económico y creer en el determinismo, negando la libertad humana. En todo caso la utopía marxista se nutrió copiosamente de las ideas del revolucionario francés del siglo XVIII Francois Babeuf, quien teorizó sobre la necesidad de eliminar la propiedad privada de los medios de producción, que el trabajo y la distribución de bienes y servicios fueran mancomunados y que resultaba forzoso para erradicar el viejo orden (que esclavizaba a los trabajadores y a todos los pobres ante el poder de los ricos) establecer una “Dictadura de los Trabajadores”. Y todas estas ideas están contenidas en su “Manifiesto de los Iguales”, publicado en París en 1795.

Irma Sànchez de Dìaz
7 de julio, 2016

Para mi Karl Mark,escribia, pero no creia en lo que escribia, por eso todo era una UTOPIA, se nutriò de ideas revolucionarias, que nunca practicò, es bueno hablar de un PARAISO, inexistente, para un hombre que nunca trabajò,y para màs colmo se casò con una Aristòcrata, y viviò siempre muy bien. ! Que tal!.

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