- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Brexit: Bruselas no quiere que comamos tanta mantequilla; por Arturo Almandoz Marte

“No hemos retrotraído las fronteras del Estado en Gran Bretaña solo para verlas restablecidas a nivel europeo, con un super-estado europeo ejerciendo una nueva dominación desde Bruselas”.
Margaret Thatcher, discurso en Brujas, septiembre 1988

Brexit Bruselas no quiere que comamos tanta mantequilla; por Arturo Almandoz Marte

Fotografía de Reuters

1

Cuando llegué a estudiar mi doctorado en Londres en el otoño de 1993, alquilé una habitación en Knightsbridge, en casa de un viejo caballero inglés que se firmaba esquire, como los antiguos nobles carentes de otro título. Si bien había estudiado en Eton y se codeaba bien, distaba mucho Míster Anthony Wheeler de ser el aristócrata que anhelaba. Sin bienes de fortuna por mí conocidos, vivía retirado de su antiguo oficio hotelero, teniendo que permitir un inquilino para pagar la renta del apartamento donde residía desde los años cincuenta, cuando se divorciara. Ya presidida por Harrods y otros comercios de lujo, para entonces Knighstbridge era zona más residencial y selecta, tanto como los vecinos barrios de Chelsea y Charing; las casas georgianas de éstos diferían empero del austero bloque de ladrillo rojo, exponente de la arquitectura multifamiliar de entreguerras, donde viviera yo con el gentleman hasta el verano de 1996.

Además de procurarme socorridas referencias londinenses, míster Wheeler se preocupó desde el comienzo, no obstante su sordera, por corregir mi inglés trastabillante; evitaba que usara yo palabras vulgares propias de la “horrid people”, que según él, pululaba en Knighstbridge y otros distritos comerciales de Londres. Por esa enseñanza idiomática que tanto le agradecería yo con el tiempo, me obsequiaba cada noche, a mi regreso de la Architectural Association, el Daily Mail que ya había leído él al mediodía. Entonces solía acompañarlo con un Bloody Mary, seguido de una negra cerveza Guinnes con algún sándwich. Por considerarlo de mal gusto durante el día, el whisky lo reservaba Tony para el atardecer, mientras jugaba backgammon con amistades que parecían sacadas de comedias de Noel Coward.

Ya me había percatado yo de que el Daily Mail era un tabloide tremendista, al igual que casi todos los británicos, aunque no tan amarillista como The Sun. Orientado desde sus orígenes decimonónicos a una clase media conservadora en la que mi landlord no se reconocía del todo —más por el estrato que por la inclinación— el Daily Mail combinaba realeza y farándula con política y economía, tal como gustaba a Tony y sus amistades. Se regodeaban ellos con los frecuentes titulares sobre las infidelidades de Carlos y Diana de Gales, rivalizados a veces por controversiales declaraciones de la ya retirada Lady Thatcher, las cuales ponían en apuros al anodino John Major.

Al igual que los del Evening Standard, el cual a veces también me era obsequiado por míster Wheler, los titulares del Daily Mail con frecuencia apuntaban contra la Unión Europea y sus supuestas intromisiones en la vida británica. Poco después de llegado a Londres, me llamó la atención uno que, si mal no recuerdo, propalaba algo así como “Brussels doesn’t want us to eat so much butter”. El reportaje se basaba en un informe producido por una de las tantas comisiones establecidas en la capital belga, en la que se advertía que el consumo per cápita de grasas saturadas en el Reino Unido excedía con creces a las de sus socios europeos. Ello conllevaba un incremento del riesgo de enfermedades cardíacas, las cuales eran uno de los “top killers” en Gran Bretaña para mediados de los años noventa. Y más importante aún parecía ser el costo que esas muertes implicaban para la salud pública británica y europea, sobre todo en vista del acortamiento de la vida útil de la fuerza de trabajo afectada.

Desde la retórica sobre Bruselas en tanto sede de la burocracia europea hasta la lógica economicista de la amenaza a la salud pública, el reportaje me pareció algo tendencioso, tal como le comenté a míster Wheler al devolverle el periódico esa noche. Noté que no gustó de mi opinión, pero no quise extenderme, ya que estaba mi casero cenando el menú que el servicio de meals on wheels solía traerle a domicilio, como a miles de pensionados ingleses. Lo acompañaba, como siempre, con tostadas muy untadas con mantequilla.

2

Desde antes de mi llegada a Londres en el 93, sabía por supuesto de los recelos británicos frente a la Unión Europea. Se habían manifestado en el rechazo, el año anterior, a la moneda única contemplada en el tratado de Maastricht, el cual también había perdido por referendo en Dinamarca. Además de las fisuras geográficas establecidas por el canal de La Mancha —a ser salvadas por el channel tunnel en construcción a la sazón— el pobre Major tenía que lidiar a diario con el euroescepticismo legado por la señora Thatcher. Si bien proclive a la adhesión concretada con Edward Heath en 1973, la primera ministra había pasado a rechazar el “federalismo progresivo” de Bruselas en términos políticos, sobre todo de cara al escenario de la reunificación alemana que la estadista viera con cautela. La Dama de Hierro había empero transigido ante el controversial Exchange Rate Mechanism (ERM) diseñado para minimizar las fluctuaciones de las monedas europeas; la venia final al mecanismo de conversión fue logro de Douglas Hurd y John Major, desde la Foreign Office y la cancillería del Exchequer, respectivamente. Pero la devaluación de la libra el miércoles Negro del 28 de septiembre del 92, y su consecuente salida del ERM, avivaron el euroescepticismo añejo entre los tories.

No obstante las objeciones de los euroescépticos, los beneficios de la europeización de Gran Bretaña eran ostensibles en el Londres que conocí a mediados de los noventa. Desde la diversidad cultural y sexual —que había hecho superar el estigma que la homosexualidad tuviera como delito hasta veinte años atrás— hasta los hábitos de consumo y alimentación, el continente parecía “haber ejercido sana influencia sobre la pérfida Albión”. Así me lo resumió un profesor australiano residente en Londres desde comienzos de los sesenta, cuando Harold Macmillan hizo la primera aplicación para entrar a la otrora Comunidad Económica Europea. Para entonces era evidente que los beneficios del tratado de Roma entre “los Seis” —Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo— superaban a los de la Asociación Europea de Libre Comercio, promovida por Gran Bretaña con Islandia, Noruega y Dinamarca, entre otros. Las rivalidades entre ambos grupos, junto al americanismo de Gran Bretaña y las diferencias sobre subsidios agrícolas, marcaron el clima en el que Charles de Gaulle vetó aquella primera aplicación británica, así como la segunda hecha por Harold Wilson en 1967.

Con desparpajo frente a la otrora metrópoli, fue Malcolm quien me comentó que, de no haber sido por el tratado de adhesión con la entonces Comunidad Económica Europea – suscrito en 1974, durante el segundo ministerio de Wilson – “los ingleses no tomarían café y seguirían comiendo carne con papas sosas y vegetales hervidos hasta deshacerse”. Y tenía el aussie razón, a  juzgar por los capuccinos, expresos y cortados servidos en cualquier cafetería, así como por la variedad de bebidas y comestibles abarrotados en restaurantes y supermercados, una de cuyas cadenas se llamaba Europa. Me sentí tentado, por cierto, de hacer en este último mis compras semanales, en vista de las exquisiteces, pero los precios me hicieron optar por Safeway durante los más de mis años londinenses.

3

Pero había resentimientos más inveterados con respecto al continente, los cuales sólo entendí viviendo en aquel Londres de John Major, gracias al reporte diario de la BBC, la lectura de periódicos y las conversaciones con amistades. Algunas historias me fueron contadas por el mismo míster Wheeler, quien no gustaba demasiado de la Unión Europea, salvo por el hecho de que abarataba sus vacaciones veraniegas en Mallorca, adonde acudía desde las postrimerías de la era franquista. Fue mi landlord quien me mencionó por vez primera los repetidos vetos franceses a la entrada británica en la CEE, los cuales consideraba especialmente injustos, en vista de que Winston Churchill “habló precursoramente” de los Estados Unidos de Europa, en una conferencia en Zúrich en 1948; antes incluso, enfatizaba con orgullo inglés, de que Robert Schuman, ministro francés de asuntos extranjeros, comenzara a preconizar el federalismo europeo en 1950.

Es por ello que Mrs. Thatcher, me explicó míster Wheeler, exclamó “¡No, no, no!”, en la cumbre de Roma en 1990, remedando los consecutivos vetos de Francia a la entrada del Reino Unido desde los sesenta; contraponiendo los afanes integracionistas desde Bruselas, aquellos noes fueron retumbados entonces por “esa mujer con ojos de Calígula y boca de Marilyn Monroe”, al decir del Miterrand socialista que la sobrellevaba con resignación. Viendo mi interés por la agenda europea y la otrora primera ministra devenida lady escritora, míster Wheeler me obsequió The Downing Street Years, el primer volumen de las memorias de Margaret Thatcher, publicadas en 1993, acabando yo de llegar a Londres. Allí leí sobre el famoso discurso de Brujas, pronunciado el 20 de septiembre de 1988, algunos de cuyos pasajes devinieron medulares para los euroescépticos; entre ellos aquel donde se contrapone la personalidad nacional al federalismo europeo, en una vieja tensión que también inquietara al mismo de Gaulle:

“Europa será más fuerte precisamente porque tiene a Francia como Francia, España como España, Gran Bretaña como Gran Bretaña, cada una con sus propias costumbres, tradiciones e identidad. Sería una locura tratar de ajustarlos a una suerte de personalidad europea de identikit”.

O aquel otro que alertaba sobre un centralismo estatal y burocrático que había sido combatido y desmantelado por la primera ministra liberal:

“Es irónico que, justo cuando países como la Unión Soviética, que han tratado de ejecutar todo desde el centro, están aprendiendo que el éxito depende de dispersar el poder y las decisiones a distancia del centro, algunos en la Comunidad parecen querer moverse en dirección opuesta. No hemos retrotraído las fronteras del Estado en Gran Bretaña solo para verlas restablecidas a nivel europeo, con un super-estado europeo ejerciendo una nueva dominación desde Bruselas”.

Aunque parte del discurso de Thatcher atacaba el centralismo supraestatal de Bruselas, la reacción producida entre euroescépticos y “euro-entusiastas”, me comentó Malcolm, fue atizada por el libre flujo de personas impuesto por Europa; esa reticencia ante la inmigración había sido, según mi amigo australiano, una de las razones por las que el Reino Unido no se unió en 1985 a la zona Schengen de circulación turística. Me costó entender esa negativa, ya que la Gran Bretaña que conocí a mediados de los años noventa se veía a sí misma como una sociedad multicultural, más que Francia, al menos en la manera como había logrado integrar los contingentes migratorios provenientes de las antiguas colonias. Entiendo que esa autopercepción cambió dramáticamente después de los atentados de verano del 2005, perpetrados en parte por terroristas nacidos británicos pero de origen musulmán. Fue un cruel desengaño para ese país en el que seguía incubándose cierta xenofobia, me comentó Malcolm en una conversación por Skype; especialmente, añadió, contra los inmigrantes de Europa del este, muchos de cuyos países ingresaron a la UE con la expansión de 2004. Para entonces el proyecto de Schuman había alcanzado su mayor amplitud, antes del revés sufrido con el rechazo a la constitución dos años más tarde, el cual en cierta forma se hacía eco de las advertencias de Thatcher en Brujas.

4

Aquellas advertencias contra el centralismo de Bruselas resonaron en los resultados del referendo de junio 23 de 2016, cuando poco más de la mitad de la población británica, principalmente concentrada en el interior de Inglaterra, optó por abandonar la Unión Europea a la que habían pertenecido por más de cuatro décadas. Era una membresía que probó ser difícil desde el comienzo, no sólo por los vetos al ingreso, sino también considerando que un primer referendo sobre la permanencia tuvo lugar el 8 de junio de 1975, precipitado por diferencias sobre subsidios agrícolas y participación presupuestaria. Fueron estas cuestiones espinosas en las que el Reino Unido siempre se sintió en desventaja con respecto a los Seis signatarios del tratado de Roma en 1957.

La excesiva inmigración desde Europa del este, permitida por el libre movimiento de ciudadanos exigido desde Bruselas, parece haber sido la cuestión dominante en esta campaña, al menos según análisis de miembros del partido laborista, quienes al igual que el primer ministro Cameron y buena parte de los conservadores, apoyaba la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea. Eso no los ha librado del terremoto político y económico consiguiente al brexit: buena parte del shadow cabinet laborista ha tenido que renunciar o ha sido removido, mientras el primer ministro, con hidalguía y desde el día siguiente de la consulta, ofreció su renuncia para septiembre. Es el precio a pagar por una jugada política que no tenía que hacer, pero que Cameron aceptó ante los sectores euroescépticos de su partido y los independentistas, fortalecido como quedó después de las últimas elecciones generales y de que Escocia ratificara su pertenencia al Reino Unido en septiembre de 2014.

Pero esa permanencia escocesa —en la que está en juego la entidad misma del Reino Unido— puede revertirse por el coletazo más inesperado del brexit. Después de haber votado muchos de sus coterráneos por mantener esa unión de más de dos siglos evitando el riesgo de quedar excluidos de Europa, las condiciones han cambiado “materialmente” ahora, tal como lo ha hecho notar Nicola Sturgeon, first minister de Escocia. Ello implica, tal como lo ha reportado repetidamente la BBC, que es “muy probable” que un nuevo referéndum tenga lugar, siendo ahora más factible el voto mayoritario por la separación, eventualmente apoyada desde Bruselas. Si a ese escenario se añade que muchos de los atractivos financieros de la city londinense pueden mudarse a Fráncfort, Dublín y otras capitales, mientras la libra se devalúa, la importancia del Reino Unido como potencia se vería disminuida, tal como muchos analistas han vaticinado en entrevistas y artículos recientes.

Oyendo sobre esos sombríos escenarios en la BBC desde el día siguiente del referendo, avizorando una pequeña Gran Bretaña que parece regresar al nacionalismo de entreguerras, según los más pesimistas, ha venido a mi mente aquel olvidado titular del Daily Mail. He sonreído ahora pensando que los ingleses podrán comer toda la mantequilla que quieren, tal como míster Wheeler solía hacer con sus sándwiches de cordero en los almuerzos, así como con las tostadas que acompañaban sus desayunos y cenas en el apartamento de Knightsbridge.