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Un hombre de honor; por Alberto Salcedo Ramos

Un hombre de honor; por Alberto Salcedo Ramos

Andrés Salazar, pesista paralímpico

El exsoldado Andrés Salazar advierte que si estuviera de nuevo ante aquella encrucijada en la que casi pierde la vida, actuaría de la misma manera en que lo hizo. Él no se arrepiente de nada, agrega, pues simplemente se limitó a cumplir su deber. Sería injusto que además de soportar la mutilación de las dos piernas y la pérdida de un ojo, tuviera que andar cargando culpas.

Mientras se reacomoda en la silla de ruedas dice que jamás ha visto su tragedia como una consecuencia del azar.

—Había en mi ruta un campo minado, y créame que eso no se debió a la suerte: unos hombres pusieron las bombas allí. Ellos tienen que asumir sus actos y yo tengo que asumir los míos.
—¿Cuáles asume usted?
—Le repito: nunca voy a asumir eso con culpas. Para los militares ayudar a un compañero herido es un asunto de honor.

Entonces recuerda el episodio.

El 22 de febrero de 2004, Salazar se encontraba en la región de los Montes de María con varios compañeros de la Infantería de Marina. De pronto recibieron por radioteléfono una orden: había que apoyar inmediatamente a un escuadrón del Ejército que libraba combates contra las Farc.

Para llegar hasta el punto donde debían realizar su tarea los infantes de Marina atravesaron, sin darse cuenta, un campo minado. Después de varios minutos, como no encontraban a los soldados, decidieron regresar. En el viaje de vuelta uno de ellos pisó una bomba que le ocasionó heridas graves.

Caminando con pavor los demás infantes lo llevaron en andas hasta un helicóptero. Tras varios minutos lograron dejar atrás, por fin, el campo minado.

Alguien dijo que posiblemente habría que transfundirle sangre al infante que pisó la bomba. En ese momento surgió un inconveniente inesperado: el herido no recordaba su grupo sanguíneo. ¿Cómo podrían salvarlo si seguía desangrándose? Urgía buscar el dato en su carnet, pero este se encontraba guardado en la billetera, que yacía en el lugar de la explosión. ¿Quién se animaría a rescatarla?

—Dije: ¡listo, yo voy!
—¿Ninguno de los otros se ofreció a buscar la billetera?
—Ninguno. Pero yo no le pongo malicia a eso. Yo dije que iba y punto. No podíamos arriesgarnos todos.

Salazar dice que conserva recuerdos atropellados de lo que vino a continuación: pisó una bomba, se sintió despedazado, oyó voces angustiadas. Antes de perder totalmente la conciencia pensó con tristeza que no alcanzaría a conocer a la hija que estaba próxima a nacer.

—¿No odia a los guerrilleros que pusieron la bomba?
—No odio a nadie.
—¿Y apoya el proceso de paz entre las Farc y el gobierno?
—Por supuesto. Así no se repetirá mi historia.

Entonces dice que su mejor premio, aparte de los cinco hijos que le nacieron después del accidente, es haber descubierto dentro de sí un coraje que desconocía.

También guarda como un tesoro el cumplido que Svetlana Alexievich le obsequió recientemente en Bogotá: le reafirmó que él no está vivo por obra y gracia de la suerte sino porque tiene temple. Aún no se ha inventado —concluyó la escritora— una bomba capaz de doblegar a un hombre de tanta entereza.