Artes

El círculo perfecto de Elena sobre el aire: la poesía de Juan Sánchez Peláez; por Judit Gerendas

Por Judit Gerendas | 28 de mayo, 2016
Juan Sánchez Peláez

Juan Sánchez Peláez

Si quisiéramos representar la poesía de Juan Sánchez Peláez con alguna figura geométrica, sin lugar a dudas tendríamos que recurrir al círculo, forma que se corresponde perfectamente con la obra que nos ha dejado el poeta, la cual se inicia de una manera esplendorosa y del todo novedosa  con Elena y los elementos, de 1951, gran apertura de esa figura cuyo trazado ahí se inicia, y que se continúa con Animal de costumbre en 1959, Filiación oscura en 1966, Lo huidizo y permanente en 1969, Rasgos comunes en 1975, Por cuál causa o nostalgia en 1981, y se cierra sobre sí misma de  manera impecable en 1989 con Aire sobre el aire.

A un mundo que se percibe desintegrado y en permanente transformación se le contrapone una poesía que, a la vez que da cuenta de toda esa multiplicidad y va nombrando con audacia lo diverso, configura con todo ello una forma perfecta cuya búsqueda se plantea desde esa joya literaria que es Elena y los elementos. Esta obra primera, fundadora y fundamental, en la mitad del siglo XX transformó de una manera radical a la poesía venezolana, con el lujo y el resplandor de su lenguaje y con la sofisticación y el refinamiento de su erotismo. Dos hechos, como lo son la aparición de este libro en 1951, y la  publicación, ese mismo año, del cuento “La mano junto al muro”, de Guillermo Meneses, que se constituyen en  verdaderos cortes de agua en nuestra literatura, debieran llevarnos a revisar una periodización bastante superficial que algunos de nuestros estudiosos proponen, ciñéndose más a los eventos políticos que a los literarios para demarcar períodos culturales que de ninguna manera pueden hacerse corresponder mecánicamente con los históricos y sociales. De modo que no es posible señalar  a 1958 como el inicio de un período literario y artístico, como se ha dicho no pocas veces, cuando ya en 1951 culminan procesos paralelos no solo en la poesía y en la narrativa, como acabo de señalar, sino también en el arte cinético de Jesús Soto, Carlos Cruz-Diez y Alejandro Otero, en cuyas obras se pueden rastrear los estrechos vínculos que mantienen con Elena y los elementos y con “La mano junto al muro”.

La problematización de lo femenino en ambos textos, la extraordinaria corporeización de gestos, tamborileos, elementos fugaces y vibrantes integrándose y desintegrándose, la  invención de máscaras para ocultar lo crudo real y escoger libremente los nombres y los roles, los intensos contextos en los cuales se genera el acto de mirar y el de ser mirado, producen una renovación en la literatura venezolana, la cual, con estos textos, da un giro de 180 grados en relación a lo que se venía haciendo, lo cual tampoco era nada desdeñable.

Lo visual, que tan fuerte papel tiene en Elena y los elementos (y también en “La mano junto al muro”), se depura y se vuelve más sobrio en Por cuál causa o nostalgia, aunque no deja de seguir ocupando un lugar central, así como también en los menesterosos y despojados textos de Filiación oscura, para reaparecer de nuevo relacionado con lo sexual considerado como un atisbar al mundo en Lo huidizo y  permanente, cerrando de esta manera el círculo.

El poeta se desdobla y se cuestiona, dispone el escenario y, humildemente, aunque también con altivez, se acerca al misterio, a lo indecible, para intentar descifrarlo, reflexionando, al mismo tiempo, sobre el propio proceso creador. Invoca a sus fantasmas, se burla de sí mismo y es capaz de cantarle a los traspiés que damos en nuestras existencias. Permanentemente conmovido ante el mundo, Juan Sánchez Peláez nos transmite un asombro, un extrañar los elementos acerca de los cuales escribe, para desautomatizar nuestra percepción,  como lo pedían Shklovski y los otros formalistas rusos: hacer visible lo familiar y cotidiano, todo aquello sobre lo cual pasamos la mirada sin darnos cuenta de su presencia. Tal como lo señala Ludovico Silva en uno de los estudios de su libro La torre de los ángeles, Juan Sánchez Peláez es “hombre que vive constantemente asombrado, estupefacto ante la realidad, sorprendido hasta el miedo de la agresiva realidad de las cosas circundantes”[1].

Esta peculiar obra, y aquí  mi posición será contraria a la de Ludovico Silva, tiene como centro de atención a la  mujer, la cual es objeto de la exaltada y permanente exploración del poeta, a lo largo de toda su escritura. Es la figura con la cual se producen una serie de apasionantes encuentros y desencuentros, de ninguna manera metafísicos o sublimados, tal como afirma Ludovico, tan sensible usualmente en sus análisis de poesía, sino existenciales, expresados a través de imágenes plásticas, visuales, simples en su complejidad, tal como ésta, de Lo huidizo y permanente:

La mujer agita un saco en el aire enrarecido

Baja a la arena y corre en el océano;[2]

El hablante lírico investiga en la mujer lo diferente,   lo extraño, se regodea con todo lo que atañe a la femineidad, con el embarazo,  con la “cicatriz” genital, con el cuerpo todo, erotizado y objeto del deseo. La sexualidad, agua germinal que se derrama, logra, a partir de la pérdida de las fronteras del espacio, contradictoriamente, y por un instante, apresar el tiempo que se escapa. El deseo, perennemente desplazado, objetivo que nunca se colma, pero que se alza como llamado una y otra vez, se expresa de múltiples maneras, con un brillante dominio verbal, como en el verso siguiente:

Vivo sin leño ni lumbre, señuelo en pos de ti[3].

No se trata de ninguna “desrealización”,  como afirma Ludovico, sino de la materialidad física -aunque, sin lugar a dudas, no exenta de  espiritualidad-,  aquello que es a la vez huidizo y permanente, siempre en transformación, y que se concentra en la amada, en la mujer, no en una imagen trascendente o idealizada de ella. Toda la obra de Juan Sánchez Peláez es  una dedicatoria a la mujer, ofrecida con reverencia, con furia, con angustia y sin límites.

Las aliteraciones, las metáforas, las imágenes y las asociaciones se conjugan para crear la atmósfera erótica, que nunca es trivial, nunca opta por una solución fácil. Pero tampoco es  una poesía conceptual, como se ha afirmado, sorprendentemente, tantas veces. Es una poesía sensual, generada por la palabra, por los asordinados y acariciantes sonidos de las fricativas que contribuyen a crear el hechizo en torno al ser complejo, múltiple y ambivalente que el poeta asedia y  construye, en  textos tensados por la contradicción,   excesivos, en el buen sentido del término, barrocos, en los que  condiciones existenciales terribles  van imprimiendo giros dramáticos al universo por el cual se desplaza, una y otra vez, el deseo, con su sugestividad felina, tras del misterio y del enigma, la mirada sensual enfocada sobre el mundo:

La veo desnuda, bajo un gran suburbio de palmeras,

Exportando el oro del crepúsculo hacia un milagroso país[4].

La pasión no requiere de grandes sonoridades, y el silencio, no pocas veces, es lo que le da cuerpo a estos textos.

Dentro de lo erótico la imagen de la noche ocupa un lugar central y, en un mundo en constante transformación, como en la obra de los artistas cinéticos, se desplaza permanentemente por el espacio, ocupa un lugar y otro en la cadena significante, parpadeante, vibrátil, generando cada vez significados diferentes. Ya en la primera obra, la tantas veces mencionada Elena y los elementos, el epígrafe de Paul Eluard que la encabeza se refiere a la noche profunda. En la edición de 2001 que Monte Ávila publicó para conmemorar los cincuenta años del poemario, y que es una versión revisada y corregida por el autor, este epígrafe desaparece, para volver  a ocupar su lugar en el volumen de  Editorial Lumen,  el cual recoge toda la obra poética de Juan Sánchez Peláez, y que, según la contraportada, fue revisada y corregida por el autor poco antes de morir.

Como todo en esta obra, tan abierta, tan penetrable, la noche es también un espacio diseñado para la apertura, para el movimiento y  la errancia, al igual que  para la confusión y  la muerte. La noche, a veces, es apenas una madriguera, o menos que eso aún, una cavidad, el tiempo de lo extraño, de la despojada condición menesterosa de la existencia. Está vinculada con el sexo y con el deseo, oscila entre lo real y lo irreal y puede llegar a representar el horror, lo monstruoso,  la nada, aquello sobre lo cual trabaja el poeta para ocultarla, tejiendo con sus palabras el revestimiento tras del cual, sin embargo, la nada sigue latiendo.

La vacilación ante el mundo puede llevar a cerrarse ante él en el acto sexual, esa aceptación mutua dentro de lo imposible,  ese acto soñado y reiterado que se escapa en medio del destello de lo nocturno,  vínculo amoroso nombrado con audacia,  capaz de renovar continuamente el deseo a través de la originalidad y de la intensidad de las imágenes,  también con su violencia,  expresando siempre el impulso, restituyendo una totalidad que la indigencia del mundo no permitiría alcanzar fuera de la relación erótica. Se podrían ofrecer muchos ejemplos al respecto. Voy a escoger uno, casi al azar: la última estrofa de uno de los textos de Elena y los elementos:

Entonces deslicé en mi boca los pétalos

dúctiles de tus senos.

Eso fue todo.

Como una antorcha que ardía y ardía.[5]

La intensidad de la concentrada y brillante expresión, y las aliteradas asociaciones del verso final muestran, de una manera lograda, lo que representa el vínculo erótico para el hablante poético.  Los distintos elementos se funden, así como se funden los seres en el acto sexual y las palabras en   el poema, espacios para la libertad y para el ejercicio de la seducción. El universo verbal  es una ofrenda a la cual todos son convocados. La belleza y la calidez de las imágenes en movimiento, con frecuencia oximorónicas, expresan un sentimiento de placer de vivir poco frecuente en la literatura venezolana. Voy a citar otro texto de Elena y los elementos para explicar esta idea, pero antes haré un breve  paréntesis para referirme  al  orden de fijación del texto de este volumen, publicado por primera vez en 1951, como ya he dicho. El libro, al que he considerado fundamental y fundador, ha tenido una vida tan móvil y vibrátil como cualquier penetrable de  Soto, dependiendo  de dónde entra el público-espectador-participante en la creación artística. En el caso de Elena y los elementos, cada uno de los volúmenes publicados con este nombre, en distintas épocas, es diferente. Es el autor, en este caso, el que ha ido transformando no solo cada poema, sino también su disposición dentro del conjunto. Así, es distinta la primera versión, publicada en Caracas por la Tipografía Garrido, a la que recoge en 1972 Un día sea, de Monte Ávila, que a su vez se diferencia de  Elena y los elementos de 2001, de esta misma editorial, para, finalmente, encontrarnos con otra versión en la Obra poética publicada por Lumen en 2004. En algunos libros ciertos textos han desaparecido, para luego reaparecer transformados en otra publicación posterior. Es  tarea pendiente todavía para la crítica literaria venezolana analizar estas diferencias, intentar comprender su sentido y tratar de aclarar si hay finalmente alguna edición definitiva, lo cual no es seguro, quizás  cada versión se justifica en sí misma y en su momento, y todas pueden convivir entre sí, contribuyendo a la oscilación y a la vitalidad del movimiento de esta obra, todo el tiempo haciéndose, rehaciéndose y transformándose, disparada en un perenne vértigo hacia un espacio textual abierto, ofreciéndose para la reescritura y la relectura, recreándose a sí misma, trazando la línea del círculo que a la final terminará por ser cerrada.

En todos los textos de Juan Sánchez Peláez, incluyendo el último de ellos,  Aire sobre el aire, se asedia la hechura del poema, su decir, su expresión y su presencia en el mundo. Como  todos los aspectos de esta obra, el tema, densa y significativamente,  estaba ya  presente en Elena y los elementos, referencia insoslayable en cada caso. Desde ese texto originario, se establece que el poema es: no es algo ideal, no es una esencia, es, simplemente, una presencia, una existencia en el mundo, sin ánimos de trascendencia (en contra de muchas afirmaciones de la crítica  sobre la obra de Juan Sánchez  Peláez), un estar ahí para completar las fallas del mundo o como una materialidad que se agrega a la realidad para formar parte de ella. Y ahí donde está la poesía nunca hay ajenidad, puesto que el extrañamiento del mundo es colmado por la palabra.

No hay en estos textos ni nostalgia ni rabia, en oposición a mucha de la poesía venezolana, lo cual no significa que la presencia de estos atributos desmerezca a las obras que con ellos se caracterizan. Solo que en los textos de Sánchez Peláez se llega a la presencialidad pura del poema, al hecho material de su existencia, a su estar en el mundo, tanto para contradecirlo como para completarlo. La poesía, objeto del más alto amor y reverencia para el autor, vendrá siempre, según uno de sus textos, como algo inefable e inapresable, pero seguro, a la vez grandiosa y humilde. El poema, el sueño materializado en palabras que han sido objeto de un trabajo para crear la fábula, con toda seguridad vendrá, en cualquier circunstancia. El poeta nos dice, en “Retrato de la bella desconocida”,  jugando con la ambigüedad, haciéndonos creer que  habla de la mujer, cuando lo está haciendo sobre el poema, que

En todos los sitios, en todas las playas, estaré esperándote.

Vendrás eternamente altiva

Vendrás lo sé, sin nostalgia, sin el feroz desencanto de los

años

Vendrá el eclipse, la noche polar

Vendrás, te inclinas sobre mis cenizas, sobre las cenizas del

tiempo perdido.

En todos los sitios, en todas las playas, eres la reina del

universo [6].

 

El intenso efecto de la anáfora en este poema subraya la confianza depositada en  el poema, el que, aunque aparentemente sea solo una quimera, logra adquirir cuerpo y sustancia a partir del proceso creador, lo cual no lleva al poeta a ningún delirio de grandeza, a ningún rapto, ni a sentirse superior al resto de los seres humanos, sino, simplemente, a formular una humilde apelación final:

¿Por qué no llegas, fábula insomne? (p. 48).

Aquí, en este final, confirmamos que la bella desconocida de la cual se nos habla en el poema, aunque podría ser la mujer, es la fábula, el cuento, la literatura, la obra creada. Una prolongación del sí mismo, del poeta, que se proyecta  al mundo,  sobrepasando los límites en pos del oscuro deseo, en medio de la extrañeza y del asombro, buscando  ser escuchado por algún receptor a quien ha de llegarle ese mensaje sin destino, el poema,  ese algo  inapresable que produce una convicción tan firme. Todos los espacios están ahí para esperar la fábula, aquello errante que pasa en un parpadeo fugaz, pero que viene eternamente, para contribuir a ampliar  nuestra imagen del mundo.

Este camino se continúa, con violentas y bellas imágenes, en los textos recogidos en Rasgos comunes, en uno de los cuales, “Belleza”, el hablante poético dialoga con el concepto mencionado en el título, esa “santa perra” a la cual   llega incluso a lamerle los huesos. En este volumen se exacerba el pavor y el horror de estar en el mundo, al cual se  percibe en crisis, aunque nunca de una manera unilateral: a la vez que el horror, se sigue percibiendo también el esplendor del mundo que se asedia.

Cuando uno lee, en reseñas y en las contraportadas de los volúmenes, que la poesía de Juan Sánchez Peláez es de carácter conceptual y reflexivo, no puede dejar de extrañarse al recordar su universo lírico, que gira en torno a la carne de la mujer, a lo erótico, y que no pocas veces desemboca en lo sádico, en imágenes de cuerpos que se desintegran,  se erotizan y, alados, se embellecen, a partir de la llama oculta en su interior, aspectos todos que se materializan  en poemas que respiran vitalidad. En Filiación oscura el hablante poético es rebasado por el cuerpo, por el sexo, y en Lo huidizo y permanente continúa  explorando el misterio del cuerpo de la amada, lo corporal más profundo, al igual que el cuerpo propio, en imágenes que se vuelven violentas o se dulcifican, elaboradas a partir de  fuerzas que conviven en lo interno del ser, para culminar,  la mayoría de las veces, en la experiencia de la dicha generada por los cuerpos.

A partir de cierto momento, la curvatura de la línea del círculo cuyo dibujo estamos asediando inicia su último trazo, para cerrar la figura. Ya en Filiación oscura, en  “Los viejos”,  un brevísimo y fulgurante poema en prosa, se produce el asedio a la vejez, se subraya el predominio del pasado, se explora esa condición última del ser humano, con mirada despiadada, aunque serena, pero sin dejar de expresar, una vez más, la calidez del mundo que nunca deja de formar parte de lo personal, de lo subjetivo, cuando se cierra el texto con la constatación de que los viejos “Llevan sol a la otra orilla en un cántaro de agua”[7]. El poeta asume la vejez y no le importa dejarse ver desnudo, no ante cualquiera, sino -de qué otra manera podría ser-, ante la mujer que lo ha acompañado en el proceso de decadencia y deterioro. Explora, como lo ha hecho en todos los poemarios en relación a otras experiencias, la condición de la vejez hasta sus últimas consecuencias. En algunos momentos llega al desencanto, pero es un  desencanto feroz, no hay lamento ni debilidad, solo la dura constatación de poseer ya su “faz de muerto”.

A lo largo de toda su obra, el poeta ha partido  de signos elementales, primarios,  constitutivos del origen de toda experiencia, y con ellos ha elaborado textos complejos, refinados, cuya sofisticada densidad termina haciendo de todo ello un universo trascendente, tal cual los dedos tamborileantes sobre el muro de la mujer menesiana, aquellos que parecen decir solamente “aquí, aquí, aquí”, pero que pueden estar diciendo también alguna otra cosa y, de hecho, dicen mucho más que eso. Al igual que esa anónima mujer de muchos nombres, las que aparecen en los poemas de Juan Sánchez Peláez  ofician ceremonias de sexo y de muerte, regresan una y otra vez a través de  imágenes que las sitúan en oscuras atmósferas, mediante asociaciones verbales inesperadas, insólitas, en mundos poco apacibles, en los que lo erótico lo permea todo y, dentro de su ámbito, las cosas dejan de ser lo que son, adquieren una calidad pictórica, sensual, que nace del ojo que mira, carente de inocencia, pero  humanizando al mundo. Son  elementos de una religión no oficial, en la cual el ritual de la liturgia es celebrado por los que inventan y reinventan  el vínculo amoroso. El desamparo encuentra su espacio dentro del universo erótico, así como dentro de la palabra poética, esa que, como juglar, el poeta escenifica  en un espacio artificialmente –en el buen sentido del término- construido.  Juglares  y poetas descienden al mundo interior, en pos de un conocimiento nuevo, no racional, aunque tampoco místico,  oculto detrás de las máscaras que  habitualmente nos colocamos.

El discurso se va desplazando, se interrumpe, gira, vuelve sobre sí, tamborilea, continúa desplazándose, nos permite penetrar en él y cruzar entre sus espacios, que respiran, pasar junto a las filiaciones oscuras y dialogar con ellas, a través del tiempo y fuera de él, en la fusión de los contrarios, en el diálogo de los  movimientos dobles que generan diversos efectos, en medio de hechos cotidianos que terminan desvaneciéndose, diseminándose sobre el espacio del texto, efímeras y eternas, como las olas del mar, las mismas que baten por los tiempos de los tiempos los muros del cuento de Meneses, aunque ya los dedos han dejado de tamborilear y la mano   no se halla sobre el muro sino junto a él, tendida sin vida.

El encuentro último, en los poemas de Juan Sánchez Peláez, se produce en el fondo de los sueños, en los que se recrea una atmósfera erótica paralela, lugar de los deseos imposibles y de la intensidad y de la audacia de las imágenes, del aire sobre el aire que se desvanece, de la violencia y de lo extraño, de las ilusiones que no se cumplen, de las visiones crudas, de los fantasmas familiares, del padre y del sí mismo como un fantasma,  seres entre lo real y lo imaginario. Pero el autor es un poeta y su obra está ahí, ha sido capaz de darle forma a todo eso y  construir su obra,  cerrar el círculo. Desde el fondo de sí mismo ha surgido su  memoria ardiente, diferente a la de la razón,  y de ahí han nacido el fuego del poema y el del erotismo, así como las titubeantes preguntas, los insignificantes elementos ocultos en las grietas,  las rupturas, las presencias ásperas y luminosas, y los misterios que se interrogan. Detrás de todo ello se esconde la atemorizante imagen de la nada, sobre la cual teje el poeta la textura de su escritura, para taparla, para trazar el círculo que la niega y colocar dentro de éste la representación  del ser humano que, consciente de su fugacidad y de su desamparo, se apresta  a emprender los pasos a los que lo impulsan su vitalidad, su voluntad de establecer un paréntesis personal entre el hecho obligado de nacer y el no menos irremediable de morir. Esa finitud dentro de lo infinito es lo que nombra el poeta, el instante único en el que sucede todo, el momento prodigioso que la palabra aprehende, lo invisible subyacente,  solo recuperable a través de la memoria y del hecho poético, desde la indigencia del ser desnudo frente al otro.

[1] Ludovico Silva. La torre de los ángeles, Caracas, Monte Ávila, 1991, p. 57.

[2] Juan Sánchez Peláez.  Poema 1 de Lo huidizo y permanente. En: Un día sea, Caracas, Monte Ávila, 1972, p. 124.

[3] Juan Sánchez Peláez. “Inocencia”. En: Rasgos comunes, Caracas, Monte Ávila, 1975, p. 13.

[4] Juan Sánchez Peláez. “Aparición”, de Elena y los elementos. En: Obra poética, Caracas, Lumen, 2004, p. 24.

[5] Juan Sánchez Peláez. Elena y los elementos, Caracas, Monte Ávila, 2001, p. 16.

[6] Juan Sánchez Peláez. “Retrato de la bella desconocida”. En: Elena y los elementos, 2001, p. 47.

[7] Juan Sánchez Peláez. “Los viejos”, de Filiación oscura, en: Un día sea, p. 103.

Judit Gerendas 

Comentarios (1)

Dilfredo Ruiz
28 de mayo, 2016

Excelente su artículo sobre la obra de Sanchez Peláez. El análisis de Ludovico Silva de la obra de Pelaez tiene que llevar a equívocos, su espiritualidad no rige al instinto porque es desarraigada, parte de la percepción pura. Sanchez tenía certeza que el instinto debe ser gobernado por una cultura profunda que colocara las emociones en un altar de belleza. Prefiero el análisis de Juan Liscano sobre la obra de Pelaez.

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