- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Mi tesoro secreto; por Alberto Salcedo Ramos

TesoroSecreto

Fotografía de Nikolaos Petropoulos. Haga click en la imagen para ver la fuente original

Soy un mendigo de conversaciones. De niño fisgoneaba las pláticas de los adultos porque estaban repletas de historias. Me encantaba, además, la forma en que los contertulios dotaban de música a las palabras. A ratos armaban un barullo en el que nadie tenía la razón, y a mí me ponía feliz el efecto que se producía cuando esas voces desbordadas se atropellaban.

Uno de aquellos conversadores era Concepción Carrera, campesino de abarcas. Tenía un sentido común fulminante. Una vez me encontró preocupado porque el patio donde yo jugaba con mis primos se había llenado de hormigas rojas. Entonces me tranquilizó con una pregunta socarrona:

 — ¿Usted cuándo ha visto que un hombre muera atravesado en la boca de una hormiga?

Desde la infancia, digo, me arrimo como intruso a ciertas conversaciones ajenas. Así he conocido conversadores magníficos de diversa índole: locuaces, sobrios, instruidos, analfabetos, narradores, reflexivos.

Suelo robarme de las tertulias a algunos de ellos, para ser el beneficiario único de su gracia. Así sucedió, por ejemplo, con el escritor Héctor Rojas Herazo. Cuando lo conocí él estaba parloteando con sus amigos en el Parque Bolívar de Cartagena. Aquella noche el maestro se declaraba asombrado de que el ser humano –efímero por naturaleza– se atreviera a concebir planes y a ser vanidoso. Alguien le preguntó por qué era tan pesimista, y él respondió sin titubear:

—Qué va, eso es puro optimismo. Estoy diciendo que a pesar de nuestras limitaciones nos atrevemos a actuar como si fuéramos eternos. Además, como dice Gabito, uno ni siquiera muere cuando debe: uno muere cuando puede.

Al día siguiente lo invité a almorzar, y entonces tuve para mí solo ese festín verbal. Primero dijo que el escritor que le rinde culto gratuito al paisaje termina “jodiéndole la paciencia al crepúsculo”. Después añadió un chiste malvado sobre un magistrado cartagenero que tenía veleidades literarias y publicaba columnas ilegibles en la prensa local:

—El pobre tipo se acaba de fracturar los pies en un accidente doméstico, así que ahora quizá aprenda a escribir con las manos.

Desde hace años consigno en diarios aquellos pasajes de conversación que me impresionan. Es un tesoro que ha sobrevivido a todas mis mudanzas. Un tesoro que, para decirlo con un verso de Jaime Sabines, “me sirve para ser rico sin que nadie lo sepa”.

Cuando conversamos aprendemos de nuestros interlocutores y hasta de nosotros mismos, porque a menudo expresamos saberes de los cuales éramos inconscientes. Las buenas conversaciones proponen viajes que con el tiempo nos van transformando.

Yo converso para encontrarle sentido a la vida. Converso, incluso, cuando estoy solo: oigo las voces que me pueblan, evoco los apuntes de mis diarios. Por ejemplo, esta frase que el poeta Juan Manuel Roca pronunció en un almuerzo reciente, cuando un contertulio sugirió que nos hiciéramos un autorretrato frente a nuestro banquete:

—El mal uso de la tecnología nos ha convertido en paparazzi de nosotros mismos.

Converso para seguir llenando de joyas este tesoro secreto. Para matar el tiempo que nos mata. Y para tener la sensación pueril de que estoy forjando una biblioteca indestructible en la estantería del viento.