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Silencio, estoy durmiendo; por Alberto Salcedo Ramos

Silencio, estoy durmiendo; por Alberto Salcedo Ramos 640

Siempre me han inspirado pesar los enfermos de insomnio. He visto cuánto sufren al cargar con lastres como la fatiga y la depresión. En cambio me resultan antipáticos quienes eligen desvelarse por simple lujuria productiva o por expandir sus espacios de poder. Esas personas generan estrés. Como viven convencidas de que sus ambiciones determinan el curso del Universo, sabotean la tranquilidad de quienes amamos dormir.

Cada quien tiene derecho a hacer con su vida lo que se le antoje, ni más faltaba. Quienes quieran desvelarse, que se desvelen. Solo digo que procuro emplazar mi cama lejos de donde pernoctan esos tipos. No me gustan ni su insomnio ni su codicia. Les huyo, sobre todo, cuando los veo pronunciando discursos sobre las ventajas de andar perdiendo el sueño.

— Al hombre que pretenda ganar mucha plata, la cama lo mata –sentenció hace poco uno de ellos en un programa de televisión.

Luego siguió con su perorata: si vamos a “descansar eternamente” cuando muramos, ¿para qué ponernos desde ya a “dormir tanto”?

Me provocó tenerlo al frente para ripostarle:

— ¿Dormir tanto? ¡Dormir, tonto!

Y luego seguir durmiendo.

Dormir en un chinchorro colgado frente al mar Caribe, dormir sobre el pasto verde, dormir bajo un almendro en tiempo de brisa. Dormir, sobre todo, en la cama de uno. Acostarse con la conciencia tranquila para encontrarles más gusto al colchón y a las almohadas. Sacudir bien las sábanas para que los temores caigan al piso. Tumbarse en una actitud de total abandono. Respirar profundo, explayarse a lo ancho, renunciar. Desentenderse por unas horas de las miserias del mundo.

Sin esa muerte diaria sería imposible soportar la vida. Al sumergirnos en la inconsciencia renacemos con más bríos. Nos deshacemos temporalmente de ciertas cargas que pesan demasiado, purgamos el cerebro. Crecí entre campesinos que usaban un arcaísmo bellísimo para nombrar el momento en que despertamos: “recordar”. Se entiende que si en cada amanecer “recordamos” es porque, al estar dormidos, habíamos olvidado. En este caso olvidar no es sinónimo de pérdida sino de depuración. El sueño nos ayuda a suprimir lo inútil para defender lo valioso.

Además es un burladero que permite blindarse contra la realidad. Ningún cañón puede intimidarnos mientras dormimos. Quizá por eso todos deseamos que cuando la muerte venga por nosotros, nos encuentre roncando. La muerte no tiene ningún poder sobre un hombre que duerme. Mientras no “recordemos”, no la recordamos.

Hace poco se celebró el Día Mundial del Sueño. Los médicos volvieron a mencionar patologías como la apnea y los ronquidos, los empresarios volvieron a hablar de productivas siestas de diez minutos. Bostecé y apagué el televisor.

A continuación dormí dos horas de un solo tirón. Cuando desperté me sentí arrullado por el sonido de la lluvia en el techo. Una hormiga desorientada caminó de un lado a otro en la pared. Se veía tan frágil como hermosa.

Si hundirse en el sueño es una metáfora de la muerte, emerger de él es una especie de renacimiento. Abandonamos las cobijas como quien sale del útero. Renovados, imbatibles.

En ese momento, para celebrar la nueva vida que el sueño acababa de regalarme, salté de la cama y me puse a silbar una tonada de Ella Fitzgerald.