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El tercero; por William Ospina

Por William Ospina | 26 de marzo, 2016
Fotografía de Fernando Vergara / AP Photo

Fotografía de Fernando Vergara / AP Photo

Cada vez es más evidente que ni Santos ni Uribe pueden hacer la paz de Colombia. Ello se debe a que los sectores y poderes que ambos representan han sido los causantes de la guerra y los que más se han beneficiado con ella. Cada vez es más necesario que un tercer actor entre en el debate y en el diálogo, y se encargue de dirimir, para hacer posible el futuro, lo que estos dos sectores de la dirigencia colombiana presienten y anhelan, pero no están en condiciones de alcanzar.

No es que Santos no quiera la paz: es que la quiere sólo para ciertos sectores, y sobre todo para el empresariado comprometido con el proyecto neoliberal. No es que Uribe no quiera la paz: es que la quiere sólo para ciertos sectores, y sobre todo para el minúsculo grupo de los dueños de la tierra. Ambos sólo quieren la paz para los 2.300 nombres que son dueños del 53% de las tierras aprovechables del país, y para los 2.681 que son dueños del 58% de los depósitos que hay en los bancos.

Es muy posible que sin contar con la voluntad de unos y de otros, no podamos alcanzar en Colombia ningún acuerdo que haga sostenible el presente, pero ya ni siquiera un acuerdo entre ambos hará posible en Colombia el futuro.

Uribe piensa que otros 20 años de guerra tal vez inclinarán definitivamente la balanza a favor de una victoria militar, que no haga necesario hacer concesiones a las odiadas guerrillas atravesadas en el camino. Santos piensa que la negociación inmediata le permitirá no solamente optar al premio Nobel, o a la Secretaría General de la OEA o de la ONU, sino dejar por fuera a esos poderes que hoy le disputan el Estado a la vieja aristocracia.

Ambos quieren acabar con la guerrilla: uno arrodillándola, otro afantasmándola, pero ninguno de los dos quiere una paz que transforme el país, porque ninguno de los dos está descontento del país que tenemos.

Están reviviendo la vieja costumbre de las élites nacionales de utilizar el Estado para debilitar a la oposición, de esgrimir la paz para golpear al adversario, de no ver en el Estado un instrumento para resolver los problemas de la sociedad, sino un botín, un banco de empleos y una herramienta para eternizar en el poder a los suyos.

La paz, el conmovedor anhelo de paz de todo un pueblo, es el instrumento que utilizan estos dirigentes para alcanzar sus objetivos parciales y ciertamente mezquinos. Nunca argumentos tan sagrados fueron utilizados para fines tan innobles. Nunca se abusó tanto del sufrimiento de unos, de la paciencia de otros y de la credulidad de todos los demás.

Viendo la extraña conducta de estos pacificadores y de estos pacifistas, uno termina sintiendo que la paz es el garrote implacable con que libran su guerra.

Pero no puede ser de otra manera, porque la verdadera paz tiene que ser la bandera de quienes la necesitan, y Uribe y Santos no necesitan la paz sino la victoria: o en las trincheras o en los tribunales. Y la guerra ha sido demasiado larga para que pueda ser resuelta con sangre o con sentencias.

En la pequeña mesa de La Habana es evidente que falta Uribe. Pero sobre la pequeña mesa de La Habana se proyectan las grandes sombras que arroja el otro conflicto, el que se libra entre las dos mitades de la dirigencia, y casi eclipsan los conmovedores esfuerzos de Humberto de la Calle y deIván Márquez, de Sergio Jaramillo y de Pablo Catatumbo.

Para continuar el conflicto, para prolongar la incertidumbre, bastan Santos y Uribe, cada uno con sus vergüenzas y con sus venganzas, cada uno también con sus sueños y sus ilusiones. Pero para terminar el conflicto, y sobre todo para construir la paz, tan bien pregonada hoy, y tan mal concebida, hace falta otro protagonista, el más inadvertido y el más decisivo.

Ese protagonista es Colombia, es la sociedad, la que no cabe ni en los discursos furibundos de Uribe ni en los cálculos sinuosos de Santos. Y es que la pequeña paz que ellos quieren, ellos mismos se encargan de hacerla imposible. Tal vez porque en el fondo saben que esa pequeña paz no cambiará nada, y que más benéfico les resulta prometerla que alcanzarla.

Uribe, a punta de guerra, hizo inverosímil la victoria: tal vez por eso no advirtió que ni siquiera su heredero creía en ella. Santos, a punta de avanzar y retroceder, de desear la paz y de temerla, cada día se inventa un nuevo obstáculo, y está terminando por hacer inverosímil el acuerdo, o su refrendación, o su aplicación, o la paz que debe salir de él.

Ahora está pensando, como Alicia, que a la colina de la paz sólo se llega caminando en sentido contrario. Y sobre su cabeza se cierran las agujas del reloj de Damocles.

¿Llegará a tiempo el tercer personaje? Ambos, de verdad, lo necesitan. Y lo único que yo sé es que no habrá paz si no llega.

William Ospina  es un poeta, ensayista y novelista colombiano. Entre sus obras se encuentra la novela "El País de la Canela" (2008, La Otra Orilla) y el libro de ensayos "Los nuevos centros de la esfera" (2001, Aguilar). Ganador del Premio de Novela Rómulo Gallegos (2009) Colaborador del diario El Espectador

Comentarios (2)

Noé
26 de marzo, 2016

Pienso: (1) Una paz que no construya futuro carece de eficacia histórica. (2) Es iluso pensar en que la firma de un acuerdo signifique la paz; en el mejor de los casos el cese de la guerra declarada. (3) Tengo la impresión de que convocado el pueblo colombiano a refrendar el acuerdo que se alcance en La Habana, aprobará los avances. (4) Porque esa paz amarrada a la justicia que alude Ospina se construye procesos socio/históricos mediante y esto solo lo jalonan las fuerzas sociales. Y hay que ver los esfuerzos de las fuerzas del orden por acabar con el liderazgo que se ponga al frente de tales fuerzas sociales.

Diógenes Decambrí.-
26 de marzo, 2016

Ya es un avance que no se mantenga el debate en el plano infantil de lo blanco y lo negro, la situación de dibujos animados que nos presentaba a Uribe como el villano de la película, y a Santos como el galán que va a luchar contra el dragón y salvará a la beldad de la historia. Ya están al mismo nivel, y le endosan a cada uno su cuota de maldad y de propósitos inconfesables. Estamos en la secuencia del cuento, en que los guionistas de esta ficción equiparan a Hitler y a Churchill. Imaginamos que en esta versión, el Tribunal de Nuremberg desaparece. Quizás esta trama sería más comprensible, y más probable y justo el logro de un Acuerdo, si las trayectorias de Humberto de la Calle y Sergio Jaramillo no fueran tan opuestas a las de Iván Márquez, y Pablo Catatumbo, ni estas reuniones tuvieran como sede a Cuba, apoyo constante de de esos que hoy, disfrazados de agrupación civilizada y moderna, procura minimizar las atrocidades que como FARC, narcos, asesinos y secuestradores, cometieron.

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