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Los regalos; por Alberto Salcedo Ramos

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A mi amiga Claudia Consuegra

Guardo en la memoria, como un tesoro, ciertos regalos entrañables que he recibido. Un pañuelito blanco con mi nombre bordado en letras azules, una chocolatina, una liebre del horóscopo chino tallada en bronce, una bolsita de cacahuetes, una libreta de apuntes con pasta de cuero, una crema hidratante, un disco de Totó la Momposina, un molcajete de piedra, varios dibujos al carboncillo, bolígrafos, libros, otra vez libretas, un confite de menta, más discos, un portapasaporte, unas galletas rellenas con mantequilla de maní, un exvoto de la Virgen de Guadalupe, una indiecita artesanal hecha con envolturas de maíz.

Soy como un niño al que se le engaña con cualquier fruslería si viene acompañada de un gesto afectuoso. Al desempacar mis regalos siento unas ganas locas de ponerme a bailar en un solo pie. Cualquier detalle cariñoso, por minúsculo que parezca, se agranda en mi corazón agradecido.

Una vez me obsequiaron un broche dorado que se volvió invisible entre mis manos enormes. Lo guardé en algún lugar seguro, pero como era tan pequeño se perdió. De nada me sirvió vaciar gavetas y revolcar enseres. Me sentía realmente decepcionado. Entonces me dije, a manera de consuelo, que aunque jamás apareciera ya se había inmortalizado en mi memoria.

Y justamente ahí, en la memoria, están guardados todos mis regalos: la máquina de escribir Brother que me obsequió mi abuelo, el viejo Albe, cuando le conté que quería ser periodista; el ajedrez magnético que me obsequió mi madre, Ledia Ramos, cuando le confesé que era un mal jugador de fútbol.

Ambos objetos expiraron, pero yo me doy mañas para alargarles la vida. Al garrapatear este texto en la computadora, oigo de nuevo las teclas de mi vieja máquina de escribir; al recordar el olor a hule y a metal, vuelvo a ver las fichas de mi ajedrez.

Todo lo que me regalan con afecto es indestructible. Ignoro adónde fueron a parar los dibujos que me obsequiaban mis hijos cuando eran pequeños, pero ahora me estoy derritiendo hasta las lágrimas porque acabo de verlos intactos en mis recuerdos.

Yo me gasté en un santiamén cada peso que me dio mi abuelita, la vieja Elvia, pero créanme: esa fortuna sobrevive a todos los despilfarros porque me fue concedida de un modo sublime. Mi abuelita jamás me entregó un billete en la mano: ella lo deslizaba suavemente en el bolsillo de mi camisa, justo encima del corazón, mientras decía:

— Toma ese cariñito, mijo.

Y sí, se trata de cariño, que no se nota en el precio sino en el valor, en el tiempo que se le invierte a la búsqueda, en la compatibilidad con la persona agasajada. Por eso, cuando no puedo conseguirle al amigo cumpleañero un presente apropiado, prefiero llegar a la fiesta con las manos vacías.

Mis obsequios preferidos son los que me dio mi madre. Estaban blindados por el fuego de su corazón. Si eran pequeños, crecían; si eran frágiles, se fortalecían. Hace poco, mientras los reordenaba en los anaqueles de mi memoria, caí en la cuenta de que aún no había descubierto el más grande de todos: la forma en que me cambió el alma con su ejemplo.