Artes

Paseando por el Prado; por Marina Gasparini Lagrange

Por Marina Gasparini Lagrange | 12 de enero, 2016
Paseando por el Padro; por Marina Gasparini Lagrange 640

Interior del Museo del Prado. Haga click sobre la imagen para ver la fuente.

Necesito una pausa, un cambio de aire. Todavía tengo cajas cerradas de mi mudanza; no hace ni una semana que he llegado a Madrid después de vivir quince años en Venecia. Necesito caminar. Voy al Museo del Prado a perderme entre sus salas. Las recorro sin ningún plan. Me detengo ante algunos cuadros. Avanzo. Observo. A ratos me siento en los bancos que están en las salas. Me levanto. Me muevo siguiendo el zigzagueo de quien busca sin saber lo qué está buscando. Camino con la atención distraída que ha debido tener el flâneur baudelaireano cuando transitaba por las calles de París advirtiendo el movimiento de los otros que se perdían y se encontraban ante su mirada. Me fijo en personas que murmuran ante algunas obras; otras se detienen, miran en alguna dirección y cruzan la sala con el paso seguro de quienes saben hacia dónde se están dirigiendo. Intento adivinar en la postura de esos desconocidos lo que miran en muchas de las pinturas ante las que circulo sin aminorar el paso. Busco sin buscar; creo así podría describir mi caminata de hoy en el museo.

Recuerdo ahora las veces que sin motivación específica recorrí la Galería de la Academia de Venezia. Con frecuencia lo hice con el paso lento del paseante, otras siguiendo la cadencia de una peregrinación interna. Ante la Pietà de Tiziano me sentaba con recogimiento; es un cuadro que impone en mí la fuerza de un silencio sagrado. También pasé horas ante El retrato del gentiluomo de Lorenzo Lotto, y aun largos meses en el intento de escuchar lo que decía La vieja de Giorgione a través de su boca entreabierta. La dimensión íntima de la Academia veneciana me consintió conocer sus salas con tal precisión que hasta hubiera podido desandarlas con los ojos cerrados y haber dado sin extravío con lo que buscaba.

Camino por el Prado reconociendo artistas que en un ejercicio de memoria nombro mentalmente. En no pocas obras veo las ventanas que abren a horizontes lejanos. A espaldas de algunos retratados la vida exterior pareciera estar hecha de una amplitud ordenada, de un paisaje reconocible y seguro. La mirada de las figuras representadas suele estar en correspondencia con la serenidad que nos transmiten muchos de esos maravillosos jardines con espejos de agua prontos al reflejo. Sin embargo, no faltará demasiado tiempo para que esas ventanas se cierren y los personajes de los retratos se presenten ante nosotros con el negro a sus espaldas.

Este deambular dentro de las salas del museo me hace pensar en las palabras que envuelven a las obras; son tantas que suelen silenciar lo que las pinturas mismas tendrían que decir desde el marco que las encuadra. ¿Hemos desaprendido a ver sin la mirada vestida? Comenzamos a ver un cuadro desde uno de sus detalles: una mano, el pliegue de un brocado, la mirada que se escabulle de la nuestra, unos ojos que nos miran fijamente, un cuerpo en movimiento, una penumbra interior, los objetos que descansan sobre una mesa… Una vida, en definitiva, que le habla a la nuestra. María Zambrano llegó a decir que el arte que es visto como arte es distinto que el arte que hace ver. Que nos hace ver, agregaría con precisión.

Busco algo que no sé nombrar. Es mi manera de pasar junto a las pinturas, atenta y desentendida al mismo tiempo, lo que hace que advierta una imperceptible inquietud interna. Entro en la sala donde está la Judith de Rembrandt. Voy hacia ella para dar de lleno con una luz que trasciende la obra. ¿Qué está mirando Judith en el banquete de Holofernes? Su mirada no se detiene en la joven sirvienta ricamente ataviada que le extiende la copa. Tampoco en la anciana mucama que viene de lo oscuro con una tela entre las manos. A esta última la vislumbro detenida ante el cuadro. Envuelta en lo negro, esta figura aparece como aquello que poco a poco nuestros ojos aprenden a ver en las habitaciones ciegas a la luz.

Para ver en lo oscuro, los ojos deben acostumbrarse a una negrura a la espera de que se imponga la necesidad, quizá el deseo, de ver lo que sólo se atrapa franqueando lentamente el umbral donde en nosotros las sombras pueden ser escrutadas. Judith no nos mira, estamos lejos de su circunstancia, tampoco pareciera estar viendo a alguien fuera de nuestro alcance. Su visión nos es negada. Es un pensar lo que hay en sus ojos. La viuda, no es difícil imaginarlo, tiene la mirada detenida en la acción que llevará a cabo dentro de pocos momentos. Esta dama encarna un destino que Rembrandt evidencia a través de la luz con que la pinta. Indiferente a lo que la rodea, ella parece tener ojos sólo para la gente y las calles de su ciudad. Nuestra mirada está embargada por preguntas, dudas que a veces respondemos a medias, inquietudes que quizá un día cualquiera nos permitan ver y escuchar lo que sólo el tiempo propicia y afina. El arte, como la vida, es con frecuencia una interrogante, una suspensión indefinida, una vía, entre otras, que hacemos nuestra.

A escasos dos pasos de Judith me percato de un cuadro de Teniers el joven. Me refiero a la Galería de pinturas del Archiduque Leopoldo Guillermo de Habsburgo. El personaje ha sido retratado en su propio gabinete pictórico. Me aproximo curiosa por saber qué obras estaban en esa colección. Nombro algunas pinturas. Conozco los Tiziano, los Giorgione, el Palma el Viejo, el descendimiento de Tintoretto… Al fondo y en el centro del óleo, una puerta entreabierta reaviva mi curiosidad. Cinco hombres vestidos de negro, entre ellos el archiduque, no obstaculizan el camino de eso que percibo como una invitación hacia la otra habitación; las figuras apartadas parecen más bien propiciar ese tránsito. ¿Qué cuadros nos esperan en el salón que entrevemos? Me acerco tanto al cuadro que temo pueda sonar alguna alarma. A través del resquicio de la puerta se entreven unas piernas y las curvas que delinean la espalda desnuda de un cuerpo femenino. Esas piernas no pueden ser otras que las de Venus frenando la marcha de Adonis en el cuadro de Tiziano. Sonrío. La memoria entreabre en mí una puerta que pensaba atascada. Un leve temblor me aleja del cuadro. Necesito sentarme.

¿Acaso hoy sin saberlo he caminado en busca de esa puerta entornada al fondo de mí? No sé responder. Tampoco siento la necesidad de hacerlo. En estos momentos la pregunta misma es otra puerta entreabierta a través de la cual imágenes del arte y de la vida vivida se muestran con destellos que reavivan recuerdos olvidados; fragmentos desordenados que percibo como retazos de memorias que con reverencia nos harán inclinarnos ante la gracia y el misterio de la caligrafía personal que en nosotros insta a su desciframiento.

Recorro de un extremo a otro la galería central del Prado. Primero de un lado, después del otro. Ando y desando lo andado repetidas veces. Mis ojos marcan el paso. Veo la Atalanta de Guido Reni tratando de recoger las manzanas de oro con que Hipómenes la frena y la vence. Cerca me estremecen los brazos abiertos de Magdalena gritando su desesperación ante el cuerpo muerto de Cristo que una y otra vez está siendo introducido en la urna de piedra. Dos cuadros hizo Tiziano sobre este tema, están uno al lado del otro, algunos años distan entre ellos. En la última versión el temblor de la vejez guía la pincelada. Cerca en la mirada está Carlos V; inmenso e impasible galopa con su cuerpo en armadura y en su caballo engalanado. El emperador marcha al trote por tierras de Mühlberg debajo de un cielo de tonalidades venecianas; lleva una lanza en la mano y mucha soledad en el alma:

Cabalgar, cabalgar, cabalgar, a través del día, a través de la noche, a través del día. Cabalgar, cabalgar, cabalgar. Y el ánimo se ha vuelto tan débil y la nostalgia tan grande.[1]

Dentro de poco más de una hora cerrará el museo. Muchos atraviesan la galería central buscando la salida. Yo me encamino hacia la puerta más lejana y de nuevo me pierdo dentro de las salas. Velázquez, Ribera, el Greco. Continúo mi deambular con paso rítmico aunque quedo. Encuentro personas aglomeradas delante de cuadros emblemáticos de la pintura española. Paso de largo ante Las hilanderas y el Marte vencido de Velázquez; titubeo al frente de los cuadros de Ribera, en especial ante el Sueño de Jacob. Sigo atravesando umbrales hasta que desde el fondo de una sala, un pequeño cuadro de Zurbarán me obliga a detenerme: una copa, tres vasijas de barro y dos platos de peltre están dispuestos sobre la superficie de un mesón ancho, rústico, sobrio. Cuatro objetos perfectamente alineados, los dos más altos al centro, uno de ellos rojo, quizá en recuerdo de la Pasión, los otros dos colocados en los laterales descansan sobre unas bandejas. La luz procedente de algún lugar de la izquierda alarga su sombra hacia la derecha; el negro de fondo es negritud sin destellos. Oscuridad impenetrable como la que llevan a sus espaldas los santos del pintor extremeño. Oscuridad hermanada con el misterio sagrado. Estos objetos de la cotidianidad llevan en sí un silencio, un orden delicado, el mismo sigilo del pintor y de su vida. Las pequeñas vasijas tienen una doble belleza: la del barro y la de su fragilidad. Es nuestra misma vulnerabilidad. ¿Acaso no somos hombres de barro con alma?

Doy algunos pasos atrás; me alejo del cuadro de Zurbarán buscando las escaleras que me conducirán a la salida del museo. Yo bajo, otros suben. En los movimientos y la mirada reconozco a aquellos que buscan la obra que desean ver antes de abandonar estas salas; seguramente más de uno camina desconociendo cuándo regresará. Siento pasos acelerados junto a mí.

Al pie de la escalera, tomo hacia la izquierda. Es la dirección opuesta a la salida, es la que me lleva hasta los fusilamientos de Goya. El cuadro nos dobla la espalda. Perdemos compostura, ganamos desconcierto. Un hombre en el centro extiende sus brazos como Cristo; su camisa blanca es el punto de luz que no tardará en mancharse de sangre. Creo haber leído en alguna parte el nombre de ese personaje de ojos desorbitados ante la muerte y el pecho expuesto a recibirla. Pero no es su bravura lo que me impulsa a ver el cuadro de nuevo. Es el terror de quienes se tapan los ojos, el miedo de quienes no quieren ver, lo que me llena los ojos de lágrimas. No es por no ver que la realidad cambiará su curso. Desgraciadamente lo sabemos. Y sin embargo algunos cierran los ojos doblemente, lo hacen con los párpados, lo refuerzan con las manos. Estos pobres hombres son héroes anónimos de una modernidad que ha aprendido a matar en serie. No tengo corazón para acercarme a la pequeña sala donde están las pesadillas, los monstruos, el horror psíquico de las Pinturas negras. Busco la salida atravesando salas.

Miro sin ver. Paso ante retratos de personas a las que no sé poner nombre, ante reyes vestidos con trajes de gala. Camino sin ver lo que me rodea; tengo la mirada en los cuadros que hoy han venido a mi encuentro. Apenas pienso eso y El descendimiento de la cruz de Roger van der Weyden me detiene abruptamente. Es un encuentro inesperado que me inmoviliza de golpe. Cuerpos doblados, cuerpos simétricos, cuerpos que caen, que descienden, que siguen cayendo como las lágrimas de algunos de los presentes en la escena. Recorro los gestos en movimiento de los personajes. El espacio está comprimido, sin embargo, las líneas de los cuerpos son en su abstracción trazos de una caligrafía musical que trasciende el silencio del pentagrama. Todo suena. Todo resuena.

El descendimiento de van der Weyden nos interpela por su complejidad emocional y la sorprendente armonía compositiva que poco a poco vamos descubriendo. Todo se ve ordenado, simétrico, en la caja dorada dentro de la cual se ha representado la escena. La primera mirada que dirigimos al cuadro va al vientre sin vida del Cristo que están bajando de la cruz. Su cuerpo desgonzado y suspendido entre las manos de José de Arimatea, Nicodemo y un joven discípulo que se aprestan a cargarlo es una curva que repite el cuerpo de su madre apenas desvanecida en diagonal a él. María, en su dolor, pierde la fuerza que la mantenía erguida. Se desmaya. Está cayendo. Su desvanecimiento está sucediendo en ese momento, también en este instante que estamos frente a ella. La sostienen los brazos de Juan y de la mujer de traje verde que se encuentra detrás de ella. Ellos impiden que la madre de Cristo caiga sobre la tierra que de pronto falta bajo sus pies. Su rostro, aún más que el de su hijo, lleva el color ceniciento de la muerte. María, muerta en el corazón, está muriendo junto a su hijo crucificado. Stabat Mater dolorosa/ luxta crucem lacrimosa,/ Dum pendebat filius, son versos de Jacopone da Todi en el Stabat Mater de Pergolesi.

Nunca antes había visto en la pintura lágrimas tan vivas, tan corporales y transparentes. Lágrimas cubren el rostro de la mujer del fondo; Juan el discípulo y José de Arimatea no pueden contener el llanto, tampoco María Magdalena que en el extremo derecho baña la tierra con las lágrimas que la doblan.

La mano de Jesús en su descenso cae paralela a la de la madre desfalleciente. No se encontrarán. No se tocarán. Entre ellos se ha abierto un sufrimiento y un misterio que nos sobrepasa.

Estoy a dos pasos de la salida del Museo del Prado. Sólo necesito empujar la puerta de vidrio para encontrarme bajo la noche de este cielo de marzo.

[1] Rainer Maria Rilke. El canto de amor y muerte del corneta Cristóbal Rilke. Los libros del Mirasol, Buenos Aires, 1964. p. 99 Traducción Angel J. Battistessa.

Marina Gasparini Lagrange 

Comentarios (5)

Edgardo Urbano
13 de enero, 2016

Que sorpresa leer este artículo escrito por tí.Mis padres fueron grandes amigos de tus abuelos Lagrange, Benjamin y Olga. Recuerdo a tus padres, el cariño que tuve por Olga y mi profunda admiración por la obra del gran Graziano. Me encantaría escribirme contigo. Tengo una hija viviendo en Madrid. edgardourbanojelambi@gmail.com

Daniel González Acurero
16 de enero, 2016

Hermosa e intimista guía por los pasillos de El Prado.Este artículo fue como encontrar una butaca, por fin. Comenzar a filosofar desde el Arte. ¡Gracias!

Marina Gasparini Lagrange
25 de enero, 2016

Daniel, muchas gracias por tus palabras. Agradecida.

Eduardo Borberg
25 de enero, 2016

Brava, bravissima. Por fin hoy pude releer tu articulo consultando las imagenes. He pasado un rato muy agradable. Gracias.

Marina Gasparini Lagrange
5 de febrero, 2016

Gracias Eduardo. Linda sorpresa leer tus líneas después de tanto tiempo sin saber de ti. Cariños.

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