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El valor de lo escaso; por Piedad Bonnett

El valor de lo escaso; por Piedad Bonnett

En su ensayo “sólo llamo para decirte que te quiero”, Jonathan Franzen hace esta insólita afirmación: “Por frío, reprimido o sexista que pudiera parecer mi padre desde un punto de vista actual, le estoy agradecido por no decirme nunca, textualmente, que me quería. Él apreciaba la intimidad, o lo que es lo mismo, respetaba la esfera pública. Creía en la contención, el protocolo, la razón…”.

El artículo es en realidad una diatriba contra el mal manejo del teléfono celular, y contra “la costumbre, infrecuente hace diez años y ahora ubicua, de concluir una conversación por el teléfono móvil bramando: «¡Te quiero!»”. El reclamo de Franzen tiene que ver con el exabrupto de “imponer lo personal e individual a lo público y comunitario”, pero también con la importancia de lo escaso. Estoy con Franzen: es mejor no decir nunca textualmente al otro “te quiero mucho” que decírselo todo el tiempo, porque “es posible que una repetición habitual y demasiado frecuente vacíe de significado una expresión”. Valoramos mucho más un “te quiero” en un momento significativo que un te quiero convertido en fórmula al final de todas las llamadas.

Que lo escaso es valioso lo saben sobre todo los coleccionistas: el numismático que busca la moneda antigua y el museólogo que rastrea piezas únicas. Cualquiera sabe, también, que la amistad verdadera es escasa, y que sería terrible que se cumpliera el deseo de Roberto Carlos de tener un millón de amigos. También habló de lo escaso el poeta Gil de Biedma en su poema “Lunes” para referirse a los días de fiesta: “Pero después de todo, no sabemos / si las cosas no son mejor así, / escasas a propósito… Quizá, / quizá tienen razón los días laborables”. Escasas son las vacaciones y por eso tratamos de sacarle jugo a cada uno de sus días. Escasa es la posibilidad de enamorarse, y por eso valoramos tanto que el amor aparezca en nuestras vidas. Escaso es el talento y por eso admiramos al artista, al atleta, al científico. Y no sentimos el mismo fervor por la carta escrita a mano, que tuvo que viajar días para llegar a su destinatario, que por los cientos de rápidos intercambios diarios de correos por internet.

En estos días de Navidad pienso en lo escaso a propósito de los regalos. Pienso, con tristeza, en el niño que no puede recibirlos; y también en aquel que no teniendo muchos juguetes recibe el suyo con alegría, por humilde que sea; y, finalmente, pienso en el desbordamiento de regalos que hacemos a muchos de nuestros niños, creyendo así demostrarles nuestro cariño. No hay mucho campo para la sorpresa o el disfrute cuando a la pista de carros le sigue la guitarra, y el libro, y los patines y un numeroso etcétera. Agotamos la capacidad de sorpresa de los niños, pero sobre todo los conducimos a la subvaloración de lo que se recibe y al convencimiento de que lo natural es la sobreabundancia. Detesto la estética de la nostalgia, pero no puedo dejar de pensar en que hubo tiempos austeros, como aquellos que produjeron al padre de Jonathan Franzen, en que el niño Dios o el Papá Noel o los tíos y abuelos daban regalos medidos, que por lo mismo se volvían únicos y memorables. Algo olvidado en estos tiempos derrochones y exhibicionistas, tan dados a gritar a cada rato “¡te quiero mucho!”.