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Rafa Baena a bocanadas; por Nelson Fredy Padilla

Rafa Baena a bocanadas; por Nelson Fredy Padilla 640

Rafael Baena [1956-2015], quien fue editor dominical de El Espectador, retratado por Claudia Rubio.

Quihubo loco: la primera vez que oí tu nombre fue por las notas que hacías para Teledeportes, el programa de Hernán Peláez que era tema de los lunes en la universidad a comienzos de los 90. En clase de crónica leí lo que habías publicado en el Diario del Caribe, la revista Cromos y vi tus informes para televisión en el Noticiero de las 7. “Ese man es un teso”, decíamos. Un día reportabas sobre béisbol y al otro sobre la guerra en Colombia. Por eso cuando Patricia Lara, nuestra jefa, nos presentó a finales de 1995 en la revista Cambio fue conocer a un maestro del oficio. Te emocionó que te lo dijera, te sacaste el Pielroja de la boca y sonó una carcajada carrasposa seguida de un “gracias loco”. Te identificaste como fotógrafo aunque eras el alma de aquella redacción.

Tuteabas a todos para hacerlos cercanos y todos te tuteaban porque te sentían cercano. Habías leído mis primeros artículos sobre guerra en El Espectador y, sin conocerme, ayudaste a que me contrataran en Cambio. Apenas llegué empezaste a botarme ideas de reportajes que debíamos hacer y la mayoría los hicimos. Me sacaste de la oficina de “editor de investigación” y pediste que me pusieran en el escritorio vecino al tuyo. Pudo más la curiosidad de ver tu archivo fotográfico que mi aversión al humo del cigarrillo. Confesabas sin pudor –manipulabas la impudicia como arcilla– que era un vicio tenaz, “una compulsión” como la necesidad de escribir. “Con el pielrojita me suicido a plazos y con la escritura recupero el aliento”, decías con tu mamadera de gallo, que era tu forma de hablar en serio de lo elemental o de lo que a los demás nos parecía trascendental. Te encantaba el retrato que ilustra este artículo, porque te sentías representado y porque lo tomó Claudia Rubio, otra fotógrafa talentosa, y la pegaste junto al mapamundi al revés que tenías a tu espalda dominado, para bien y para mal, por el hombre y el caballo –lean Ciertas personas de cuatro patas–.

Esa forma de ver el mundo también te venía de tus correrías por la Centroamérica en guerra, por la Nueva York de los Mets; de las locuras de sexo y rock que viviste antes de que Amalia y tus hijos te aplacaran. Lo supe en el tertuliadero que era Cambio con Antonio Morales y Eduardo Arias, tus compinches en la época en que Jaime Garzón también fue columnista. Armaban tremenda fumarola. Estaba, claro, la postal de tu bisabuelo Hermógenes Ordóñez, entre oficiales liberales de la Guerra de los Mil Días, después carátula de Tanta sangre vista, con la que explicabas cómo la violencia habitaba la casa de cada colombiano. Ese collage pegado con chinches junto a los desnudos clásicos que hacían pensar a los visitantes que allí trabajaba un depravado.

Cada detalle explicaba por qué no fuiste director de un medio de comunicación en este país de apellidos sin nombres. Siempre te burlaste del poder con el humor negro de un sincelejano bogotanizado. Amabas tanto el campo como estar en la calle yendo a cubrir algo de la realidad (“el periodismo es el oficio más noble cuanto más cercano al pavimento”). Y si no llegaba el taxi salíamos en tu Willys verde de cremalleras abiertas, inhalando smog como el que fuma.

Te burlabas de ti mismo por no tener títulos: no fuiste abogado aunque estuviste a punto, ni te graduaste de historiador ni de economista. Odiabas las “artes masturbatorias”. De lectura en lectura, de carrera en carrera, te formaste para el único honor al que aspirabas: novelista. Te veía rayando borradores secretos. Para meterte en esa hoguera de vanidades fue que te ofreciste de periodista a finales de los 70, primero como fotógrafo de farándula y luego como un redactor más que pronto se hizo a un nombre siendo cronista. Creías que desde el periodismo se podía cambiar el mundo y le bajabas al escepticismo, no a la nicotina, para animarnos a buscar la verdad y denunciar, como en la época del Proceso 8.000.

Sin importar la cojera que te dejó ese tremendo accidente de carretera en el que casi te matas, salías de afán con tu cámara al hombro –la llamabas “mi libreta de apuntes”– y la misma decisión profesional para hacer la foto de portada, un desnudo tipo Samaria Films o la del cóctel de la semana. Después descubríamos que en el trabajo de campo habías captado lo que no habíamos advertido. Y cuando hacías de editor no te cansabas de reclamar sencillez y quitar adjetivos, muletillas, lugares comunes, redundancias, “minas quiebrapatas lingüísticas”; mientras construías el texto con técnica de hilandera: “ir y volver de lo particular a lo general sobre el eje como una espiral”. Todo en aras de eficacia y universalidad.

Sobre tu escritorio siempre había buenas fotos y buenos libros: releías a Verne como si no acabaras de descubrir algo. Un día empezaste a prestarme libros con el mensaje: “Te interesa”. Con ese mismo encabezado me mandabas lecturas por correo electrónico: Amos Oz, Talese, Capote, Mailer, Fitzgerald, Scott, Greene, Conrad. En el espejismo periodístico se te fueron casi 30 años hasta que los médicos te dieron el ultimátum: o dejabas el maldito cigarrillo o la parca te la cobraba. Te dolió dejar la reportería. Lo que el Pielroja y la contaminación de Bogotá habían hecho en tu organismo, sumados a tu predisposición genética familiar a las enfermedades pulmonares, te llevó al paredón, al “ahora o nunca” frente a la literatura, a la fase cascarrabias porque no habías hecho ninguna revolución y estabas jodido.

Obligado, te quedaba la opción de las novelas; sobrepusiste la gramática y la semántica a la genética, y cuando leí el borrador de Tanta sangre vista, “con el compromiso de que no se lo muestres a nadie”, sentí que había surgido una nueva voz para la literatura colombiana. Respondiste: “Ser autor de un best-seller familiar es mucho más de lo que puede contar la mayoría de los escritores, que como dice un amigo mío pasan del anonimato directo al desprestigio”.

Pero lo que habías logrado lo ratificó tu maestro y amigo Darío Jaramillo Agudelo: hizo que Alfaguara te la publicara en 2007 y esta semana me respondió con un “no soy capaz”, cuando le pedí escribir sobre tu obra. Es la novela que más te gustaba y que más me gusta de las que escribiste, aunque me impactó Siempre fue ahora o nunca, un homenaje al fracaso de pretender cambiar el mundo que nos tocó y, al tiempo, tu graduación como literato. Hace un año festejamos que con esta fuiste finalista del Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana entre 112 libros.

Los críticos dicen que la mejor es ¡Vuelvan caras, carajo!, inspirada en la vida del prócer venezolano Juan José Rondón (Pre-Textos 2009). Mis alumnos de narrativa literaria se quedan con la primera, la que les firmaste el día que te dio un ataque de tos que nos asustó. Me dijiste que tus pulmones estaban al 50% y volviste en 2010 ya con oxígeno para emocionarlos con Samaria Films XXX. A la vez eras editor general de la revista Credencial. Te habías salvado de un coma inducido pero preferías hablar de la coma inducida.

Manuel Borrás, tu editor en España con Pre-Textos, me escribió acongojado:

“De nuestro Rafael sólo puedo deciros que el haberle conocido y haber tenido el privilegio de haberle disfrutado como amigo completo ha supuesto no tanto un privilegio como un milagro. De su obra sólo podría decir que ocupa ya un lugar muy singular en la literatura colombiana actual y que cuando de verdad lo descubran, más allá del mareo que nos producen los falsos prestigios, los lectores acabarán por sorprenderse como yo me sorprendí la primera vez que lo leí”.

Para 2013 ya no podías salir. “Estoy en lista de espera para trasplante de pulmones tras una larga lucha en que junto con Amalia debimos abrirnos paso en medio de la burocracia de las EPS, IPS y demás yerbas de la Ley 100. No hay otra posibilidad. Lo contrario sería esperar a que la pelona me lleve por una simple gripa o a que mi capacidad pulmonar termine de extinguirse. Ya va en un 20% y disminuye cada día. Para que no parezca dramático intento ponerle humor al asunto, pensar que todo saldrá bien y trabajar en la investigación del siguiente libro, que vuelve atrás en la máquina del tiempo”. Estabas entregado a La bala vendida (Alfaguara 2011), con Ciertas personas de cuatro patas (Luna Libros 2014), cosechando canas con Siempre fue ahora o nunca (Alfaguara 2014) y planeando La guerra perdida del indio Lorenzo (Alfaguara, 2015). Apenas caminabas y vivías en una carrera contra el tiempo, con una disciplina de guerra. Te pedí que la tomaras con calma y respondiste:

“Todo marcha maravillosamente, salvo mi cuerpo. Cansado tras ocho años de batallar, cada vez obedece menos a mis pedidos y necesidades y me convierte en un ser dependiente de los demás. Suena un tanto dramático, pero yo siento que unas por otras: si estuviera bien, con un estado de salud acorde con mi edad, estaría trabajando y no me quedaría tiempo para escribir mis cosas, y a estas alturas escribir mis cosas es lo mejor que me puede pasar, después de mis nietos”.

Lo que lograste a nivel literario en menos de diez años como “lector y escritor de tiempo completo” es una proeza y, por si fuera poco, hay una novela inédita sin que dejaras de ser esposo, padre y abuelo hasta el último aliento. Todos tus libros fueron destacados en estas páginas también por el valor agregado de ayudarnos a recobrar la memoria para entender nuestro pasado y por qué en este país vivimos en guerra eterna. “Gracias cómplices. No concibo un libro mío sin reseña en El Espectador, el diario en que fui feliz”.

A los 59 tenías mucho en el cerebro para dar lora y tu partida, más que llorarla, porque odiabas los lamentos, renueva alegrías y enseñanzas. En la edición dominical de El Espectador que un día dirigiste celebro que te saliste con la tuya, la historia te dará el merecido diploma de que tu obra sea recordada y de que tus amigos no te olviden porque fuiste el mismo hasta el humo de tus cenizas.