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El Síndrome del Ciclista, la actitud de moda en la sociedad; por Alberto Salcedo Ramos

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Fotografía de Marcos González Valdés. Para ver su perfil en Flickr, haga click en la imagen

En el país del “usted no sabe quién soy yo” es apenas natural que a nadie le importe quiénes son los otros. “Los otros”, en principio, son aquellas personas cuyos problemas no nos afectan. Lo que les suceda o deje de sucederles es asunto de ellos, así que ya verán cómo se las arreglan.

“Los otros”, entonces, vienen a ser todos los demás. Si a menudo los colombianos son desconsiderados con sus parientes, ¿cómo esperar que respeten a “los otros”, a quienes perciben como seres ajenos?

Los colombianos suelen ser serviles ante los poderosos y humillantes con los débiles. Tal comportamiento es definido por los alemanes con el gráfico nombre de Síndrome del ciclista. Quienes lo padecen entierran la cabeza en el trasero del competidor que va adelante, porque lo consideran fuerte, y pisotean sin miramientos los pedales, porque los tienen bajo los pies.

Al colombiano no le preocupa tanto la generalización del síndrome como el estilo altanero —políticamente incorrecto— de muchos de quienes lo padecen. Cada vez que se conoce un video mediático en el que un ciudadano es despótico con otro —el famoso “usted no sabe quién soy yo”—, se discute la forma y se omite el fondo. El insolente de turno recibe entonces un linchamiento moral en la prensa y en las redes sociales, pero nadie busca las razones estructurales de la discriminación.

El Síndrome del ciclista: nada más apropiado para definirnos. Así como hemos dado muchos escaladores maravillosos que son protagonistas en las principales carreras ciclísticas del mundo, hemos producido una legión de trepadores mezquinos, de esos que ascienden social o económicamente pisoteando a los demás.

En el país del Síndrome del ciclista la competencia en las rutas es bastante desigual. Los líderes están determinados desde antes de correr, y el resto del pelotón, siempre a la zaga, va propagando hacia abajo la misma exclusión que recibe desde arriba.

En ese eje vertical de la ignominia, la peor parte corresponde a los trabajadores no calificados: peones, empleadas domésticas, mensajeros. A ellos los maltrata todo el mundo, y muy rara vez tienen la posibilidad de hacer valer sus derechos.

La semana pasada apareció en la prensa una noticia alarmante: un abogado tuvo a una pobre mujer como empleada durante veintiún años, y cuando la despidió sin justa causa no le dio ni medio centavo. Según declaró tramposamente en los estrados judiciales, la mujer no era su empleada sino su arrendataria. En el 2007, cuando la arrojó a la calle, sólo le pagaba dos mil pesos diarios.

Justo ahora, mientras ustedes leen esta columna, centenares de peones se parten el lomo en un sinfín de oficios duros: ordeñan bajo el sol, desbravan maleza, asean inodoros, friegan calderos. Y lo hacen en condiciones laborales infames, a cambio de jornales inferiores a los establecidos por la ley.

Ellos, situados desde siempre en la base de la pirámide, soportan todo el peso de nuestro canibalismo. Nadie los oye porque este país no es receptivo a las quejas de los débiles sino a la voluntad de los poderosos. Nadie los defiende porque quienes deberían hacerlo también están dedicados a pisotearlos.