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La victoria soñada; por Javier Conde

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Celebración en Caracas, luego de conocerse el primer boletín informativo del CNE con los resultados electorales del 6 de diciembre. Fotografía de Will Riera. Haga click sobre la imagen para ver toda la galería de imágenes.

El contundente triunfo del 6D se amasó derrota tras derrota. Por eso sabe tanto y tan bien. Está cargado de dolor, incomprensión, persecuciones, privaciones, violencia y muerte. Pero también, y sobre todo, de perseverancia, pundonor, entrega, sacrificios y alegría inmensa.

Es la victoria de la persistencia en la ruta democrática que empezó a asomarse aún con timidez en el año 2006, cuando la política –y habría que decirlo en mayúsculas– se puso al frente de la conducción de la oposición.

Ese año 2006 culminó con una de las mayores victorias del chavismo, cuando Hugo Chávez se reeligió como Presidente con una ventaja de tres millones de votos y 62,8% de respaldo. El mandatario fallecido cosechaba entonces méritos propios y severos errores ajenos.

Para la oposición esa elección tuvo, al menos, dos significados muy especiales: el regreso a la participación electoral tras la abstención en las votaciones para la Asamblea Nacional en 2005 (la historia está cargada de ironía y ahora precisamente es en la elección de la AN que se celebra el más espectacular triunfo opositor) y, en segundo lugar, el reconocimiento de la derrota. Comenzaba a transitarse la ruta democrática, que el oficialismo en su prepotencia desconoció y que sabía a poco a sectores de la oposición, incluso, que añoraban la vía rápida y presagiaban soluciones de pólvora y sangre.

El chavismo, tan aferrado a las fechas, quiso que fuera justamente 17 años después de su llegada al poder, otro 6D, cuando sufriera la peor y aún no la última de sus derrotas, que marca el inicio de otra era política en un contexto internacional muy próximo que arroja señales nítidas de cambio. El pueblo, cuyo nombre se ha citado hasta la saciedad, se cansó de tanta confrontación, ineficiencia, humillaciones y desmanes sin fin. Hoy, el chavismo padece las consecuencias de deméritos propios y aciertos ajenos.

La democracia venezolana, surgida el 23 de enero de 1958, llegó asfixiada al final del siglo pasado. Acción Democrática y Copei, las dos grandes maquinarias partidistas que dominaron el escenario durante 30 años, tenían la lengua afuera y el coco vacío. Mientras crecía la corrupción y la pobreza, desatendieron –con excepciones, también en sus propias filas– las señales de la aguda crisis y sus graves expresiones del Viernes Negro, El Caracazo y los intentos golpistas de 1992. Además, y desde la década de los ochenta, la antipolítica se volvió atractiva o la volvieron atractiva, porque ciertos medios poderosos la presentaron como el relevo de la clase política, a la que responsabilizaban de todos los males y de ningún logro.

Sobre esos vacíos y carencias, sobre una frágil institucionalidad y una insatisfacción generalizada, se instauró a partir de 1998 el largo período chavista con sus promesas de redención, que este 6D reprobó abiertamente la asignatura de las urnas que tantas veces le fue favorable. Reflejo de una cotidianeidad que se ha vuelto insoportable, con una ciudadanía sometida a vejaciones inimaginables, que sufre la más alta inflación del mundo y vive atemorizada en cualquier calle y a toda hora. A la par, sin desmayo, los hombres –y mujeres– que aborrecen el dinero, para quienes ser rico es malo, dilapidaron día a día la más extraordinaria fortuna producida nunca antes por el chorro petrolero.

Para la oposición, estos 17 años han sido un camino tortuoso, lleno de trampas, de avances y de retrocesos. Pero de un aguante encomiable, porque han sido 17 años de descalificaciones y de ataques desmedidos y, sin embargo, la resistencia nunca pudo ser vencida. Chávez, que prometió aquel 6D de 1998 unir a todos los venezolanos, era otro una década después y en la víspera de que se aprobara la reelección indefinida –a lo que finalmente se redujo su reforma constitucional– transformó su compromiso inicial por la “pulverización” , ese fue el verbo, de sus “enemigos”.

No hay que olvidar, sin embargo, que en los primeros años de su mandato soportó el golpe del 11A, el paro petrolero de 2002-2003, el referendo revocatorio de 2004 y el boicot electoral de 2005, sin pasar por alto el episodio tragicómico de la plaza Altamira. También la oposición era otra entonces, en pugna contra sus propios demonios, carente de referencias políticas y que se granjeó, puertas afuera, una reputación de dudosa credibilidad democrática.

Desde entonces, desde ese 2006 en que se regresó al ruedo electoral, los trayectos del oficialismo y la oposición se invirtieron: el Gobierno desplegó su difuso Socialismo del Siglo XXI, que significó más control, ausencia total de diálogo y empobrecimiento generalizado; y la oposición, contra la incomprensión interna y externa, trazó su hoja de ruta democrática, conquistó alcaldías y gobernaciones y se dotó de un liderazgo surgido de unas primarias que convocaron a más de 3 millones de electores, que contribuyó decisivamente a modelar su conducta política frente al Gobierno (obcecado en desconocer a sus adversarios), frente al mundo (que percibió, aunque con lentitud, el talante democrático de la oposición) y frente a su propio rebaño (donde hay sectores propensos a la seducción de las palabras más altisonantes). Imposición y autoritarismo descarado contra más democracia.

Comienza ahora para la Mesa de la Unidad Democrática otra etapa. Una, quizás decisiva, que pondrá a prueba su conducción política. El 6D recibió un inequívoco respaldo popular, de todos los estratos sociales y de todo el país. Desde la Asamblea se tendrá que comenzar a echar las bases para la reconstrucción social, económica y política del país. Es de esperar que la MUD y sus componentes estén conscientes de la envergadura de la tarea, que sobrepasa los esfuerzos individuales y partidarios. Se requiere, se exige un liderazgo sólido, serio, responsable.