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Lea este fragmento de ‘El Cerco de Bogotá’, de Santiago Gamboa

Por Santiago Gamboa | 24 de noviembre, 2015

El 21 de noviembre de 2015 el escritor Santiago Gamboa presentó su nuevo libro El Cerco de Bogotá de la editorial Madera Fina en la Libería Kalathos  en Caracas en un acto que contó con palabras del escritor Oscar Marcano. A continuación, presentamos a los lectores de Prodavinci el inicio del primer relato del libro gentilmente cedido por la editorial. 

Portada_EL_CERCO

 

I

Bryndis Kiljan, corresponsal de guerra del Ferhoer Bild de Reykjavik, comprendió que había bebido más de la cuenta al abrir los ojos y notar dos cosas: que no estaba en su habitación, en primer lugar, y en segundo que estaba desnuda. Intentó recordar algo pero su mente, maltrecha, se negó a responder, y por un instante el dolor de cabeza se mezcló con un devorador sentimiento de culpa. Entonces se dio vuelta pero no vio a nadie en la cama, lo que le produjo un cierto alivio. A los pies de un pequeño sofá vio sus calzones y sobre la alfombra el resto de su ropa. El aire olía a cigarrillo y a vodka, también a sudor. Sintió náuseas. “¿Quién habrá sido?” No podía recordar. La memoria le llegaba hasta el final de la cena, cuando fue a beber con un grupo de periodistas recién llegados a Bogotá. Sobre la mesa vio un empaque rasgado de condones Durex y pensó, con alivio, que aún en medio de las más espantosas borracheras sabía mantener las prioridades.

De pronto escuchó un ruido en el baño: alguien bajaba el agua de la cisterna y se lavaba las manos. Supuso que al abrirse la puerta conocería la identidad de su amante, pero cuando esto sucedió quedó aún más intrigada. Era Eva Vryzas, fotógrafa de la agencia Komfax, de Lituania.

—Hola Bryndis —dijo Eva, también desnuda—. ¿Tienes dolor de cabeza? Caray, anoche bebiste como una prostituta de Minsk. Olvidaste tu número de habitación y no encontré la llave en tu cartera, así que te traje a la mía.
—Pero… —dijo Bryndis— ¿por qué estoy desnuda? ¿acaso…?
—No, no te preocupes —respondió Eva—. Los condones no tienen nada que ver contigo. Los usé yo. Estabas tan profunda que ni te diste cuenta. Quien me ayudó a traerte se detuvo un poco conmigo. Pesabas tanto que tuve que dar algo de propina, je je.
—¿Quién fue?
—Bueno, eso es secreto profesional —dijo Eva—. En realidad, estás desnuda porque insististe en ir al baño antes de dormir. Pero nadie te tocó, créeme. Por cierto que fue divertido hacerlo al lado tuyo. Sentí que eras solidaria. Roncabas.
—La verdad es que no me acuerdo de nada —dijo Bryndis.
—Yo preferiría no acordarme —repuso Eva—, pero tengo un ardor muy fuerte. El de anoche era una verdadera bestia, un chimpancé con miembro de elefante.

El ruido seco de un obús las devolvió a la realidad. Entonces volvieron a escuchar el eco de los tiros. Las ráfagas.

—¡Arriba! —se animó Eva—. La guerra nos espera.

Bryndis se levantó viendo estrellas y maldiciendo. Luego fue a su bolso y extrajo una polvera.

—¿Quieres?

Se metieron cuatro rayas de cocaína, aún desnudas, con los rubios cabellos húmedos del sudor de la noche, y luego intentaron poner algo de orden en el cuarto. No podían abrir las ventanas para que saliera el vaho agrio del alcohol, el sexo y los gases orgánicos, pues los francotiradores, apostados en los edificios cercanos al cerro, podrían verlas. Casi nunca disparaban hacia el hotel, pero no había por qué darles la oportunidad de hacerlo por primera vez. Afuera los colombianos se mataban y las dos mujeres, bellas periodistas, célebres por sus notas aguerridas, estaban en muy mal estado. Eva extrajo un tubo de crema, se llenó los dedos con un líquido baboso y lo esparció en la parte interna de sus muslos, adquiriendo, de inmediato, una expresión de alivio. Bryndis encendió un cigarrillo, tomó un sorbo de vodka de una botella semivacía, olvidada debajo del sofá, y se preparó otra raya de polvo blanco.

—Voy a ducharme a mi cuarto —dijo Bryndis—. Gracias otra vez. Eres una buena amiga. ¿Qué tal va eso?
—Mejor, ya está pasando.
—¿No vas a decirme quién…?
—Fue agradable mientras lo hacía —respondió Eva—. Pero no te lo diré, a menos que sea necesario.
—Me alegro de que ya no te duela. Nos vemos luego.

El corredor del hotel Tequendama, a esa hora de la mañana, era una espectral galería de luces y sombras. Alguien había cubierto los ventanales con tela asfáltica de modo que no se viera hacia adentro, pero el sol se colaba por las comisuras creando chorros de luz que parecían rayos artificiales, linternas al fondo de una caverna.

La ciudad estaba sitiada hacía siete meses. Las fuerzas de la guerrilla habían logrado tomarse la zona sur de la ciudad, estableciendo un frente en la avenida de los Comuneros, lo que les daba el control de un tercio de Bogotá, y, sobre todo, de la Autopista Sur; por el occidente habían entrado hasta la avenida Boyacá y una parte de los cerros de Suba, y por el oriente hasta los cerros de Guadalupe, Monserrate y El Cable. Por el norte, las primeras trincheras estaban en el Tercer Puente. Bogotá estaba cercada. Al menos tres millones de capitalinos habían huido hacia las regiones gubernamentales, es decir las zonas costeras del Caribe.

Desde las posiciones altas de los cerros, con nidos de ametralladoras y lanzagranadas, obuses y bombonas de gas repletas de tuercas –un arma no convencional, deplorada por los enviados de Naciones Unidas, que la guerrilla seguía usando en recuerdo de los inicios del conflicto–, los subversivos tenían un control estratégico de todo lo que sucedía en Bogotá. El ejército se defendía con las uñas, pero las armas escaseaban. El gobierno había huido a Cartagena de Indias y mantenía diálogos de paz con el secretariado de la guerrilla, aunque reinaba el pesimismo. La aviación, cada tanto, bombardeaba las posiciones de la guerrilla en los cerros y esto traía breves periodos de calma, pero les era imposible soltar bombas sobre los frentes urbanos.

Los paramilitares, que peleaban con milicias civiles contra la guerrilla, pero también contra el ejército nacional, se habían tomado el aeropuerto El Dorado y, de hecho, la prensa internacional debía obtener de ellos un visado para aterrizar en Bogotá en cualquiera de los aviones de Naciones Unidas que traían el suministro de ayuda humanitaria. De la zona bajo su control se oían cruentas historias que Bryndis y Eva habían transmitido a sus respectivos medios de prensa: sindicalistas colgados de la lengua en los postes, líderes comunales emasculados, profesores de izquierda fusilados después de horribles torturas: uno de ellos con el pene seccionado por cuchilla de afeitar, algo que, por primera vez, hizo vomitar a Bryndis.

En los frentes directos de guerra entre los paramilitares —llamados “paras”— y la guerrilla, también se veían horribles atrocidades. Los paras habían inventado una catapulta con la cual podían lanzar, a cuatrocientos o quinientos metros de distancia, cadáveres sobre la zona enemiga. Cada vez que sorprendían a un sindicalista, espía o a cualquier sospechoso de haber tenido un pasado de izquierda, éste era ajusticiado y luego catapultado al bando enemigo con el cuerpo cargado de bombas.

La plaza de Bolívar era un terreno baldío repleto de cráteres y escombros, pues ahí la lucha había sido fuerte. El Capitolio Nacional, el Palacio de Justicia y la Casa de Nariño mostraban sus vientres reventados. La gente, en un acto de suma desesperanza, había saqueado lo que quedaba de las antiguas oficinas, de los amplios salones y aforos. En sus ruinas, los mendigos se protegían de la lluvia y del frío haciendo fuego con viejos legajos. El gobierno, al principio de la guerra, intentó defender la sede histórica y esto avivó la destrucción. Llovieron bombas desde las montañas, hubo atentados ciegos, se ametralló sin piedad el centro de la ciudad hasta que no quedó un alma. El ejército logró repeler los ataques, pero la antigua zona del poder quedó reducida a escombros, un paisaje lunar de detritos, muros negreados por el humo, perforaciones de metralla, estructuras metálicas retorcidas por el fuego. En el fragor de los incendios, las llamas fueron tan altas que algunos bogotanos recordaron lo ocurrido el 9 de abril de 1948, esa memorable fecha de destrucción a mediados del siglo anterior.

En la escalera de servicio del hotel —la única que se usaba, ya que los ascensores estaban en pésimo estado—, Bryndis se encontró con Olaf K. Terribile, corresponsal del diario The Presumption, de la isla de Malta.

—Hola, Bryndis, ¿dormiste bien? —Olaf la saludó acariciándola con los ojos. A pesar de su timidez, la hermosa rubia lo atraía.
—No estoy segura de haber dormido, Olaf —le dijo ella—. Mi cabeza parece un obús a punto de caer a tierra.
—Tengo aspirinas, ¿quieres una?
—No. Una aspirina no llegaría ni a la periferia de mi dolor. El trabajo es lo único que me cura.
—Cuídate, Bryndis. No te metas en la trinchera equivocada.
—No te preocupes, ya sabes que la pólvora se asusta conmigo.

Olaf y Bryndis se conocían hacía cuatro guerras –Afganistán, Palestina, Irak y Somalia–, pero Olaf jamás se había atrevido a expresarle sus sentimientos, mucho menos a proponerle algún contacto íntimo, y esto a pesar de haber vivido juntos varios momentos difíciles, como una vez en que Bryndis debió llevarlo alzado, inconsciente, y subirlo a una camioneta de alquiler, en Jalalabad, tras haber sido golpeados por un grupo de manifestantes afganos. Esto de la timidez, en Olaf, parecía un rasgo congénito. Hacía poco, en Belice, había acudido a una ayuda psiquiátrica. Cuando le hicieron el test de identidad respondió lo siguiente:

“Me llamo Olaf Keith Terribile y soy corresponsal de guerra. He vivido en Moscú, Nicosia, Goma y Nairobi, además de Valletta, capital de Malta, mi ciudad natal. Hablo seis idiomas de la rama indoeuropea. Tengo cuarenta y seis años y uso gafas de aumento, pues me aqueja una fuerte miopía. Mi color preferido es el verde por lo que éste representa de esperanza. Soy viudo y no tengo hijos, modo eufemístico de sugerir que estoy más sólo que una piedra en el desierto, admitiendo que las piedras puedan sentirse solas. Ignoro cuál pueda ser el origen de mi timidez. Mi infancia fue feliz y holgada. Jamás me hizo falta nada ni lamenté algo profundamente; jamás fui visto con indiferencia por mis seres queridos. Me gusta el mar, aunque me inquieta. Me hace daño la leche. Mi comida preferida es el cuscús, en primer lugar, y en segundo el pato lacado pekinés. No tengo inclinaciones homosexuales. Me enamoré muy joven de una estudiante polaca de inglés, en Malta, que luego se convirtió en mi esposa. Se llamaba Myla, y digo se llamaba pues murió a los seis años de matrimonio. Myla Posvlo. Por cierto que murió en el parto de la que debía ser nuestra hija. Fue entonces que tuve mi primera ayuda psicológica y que pedí ser corresponsal de guerra en The Presumption. La muerte se metió en mi vida. Yo no la busqué. A partir de entonces he visto cómo trabaja la muerte”.

Olaf llevaba cuatro meses en Bogotá y sus artículos eran leídos con interés por sus compatriotas, que poco sabían de ese lejano país en guerra. Era un profesional serio y pausado. Un hombre bueno que hacía su trabajo con dedicación y que dormía con la conciencia tranquila. Pero le hacía falta alguien a su lado. Y ese alguien, se decía, debía ser Bryndis Kiljan, tan parecida a Myla, tan fuerte y vigorosa.

Al salir a una de las barricadas de la carrera Séptima, frente al hotel Tequendama, Olaf se sorprendió de ver un bus volcado a lo largo de la vía. Había ardido toda la noche, pues estaba bastante chamuscado a pesar de la llovizna; sólo unas pocas llamas lamían aún la carrocería, ennegrecida en la parte trasera.

—¿Qué pasó? —preguntó en español a un soldado, ofreciéndole al mismo tiempo un cigarrillo.

Si Olaf hubiera sabido leer los uniformes del ejército, habría notado que el soldado tenía el rango de cabo primero. No era un hombre joven. Tampoco era delgado, ni atlético.

—No cumplió el toque de queda —respondió—, creo que le dispararon los nuestros. Creo.

Olaf se llevó la mano a la barbilla. Luego extrajo una libreta de notas y un bolígrafo. Escribió la fecha y la hora de la mañana en lo alto de la página y luego tomó un par de apuntes.

—¿Muertos? —insistió.
—No, sólo dos heridos. Al parecer iba vacío.
—¿Se dirigía al sur?
—Sí, creo que sí. Yo llegué una hora después y me lo contaron.

Olaf levantó la cabeza y vio, sobre el pavimento, la marca del frenazo. Dos líneas paralelas de caucho que hacían una ese y morían al lado de los hierros retorcidos.

—Es extraño, ¿cierto? —pensó Olaf en voz alta.
—Sí. Salir en toque de queda con un bus y dirigirse al sur, a la boca del lobo. Es raro.
—¿Y los heridos?
—Están detenidos.

Olaf iba a preguntar si eran colombianos, pero la pregunta le pareció estúpida. Todos, en esta absurda guerra, eran colombianos.

—¿Se sospecha de ellos?

El soldado lo miró con picardía. Luego vigiló los dos lados de la avenida. Un grupo de mandos conversaba en la esquina, en un nido de ametralladoras. Era el único que protegía la entrada del hotel.

—Esa pregunta es demasiado difícil para un solo cigarrillo.

Olaf sacó un par, se los puso en el bolsillo de la camisa y le dio el resto del paquete. El uniformado los contó, encendió uno y dijo:

—Si están detenidos es porque se sospecha de ellos, ¿no cree?

Olaf continuó mirándolo, sin afirmar o negar. Su cara parecía decir: “algo más, tiene que decirme algo más”.

—Parece, y esto que quede muy claro, parece –continuó diciendo el militar–, solamente parece, que eran soldados y que llevaban armas para venderle a la guerrilla.
—¿Armas gubernamentales para la guerrilla? –preguntó, retóricamente, Olaf–. Esto sí que suena interesante. ¿Sacaron las armas y luego destruyeron el bus? ¿Cómo fue?

El soldado se acercó a Olaf.

—Respondo a esta pregunta y luego se acaba el trato, ¿me entiende?

Volvió a mirar a su alrededor. La llovizna se había convertido en aguacero; un pequeño riachuelo limpiaba el asfalto.

—Sí, lo entiendo –dijo Olaf–. Sabré pagar la información que me dé, si de verdad es valiosa.
—El bus iba sin luces, pero le dispararon desde el cerro. Los mismos guerrilleros se lo bajaron, ¿serán güevones? A lo mejor los del Frente de Monserrate no sabían nada. En fin, algo muy raro.
—Si me averigua algunos datos yo se los compro –dijo Olaf–. Por ejemplo: quién disparó exactamente, quiénes son los tripulantes del bus; si son militares, qué grado tienen; si iban a vender las armas, cuál era el precio…  Estoy en la habitación 1124. Me llamo Olaf K. Terribile. Soy maltés.
—¿Maltés? —preguntó el soldado—. ¿Y eso qué quiere decir?
–Sólo que vengo de muy lejos, amigo. No se olvide, habitación 1124.

El soldado lo vio irse. Poco después llegó un teniente, hecho que lo obligó a cuadrarse y a hacer el saludo golpeando tacones y llevándose una mano a la sien.

—¡Cabo primero Emir Estupiñán, mi teniente, reportando que no hay nada que reportar, mi teniente!
—Descanse, cabo, y no se tome tan a pecho las reglas. ¿Usted es reservista?
—Sí, mi teniente, reservista en tercer grado. Antes de la guerra fui empleado público en las oficinas de Catastro. Por mi formación me dieron el rango de cabo primero.
—Pues lo felicito, cabo. Así le está cumpliendo al país.
—Gracias, mi teniente, aunque con todo respeto, preferiría seguirle cumpliendo desde mi modesto escritorio de funcionario. Si estoy aquí es por obligación.
—Todos quisiéramos volver a la vida de antes, cabo –dijo el superior–. Pero una guerra exige sacrificios.
—Una pregunta, mi teniente, si no es indiscreción –dijo Estupiñán–: ¿Y usted cree que la estamos ganando? Quiero decir, ¿la guerra?
—Esto es como en una partida de billar, cabo. Uno puede ir perdiendo por cinco carambolas y de pronto ganar de una sola tacada. Nunca se sabe hasta el final. Por eso hay que estar bien concentrado. Igual que en la vida.
—Buen ejemplo, mi teniente —dijo Estupiñán—. ¿Tiene usted, por casualidad, formación humanística? Lo digo por la precisión de su comentario.

El teniente se alisó un bigotito. Dejó escapar una sonrisa de orgullo y pateó un trozo de cemento hasta el chorro de agua que corría por el borde del andén.

—Siempre fui bueno en filosofía, cabo. Gracias por el cumplido.

El cabo Estupiñán caminó detrás del superior y levantó un dedo.

—Teniente, teniente… —le dijo—. Yo no soy tan bueno como usted en filosofía, pero en cambio me fascinan los enigmas. Ese bus, ese que está ahí volcado. Llevaba armas, ¿no?
—Sí, cabo, qué vergüenza. Si no fuera por el respeto que le debo a este uniforme, me largaría –dijo ofuscado–. Compañeros, hasta superiores que venden armas al enemigo. De no creer.
—Tiene razón, teniente, al mando debería haber gente como usted, con todo respeto —enfatizó Estupiñán—. Gente que quiere al país. Y dígame, ¿quiénes son los detenidos?
—Dos zarrapastrosos, un par de malparidos sin importancia. Lástima que no los mataron, era lo que se merecían. Y eso que llevaban uniforme.
—Sí, se lo merecían, teniente, aunque la ventaja de que hayan quedado vivos es que se les pueden sacar nombres. ¿Los tienen en el Cantón Norte?
—Sí, allá los tienen, en el hospital —dijo el superior—. ¿Sabe qué es lo único que me tranquiliza, cabo? Saber que esas gonorreas de guerrilleros son peores que nosotros. Imagínese, los del Frente de Monserrate sabían del bus; le dispararon para que las armas no le llegaran a los del Frente de Ciudad Bolívar. Resulta que los comandantes están enfrentados, ¿se imagina el bollo?
—Pues menos mal que es así, mi teniente —dijo el cabo Estupiñán—. Por allá en Ciudad Bolívar la cosa está que arde. Tengo un conocido…

Una ráfaga de metralla interrumpió a Estupiñán. Los dos uniformados dieron un salto, buscando protección detrás de un morro de tierra y cascotes de cemento.

—¡Hijueputas…!—dijo el teniente—. Disparan para hacer ruido. Se ve que tienen munición de sobra. Y nosotros contando las balas.

El cabo Estupiñán se quedó solo y encendió un cigarrillo. En ésas estaba cuando vio acercarse, entre las barricadas de automóviles volcados y las láminas de acero, a un grupo de jovencitas muy maquilladas, con atrevidas minifaldas. Se dirigían al hotel. Cuando pasaron al frente, Estupiñán sintió rabia. Eran ex universitarias buscando clientes entre los periodistas extranjeros y militares de Naciones Unidas. “Es lo peor de la guerra”, pensó Estupiñán, “la necesidad las obliga a bajarse los calzones por muy poco; treinta, cuarenta dólares al máximo”. Casi todos los corresponsales permanentes tenían novias pagadas, y las intérpretes redondeaban el salario metiéndose en la cama con los jefes. La guerra era así.

Santiago Gamboa 

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