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La ofrenda que no se marchita; por Rodrigo Blanco Calderón

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París vista desde Notre Dame, Francia. Fotografía de Sylvain Courant. Haga click en la imagen para ir a su perfil en Flickr

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El 29 de junio de este año, me enteré de que me iba a vivir a París. En las semanas siguientes cerré el pequeño anexo donde residí durante cinco años, boté ropa vieja, regalé libros y me deshice de todo lo que pudiera estorbar mi nueva vida. De los desprendimientos, el más importante, el que me ha acercado más al nirvana, fue haber cerrado mi cuenta de Twitter, la única red social en la que aún participaba.

Los tres días siguientes sentí una ansiedad de fumador que abandona el vicio. Los tuits continuaban emergiendo de mi cabeza, pero ya no tenía la plataforma para publicarlos. Había abandonado voluntariamente el reino de la autocomplacencia y me dirigía “al desierto de lo real” (Morpheus dixit).

El desierto, por cierto, era bastante parecido a mi cotidianidad de los años 2005 o 2006, cuando el mundo (o una parte de él) aún no había sido atrapado en las redes sociales. Experimenté una grata sensación de extranjería sin haber siquiera abandonado la ciudad. Recuperé una forma de leer que no sabía que había perdido: la de la lectura continua, atenta, profunda. Esa que hace conexiones (verdaderas conexiones) con otros libros y con otras personas; que no se ve interrumpida por la necesidad reporteril, o simplemente histérica, de que el mundo sepa, a cada instante, qué estamos pensando, haciendo o diciendo.

Entre esas lecturas, dos han sido decisivas: Friedrich Hölderlin y Rafael López-Pedraza.

En Hiperión está la frase más conocida, quizás, de Hölderlin: “El hombre es un dios cuando sueña, un mendigo cuando reflexiona”. Freud no relacionaba la sensación de divinidad con lo onírico sino con la tecnología. En El malestar en la cultura dice que el hombre, gracias a la tecnología, es un dios con prótesis. Bastante vistoso cuando está armado de todos sus aparatos y muy desasistido cuando se ve privado de ellos.

La relación entre mendicidad y reflexión, o, entre la desposesión y un sentido de la condición humana, la vivió el propio Hölderlin como una marca que decidiría su genio y su tragedia. Stefan Zweig, en La lucha contra el demonio, narra con fascinación el regreso de ese indigente que hizo el camino a pie desde Burdeos hasta Stuttgart y se presentó a sus conocidos diciendo “Soy Hölderlin”, para luego vivir encerrado y delirante en una torre de Tubinga durante treinta y siete años.

Por su parte, Heidegger da con una descripción precisa de la encrucijada en que se coloca el poeta alemán y que es la vez una bifurcación de caminos de nuestra época: “al fundar Hölderlin de nuevo la esencia de la poesía comienza por hacer un nuevo y determinado tiempo. Es el tiempo de los Dioses idos, y del Dios por venir. Y es éste tiempo de indigencia, porque se halla en una doble carencia y con un doble no: en el no más ya de los Dioses idos, en el aún no del Dios por venir”.

Este “aún no” describe muy bien nuestro tiempo. Un lapso de espera donde no se sabe si el Dios de la propia fe o el Dios de los otros es el que decidirá el destino.  Me parece que, en parte, a esto se refiere López-Pedraza en la tesis central de su libro Ansiedad cultural, cuando afirma: “la psique occidental siempre ha vivido en la ansiedad provocada por el conflicto constante entre las mitologías paganas –los numerosos dioses con sus imágenes diferenciadas– y el Dios único y carente de imagen del monoteísmo. Es una ansiedad que surge de un conflicto de culturas. Por lo tanto, siempre ha existido lo que yo me atrevería a llamar ansiedad cultural. Los conflictos más profundos del hombre son culturales y esto es algo que la psicología no puede eludir”.

Aunque concebida como una invitación a los psicólogos para profundizar su capacidad de indagación en el ser humano, la tesis de la ansiedad cultural nos interpela a todos, para tratar de comprender cómo se actualiza este conflicto entre monoteísmo y politeísmo en cada uno de nosotros.

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Los sucesos ocurridos el 13 de noviembre de 2015 en París, en los que más de ciento veinte personas murieron en diversos atentados del grupo terrorista ISIS, son una alarma global para asumir, entre otros, el reto lanzado por Rafael López-Pedraza. Un reto que me parece consiste en intentar comprender la naturaleza de lo que el mundo está enfrentando, más allá de los datos meramente informativos: ¿Qué cosa es ISIS? ¿Cómo surge algo así entre los seres humanos? ¿Qué nos está diciendo este drama de nosotros mismos?

Para responder a las dos primeras preguntas, recurro al primero de los ensayos del libro Ansiedad cultural, de Rafael López-Pedraza, que trata “Sobre titanismo”. Allí, López-Pedraza cita a Platón, para quien “los titanes eran un enigma, pues no eran ni dioses ni hombres y, para nosotros, lo que solemos llamar naturaleza titánica sigue siendo un enigma también”. Acudiendo a diversas fuentes autorizadas, tanto clásicas como contemporáneas, López-Pedraza señala una primera dificultad al momento de lidiar con lo titánico, que podemos asumir también como un primer rasgo: su condición enigmática, oscura y marginal. Esta dificultad, por enigmática que sea, no sorprende, pues como bien lo señala López-Pedraza, los titanes pertenecen a un tiempo anterior a toda representación y a todo culto. Encarnan un primitivismo anterior a la generación de los dioses Olímpicos. Son, como los define Kerenyi, unos “dioses todavía salvajes, y no sujetos a ley alguna”.

Esta imposibilidad de representación de lo titánico en nuestras mentes, volvemos a sentirla en la parálisis que nos atrapa para tratar de entender esta oleada de terrorismo. Saber que ISIS tiene su origen en Al-Qaeda, repasar la mortandad brutal que azota a Siria en los últimos años, recordar los desaciertos de la política exterior norteamericana, son argumentos insuficientes para captar lo que aquí y ahora está sucediendo. El horror perpetrado por estos terroristas excede cualquier imagen o explicación, del mismo modo que lo excedieron los crímenes del Holocausto alemán, que son objeto de constante reflexión todavía. El titanismo, si no he interpretado mal a López-Pedraza, es un exceso que desborda el mecanismo jungiano de contención y de comprensión del ser humano: los arquetipos. Es lo que resiste al reino de la imagen, del culto y, por lo tanto, agregaría yo, de la comprensión.

Este desbordamiento, sin embargo, no implica que el titanismo, incluso expresado en un nivel como el de ISIS, sea algo ajeno a nosotros. En otro de sus libros, Dionisos en exilio, López-Pedraza recuerda la leyenda órfica del nacimiento de Dionisos, quien fue devorado por los titanes, los cuales fueron fulminados por el rayo de Zeus y de cuyas cenizas se hizo al ser humano. Estas cenizas permanecen en el río oculto de nuestra sangre y de nuestros huesos, del mismo modo que, según la mitología, los titanes permanecen encadenados al centro de la tierra.

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Al día siguiente de que me aprobaran el contrato doctoral para Francia, el 30 de junio, Luisa, mi esposa, tuvo un sueño: se encuentra en el metro de París y hay un atentado terrorista. De milagro escapa y me llama por teléfono.

De acuerdo a los planes, debíamos haber llegado a París a finales de septiembre. Una serie de imprevistos burocráticos, protagonizados por una incompetente secretaria francesa, nos retuvieron hasta la tercera semana de noviembre en Caracas. Al ver las noticias de los atentados, no pude sino agradecer a aquella secretaria (de nombre y apellidos árabes, por cierto) el haber obstaculizado los trámites de mi visado.

Yo, escéptico por naturaleza, empecé a creer un poco más en las sincronicidades y recordé el consejo que el sirviente le dice al casto Hipólito, en la tragedia de Eurípides: “hay que honrar a todos los dioses”. Como una consecuencia de esto, y movido además por la necesidad de informarme, volví a las redes sociales por “interpósita persona”. A través de la cuenta de Twitter de un amigo, repasé durante horas las noticias. También, por el Facebook de Luisa, me fui enterando de parte de la reacciones de la gente a los sucesos. Logré informarme, pero también recordé por qué había decidido cerrar mi cuenta en Twitter.

Las reacciones de la mayoría de las personas acentuaron mi ansiedad. A diferencia de lo planteado por López-Pedraza, sólo percibí un conflicto entre diversas formas del monoteísmo. Unos actos terroristas desencadenando, como una reacción homeopática, expresiones de un pensamiento único, sin ningún atisbo de reflexión, introspección o recogimiento.

En “Conciencia de fracaso”, otro ensayo fundamental incluido en Ansiedad cultural, López-Pedraza establece un vínculo esclarecedor entre la histeria y lo que llama “el animus opinante”, es decir, “esas opiniones superficiales concebidas desde ese pseudo logos que es el animus y que tragamos, por así decir, y pasamos a nuestro sistema de vida a pesar de lo conscientes que podamos ser”.

Junto a esta descripción, López-Pedraza aclara el concepto de histeria del cual parte y que no es otro que el planteado por Jung en 1908, donde se concibe a la histeria como “una plataforma donde rebota cualquier acontecimiento, impidiéndole tocar los complejos, para activarlos o animarlos, para hacer posible la vivencia psíquica al transformarlos en experiencia”.

A riesgo de literalizar lo que en la práctica y en el discurso psicoanalítico son imágenes para aprehender instancias inefables, veo en las redes sociales una versión literal de esta plataforma de la superficialidad que sería para Jung la histeria.

De manera simultánea a los acontecimientos, las redes nos impulsan a emitir una opinión súbita, sin haber tenido el tiempo suficiente de medir el impacto que esos acontecimientos tienen en nosotros. A esto hay que agregar la propia dinámica de las redes, donde estas opiniones cuentan con las herramientas tecnológicas para transformarse inmediatamente en “tendencias”, forjando en cuestión de minutos lo que antes tardaba décadas, siglos y símbolos en formarse: una matriz de opinión o una creencia generalizada.

Una “tendencia” que me llamó la atención fue la respuesta de muchos usuarios venezolanos al hashtag #PrayforParis, con etiquetas del tipo #PrayforVenezuela o, incluso, #PrayforPetare. En clara alusión a las decenas de miles de venezolanos que han sido asesinados en los últimos años y que no ocupan las primeras planas de los periódicos internacionales ni llegan al efímero reinado de ser una tendencia global en las redes.

Semejante “respuesta” nos dice mucho de ciertos complejos históricos que ya eran tema de discusión en los años treinta y cuarenta del siglo pasado: la controversia latinoamericanista sobre si éramos o no parte de Occidente. Discusión que Pedro Henríquez Ureña, por nombrar a uno solo de los intelectuales de la época, ayudó a dilucidar afirmativamente en los ensayos de su libro La utopía de América.

No comprender el daño espiritual de los ataques del 13 de noviembre y no asimilar el mensaje de ISIS al atribuirse los atentados, donde se describe a París como “la capital de la prostitución y la obscenidad”, es dejar de lado en la interpretación de los hechos la dimensión histórica y simbólica: dejar de lado todo lo que ha representado Francia y, específicamente, la ciudad de París, en la historia moderna. Dimensión que, paradójicamente, la iconoclasia islamista sí capta, pues determina la escogencia de sus blancos de ataque.

Sin embargo, más allá de complejos y provincianismos, el reclamo de atención al drama venezolano debe ser atendido como si fuera un llanto (y, en el fondo, lo es). Parte de nuestra tragedia es que los más de doscientos mil venezolanos asesinados durante el gobierno de Hugo Chávez y durante el mandato actual de Nicolás Maduro, no cuentan con el respaldo de una épica, ni con el correlato de un enfrentamiento entre facciones claramente identificadas y enfrentadas.

Tenemos los despojos de una guerra, pero sin batalla, sin heráldica, sin lemas, sin cantares y sin gesta.

Este no saber a qué nos hemos estado enfrentando, o este sentir que la guerra en nosotros se manifiesta de una particular manera y que esa particularidad la agrava, ha aparecido intermitentemente en algunas páginas de la literatura venezolana de las últimas décadas. José Roberto Duque, en una recopilación de crónicas sobre la violencia de los barrios caraqueños en los años noventa, hablaba de una “guerra nuestra”. Blanca Strepponi, en un cuento titulado Sobre el volcán, se refiere al espacio de Caracas como el lugar de “la guerra ignorada”. Y Héctor Torres, en Caracas muerde, coloca un subtítulo que apunta en el mismo sentido: Crónicas de una guerra no declarada.

Guerra nuestra, guerra ignorada, guerra no declarada.

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En un foto-reportaje realizado un día después de los atentados, Andreina Mujica, fotógrafa venezolana residenciada en París, recoge la impresión de un señor de unos noventa años, quien le dice: “No conozco nada que se parezca a esto. No sé qué guerra es ésta. Ni siquiera conozco al enemigo; pero es una guerra. Eso es seguro”.

Ese adjetivo cambiante, que se nos escapa, elude también al pueblo francés en estos momentos.

Más que disputar por un titular de prensa, o aspirar a que Mark Zuckerberg permita colocar la bandera de Venezuela en el muro de millones de usuarios, se hace urgente, en cambio, darle nombre a lo que a todos los seres humanos nos está sucediendo en estos tiempos de ansiedad.

“¿Para que poetas en tiempo de indigencia?”, se preguntaba Hölderlin en el poema Pan y Vino. En el mismo texto, en un verso anterior, ya escondía la respuesta a modo de paternal reproche:

“así es el hombre; cuando la dicha está a su alcance

y un dios en persona se la trae, no lo reconoce.

Pero desde que sufre, sabe expresar lo que quiere,

y entonces las palabras justas se abren como flores”.

El titanismo y la histeria, como bien lo señala Rafael López-Pedraza, comparten rasgos en común. Son plataformas donde las señales del mundo chocan, impidiendo la conexión con nuestro ser interior. Abortando, por una u otra vía, las posibilidades de hacer alma y de generar experiencia. Y no olvidemos que, para López-Pedraza, experiencia es “estar cada vez más familiarizado con la imaginería del horror”.

Para poder expresar lo que queremos, debemos sufrir y aprender a sufrir, nos parece decir Hölderlin. Sustituir el derroche de palabras por las palabras justas, que sólo al ser cultivadas y escogidas en soledad podrán abrirse como flores. Y así entregar una ofrenda que no se marchite.