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Perán Erminy: “No creo que el crítico tenga que ser un paranoico”; por Carlos Egaña

Por Carlos Egaña | 29 de octubre, 2015
Perán Erminy “No creo que el crítico tenga que ser un paranoico que se cree perseguido”; por Carlos Egaña

Perán Erminy

Perán Erminy siempre ha estado ahí, y nunca expresando una visión complaciente. Estuvo junto a Los Disidentes en los años ’50, enfrentándose a un Círculo de Bellas Artes demasiado conservador para el gusto de las nuevas generaciones. Estuvo junto a El Techo de la Ballena en los ’60, grupo vanguardista que en su momento polemizó bastante y que sigue siendo objeto de polémicas. En 1974 se enfrentó a la creación de la Galería de Arte Nacional (GAN) y contemporáneamente vocifera su desacuerdo con las políticas culturales del gobierno cuando se le da la palabra. Aun siendo un crítico de arte un tanto tímido —los pocos textos suyos que se pueden conseguir son, en su mayoría, acompañantes de catálogos—, Erminy ha sido un rebelde en todos los estadios de su vida. Un verdadero revolucionario, hasta se podría decir, en contraste con los hombres de su tiempo que han optado por apegarse a un establishment. Pero más allá de todos estos epítetos, Erminy es un hombre indagador. No teme en escarbar su pasado y condenar sus acciones más cuestionables, ni en estrechar su mano a quien quiere comprender el presente. Es una lástima que sus ideas no hayan sido plasmadas, hasta el día de hoy, de forma coherente y estructurada, pues este personaje, para muchos de fondo, da para ser comentado por cualquier venezolano interesado en el ámbito cultural. Esta entrevista tiene como función hacer visible ese posible rol protagónico.

¿Existe una identidad latinoamericana presente en las artes plásticas del continente?
Existen varios tipos de identidades latinoamericanas en nuestras artes, con definiciones que han variado según las épocas a las que correspondan y las tendencias artísticas que expresen. Las definiciones de mayor aceptación teórica han sido las de Darcy Ribeiro, de García Canclini. Desde hace unas décadas, el tema se ha vuelto muy controversial y variado: además de mezclarse con problemas no artísticos —como los horrores del terrorismo teológico musulmán—, las nuevas identidades artísticas nuestras varían desde el latino-americanismo vergonzante de los argentinos, que se lamentaban de haber nacido tan lejos —¿lejos de qué?—, hasta la inventada y absurda del arte endógeno, que quiere imponer el chavismo en toda América —lo de latina o hispánica es discutible también—. Esta identidad no es más que una copia ridícula del arte oficial de Stalin y de Hitler; es decir, del realismo socialista de Stalin y del realismo nacionalsocialista de Hitler. Este arte endógeno, perverso, incluye por supuesto el ineludible culto a la personalidad, a la sacralización del caudillo. Entre esos dos modelos extremos, hay varios otros latino-americanismos de moda, como los que se fabrican más o menos por encargo para la exportación. Unos hacen obras baratas para los turistas y otros de lujo para los coleccionistas de galería; unos son típicos y exóticos, otros son universales y de vanguardia, digitales y conceptuales, pero con algún rasgo diferente, tropical o selvático. El más insólito ejemplo de esto último es el de nuestra máxima expresión artística. Nuestra famosa Orquesta Sinfónica Juvenil, bajo la batuta de nuestro gran Dudamel, cuando interpretó para el público musical más exigente en Alemania y en Austria una pieza de Pérez Prado —que no estaría fuera de lugar, pero la ejecutaron disfrazados de banderas venezolanas, bailando en pleno concierto; y el público fascinado se puso de pie, aplaudió y gritó con entusiasmo No esperaba tanto. Antes era el arte desaforado del Buen Salvaje, pero existe también otra clase de arte latinoamericano, de gran arte, que sentimos como el más universal y el más nuestro posible, tal vez por ser al mismo tiempo el más profundamente local y regional, arraigado en su origen. Me refiero a las novelas de Juan Rulfo. No es una excepción, hay unos cuantos más como él. Aquí tenemos a Bárbaro Rivas, a José Ángel Lamas, a Rafael Cadenas, a Reverón, al pintor del Tocuyo, a Mario Abreu y a tantos otros.

Desde los cuadros de Tito Salas y Arturo Michelena hasta las instalaciones de Carlos Cruz-Diez y Jesús Soto, se ha comentado que las artes visuales “populares” en Venezuela suelen acompañar un discurso político —por su contenido o por su promoción, respectivamente. ¿Está Ud. de acuerdo con tal noción? Frente a esto, ¿cómo ha de actuar el artista que no está de acuerdo con tal acompañamiento?
En la pregunta hay términos que se prestan a equívocos. Se convino en llamar arte popular, a falta de otra expresión más adecuada, menos difusa, al tipo de arte que se había calificado de un modo errado del gusto, como ingenuo o naif. Y que a veces se sigue llamando primitivo, como ocurre en la Revolución Cubana y en Francia. Este es el peor de los términos; tiene un sesgo despreciativo, ofensivo… En todo caso, ni el arte popular ni el arte culto, a falta de otra palabra, mantuvieron ningún vínculo de asociación que las comprometiera de algún modo con un discurso político o ideológico. Al contrario, el gobierno no se ocupaba del arte ni los artistas se ocupaban del gobierno. El Estado no tuvo en Venezuela ninguna relación institucional con las artes hasta mediados del siglo XX. El único sector político que manifestó interés por la política y por las artes, fue el Partido Comunista. Esto, para someter a los artistas a su influencia política, inculcándoles la utopía de una imaginaria revolución social y sus postulados ideológicos-marxistas. Pero siempre fueron muy escasos los artistas que se dejaron seducir por aquel sueño de un mundo igualitario. Sólo hasta finales de los años ’50 del siglo pasado, cuando comenzó la década de la violencia, los jóvenes —sobre todo los estudiantes y unos cuantos artistas— se acercaron a la militancia política subversiva. Los artistas siguieron manteniendo algún tipo de autonomía y su relación con las ideologías en curso no eran determinantes.

¿Debe el arte fungir como escape? ¿O debe su contemplación, más bien, instar al espectador a tomar acción sobre su contexto?
El arte siempre ha tenido, y ahora más, la presencia del contexto. Ya no es el contexto, sino los contextos. Y ahora esa relación es casi como de dependencia de uno con el otro; los artistas no pueden obviar su relación con los contextos. Y esa relación implica como una especie de interdependencia. De manera que el arte, en su contenido discursivo, está sujeto a las relaciones tan estrechas del artista con su medio. Mantiene de todas maneras, quiéralo o no, cierta autonomía frente a eso. Algunos tratan de mantenerla al máximo: a veces es como un escape, refugiarse, salvarse de lo político en el arte. Esos casos ya rayan en lo patológico. Hablar de esos términos psicologistas en el arte se volvió más frecuente: los artistas, que tienen cierta tendencia a los estados depresivos, salen de ellos al refugiarse en el arte. Algunas tendencias artísticas desde antes del arte abstracto, se planteaban la necesidad de lograr la mayor autonomía posible, entendiendo más bien autonomía con libertad. A comienzos del siglo XX, con cierta influencia de las llamadas vanguardias históricas, predominaba el paisajismo del Círculo de Bellas Artes. Ese paisajismo no es realista: forzaban un poco lo que se veía para expresar su tema de un modo puro. Decían hacer valer su realidad de la manera más real posible, lo cual no correspondía con lo hacían. Por ejemplo, no es que los paisajes del Ávila de Cabré lo muestren como es, sino que lo despojaban de toda cosa que pudiera confundir su visualidad, el alumbrado eléctrico, los ranchos, la basura, las figuras humanas. Los colores que se pintaban no eran los del Ávila, sino eran unos acentuados, estilizados… Entonces, como la relación con el contexto es inevitable, uno supone que quien mira el arte lo está absorbiendo, y ha de reconocer lo que se está representando y cómo se le representa. Eso nos da un acercamiento mayor a la relación contextual. Y en la medida en que se hace más presente la fuerza de los contextos, se nota la relación con la pintura —la pintura no puede liberarse de la relación interdependiente con el contexto. En la pintura es más difícil hacer elocuente lo representado para actuar sobre el contexto. Veo el cine o la literatura más apropiados para ello. Cualquiera que vea El gabinete del Dr. Caligari puede entender una metáfora del ascenso sobre el nazismo, representada en la demencia social de los personajes— Alemania enloquece y contagia al resto de Europa.

En una famosa polémica que sostuvo con Alejandro Otero, Miguel Otero Silva afirmó que los artistas abstractos “despojan a la pintura de su temática humana, la manifiestan en un lenguaje arquitectónico y la transforman en una simple fórmula infusa.” ¿Considera precisa esta crítica? ¿Acaso el arte pierde valor al integrarse con la arquitectura y el urbanismo?
Por un lado, eso de despojar la pintura de su temática humana está mal concebido. Es evidente que se despojaba la presencia de la representación de la figura humana, que se reconozcan los cuerpos de la gente. Es imposible que una obra de arte se despoje de su contenido humano: una obra de arte, que media a un ser humano comunicándose a otro ser humano, posee una temática humana. No lo hacía el abstraccionismo del momento; al contrario, quería acentuar la diferencia entre lo que es natural y lo que es propiamente humano, lo racional. El arte, una creación del hombre, más bien aumenta lo humano… Habría que señalar también que el arte siempre ha estado integrado con la arquitectura y el urbanismo. Todas las cosas que pasan, ocurren dentro de la ciudad, dentro de la arquitectura. La arquitectura es el espacio que trata de adecuarse lo más posible para cumplir las mejores condiciones de lo que hace el ser humano. Eso implica una relación de dependencia entre el continente urbanístico y el contenido de las artes. Los argumentos de Miguel Otero, en este caso, son bastante confusos. Se prestan a interpretaciones que los reducen al absurdo.

En una entrevista que le hizo El Universal el 2011, usted sostuvo que “la misión de un tipo crítico es criticar sin dejarse atrapar.” ¿Es válido, entonces, que el crítico adopte el anonimato para evitar la persecución y asegurar la continuidad de su discurso?
No recuerdo cómo fue mi respuesta en esa entrevista, y si esa frase que se extrae resume bien o altera un poco lo que quise decir. En todo caso, no creo que el crítico tenga que ser un paranoico que se cree perseguido, ni un cobarde que oculte su responsabilidad para evitar problemas. Yo he tratado de ser lo contrario, pero por eso me he visto tantas veces censurado, botado de los medios de comunicación, excluido de todos los ámbitos de poder y encarcelado como culpable de mis opiniones culturales.

Recuerdo que el venerado maestro Vicente Emilio Sojo, autoridad suprema en la música, ordenaba botarnos de la Radio Nacional y prohibía los programas en los que, con Alberto Brandt, dábamos a conocer la música de los últimos cien años, a partir de Wagner, como la Escuela Vienesa, la música atonal, la dodecafónica, la serial y la de otras corrientes renovadoras. Luego prohibió las formas nuevas del jazz, y después la música de la India, la del gamelán de Bali, las de África y todas las expresiones de la etnomusicología, porque el creía que contrariaban sus concepciones retrógradas de la música tradicional criolla… Otros tantos maestros Sojo —que los hay de sobra en el país— hacían lo mismo con las artes plásticas, las artes escénicas, las literarias y por todas las artes y las culturas modernas. Por esas razones me excluyeron de todo el sistema educativo y cultural del país. No tenía derecho a mi título de bachiller ni a continuar dando clases ni a inscribirme en la universidad. Y por último, me excluyeron del país. Por todo ese despliegue de intolerancia autoritaria y abusiva tuve que aprender a admitir lo inadmisible, como autocensurarme, plegarme, bajar la cabeza, para poder ejercer un poco la crítica, a medias, pensando que era mejor criticar a medias, que no poder escribir nada. Pero, siempre tratando de conservar un poco de dignidad. Aunque ese resto de dignidad se la cobran a uno carísimo por el resto de la vida. Por eso la dictadura militarista actual obliga a las instituciones culturales oficiales a que no me dejen colaborar con ellas, aunque a veces lo necesiten.

Pero nada de eso justificaría el que uno tenga que esconderse en el anonimato, como si uno fuera un terrorista que necesite encapucharse para tirar piedras y dispararle a la gente en la calle. Yo prefiero dar la cara, hasta cuando se pueda, porque no son tan excepcionales los casos de riesgos mortales inminentes, como los de la exterminación de los judíos durante el nazismo o las víctimas de la inquisición o los judíos y musulmanes después de ser excluidos de España. Ahora, aquí en Venezuela, vamos acercándonos a esas situaciones de riesgo extremo, entre las cuales la prioridad es la de sobrevivir.

Alguna vez Luis Pérez Oramas asimiló la imagen del museo a la del mausoleo o el cenotafio, describiéndolo como “aquello que suple el vacío o el olvido, la inadvertencia o la desestima de las obras de arte y (…) lo que permite y acomete una nueva mirada sobre ellas.” ¿Es, en efecto, el museo análogo a tales monumentos —tan propios de un cementerio?
Creo que Pérez Oramas exagera un poco con ese símil. Lo mortuorio, lo fúnebre parece darle un tono peyorativo. Entonces pierde algo. Pero si uno ve la Historia del Arte, tal vez las obras maestras del arte son monumentos funerarios. La aspiración de eternidad y trascendencia como sueño del artista, se expresa en una forma inmejorable en monumentos como las pirámides de Egipto. La muerte lleva en sí el terror al vacío y a la nada. De tal forma que estos monumentos, contrariándola, muestran un aferramiento a la vida. El culto a la muerte es, más bien, un culto patológico extremo a la vida… Por otro lado, el quehacer artístico lo distancia a uno de la mentalidad corriente. Normalmente la gente se altera un poco por la creación artística: como si ésta debiera algo a un deseo de trascendencia. Esto tiene alguna relación con ese estado de angustia frente a la realidad, que intenta de trascenderla. La creatividad parece ser una manifestación contra la locura; el cuerpo del artista sabe desviar sus tensiones para evitar la locura. El hecho artístico tiene una cantidad de elementos terapéuticos.

El museo al que se refiere Pérez Oramas, el de 1700, que expone las galerías privadas de la nobleza, es una conquista social importante. Abre al público una cantidad de obras que amplia la posibilidad del disfrute de las artes. Pero había otros museos, de Artes y Oficios, de Los niños, que más bien exaltaban lo vivo y lo presente… El museo actual no tiene esa cualidad de cementerio de arte: tiene el reto de hacer las cosas que lo rodea museables. De mostrar qué es arte y qué no; hasta dónde puede llegar el arte; qué se puede integrar al arte. El museo actual puede ser una ciudad entera, que convierte todo lo que tiene dentro en arte. Puede ser el Parque Henri Pittier.

Una escultura, pintura o fotografía requieren de métodos distintos para su elaboración, mas pueden ser vistas en una misma galería sin aparente discriminación o distanciación. ¿Acaso el simple hecho de que todas sean manifestaciones artísticas las equipara? ¿Dónde queda la técnica?
Lo principal es saber que en la creación artística hay un material, hay algo en la naturaleza, hay una piedra, una madera. ¿Hasta dónde la técnica le permite a uno imponer su voluntad a ese material, a la naturaleza? Saber usarla pareciera una de las cosas necesarias para el conocimiento del arte. Miguel Ángel veía una gran roca y se preguntaba qué figura podría contener… Las nuevas técnicas alteran la vida y así, como ramos de contenidos espirituales o morales, éstas aparecen como un factor importantes: las nuevas técnicas de comunicación, por ejemplo, las redes. Estas pasan a ser ampliación de la vida de la gente. La experiencia de servirse de las técnicas para difundir experiencias anteriores, multiplicar la obra, devienen en un arte digital, electrónico. Un arte que se puede hacer en cualquier momento. La técnica así transforma las artes, crea nuevas formas de arte.

Carlos Egaña 

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