Artes

Bodegas de libros; por Antonio Ortuño

Por Antonio Ortuño | 1 de octubre, 2015

Bodegas de libros; por Antonio Ortuño 640

Una de las modalidades de lectura más grata (y barata) que existe es la de leer al amparo de una biblioteca pública. Con un poco de fortuna (es decir, que se encuentren en el catálogo los libros deseados y que no los tenga otro usuario en su poder, cosa que siempre resulta frustrante pero que puede llevarnos a dar con algún otro título inesperado y sorprendente) y un poco de tiempo, la experiencia de sentarse a leer en una de ellas puede ser estupenda. Es verdad que ya no existen ―casi―las egregias bibliotecas con préstamo externo, porque la altísima tasa de robos y el maltrato de ejemplares las hizo mutar o desaparecer, pero algunas de las que funcionan con préstamo interno en la ciudad bien valen la pena darse una vuelta (o más de una). La Juan José Arreola o la Iberoamericana Octavio Paz, por ejemplo, una en Periférico Norte y otra en el Centro, tienen fondos espléndidos e instalaciones más que agradables.

Sin embargo, no son demasiados quienes recurren a ellas por el mero placer de la lectura. Predominan quienes acuden porque se los encargaron de la escuela o porque, de pleno, necesitan alguna referencia para la tarea y carecen de Internet en casa o el dios Google no les resuelve. ¿Han perdido peso cultural las bibliotecas entre nosotros? Sin duda y casi todo el que tuvieron. En épocas en la que se leían proporcionalmente más libros que ahora (es decir, todas antes de la masificación de la televisión, en los años sesenta), la gente buscaba en las bibliotecas entretenimiento y esparcimiento al menos con tanta frecuencia como datos para los trabajos escolares. Eso, aceptémoslo, sucede ahora rara vez.

A pocos les ocurre irse a pasar la tarde en una biblioteca, así sea una tan bien equipada y cómoda como la Arreola, por ejemplo, en la que además de la estantería hay cineclub y hasta almohadones para que se quede uno dormido. Tampoco es que a muchos padres de familia se les ocurra llevar con frecuencia a sus hijos a los cuentacuentos y áreas infantiles: son miles más los que los acarrean a admirar escaparates en los centros comerciales y así nos va.

A la vez, los escasos presupuestos destinados a renovar los fondos editoriales ayudan a que los lectores de hueso colorado dejen de asistir. También, hay que reconocer, el cortocircuito que existe entre la imperante cultura de la digitalidad y las posibilidades tecnológicas de la mayoría de nuestras bibliotecas públicas, desprovistas por lo general de recursos más allá de los impresos. Eso si bien nos va: la mayoría de los centros culturales de los barrios periféricos de la ciudad y las casas de la cultura del Estado directamente no tienen biblioteca. Vaya: todavía no les llega la modernidad y mucho menos la hipermodernidad. En ese punto perdido es donde el Estado debería concentrarse primero: en sostener bibliotecas a la altura de lo contemporáneo, vitales, que no sean meros almacenes de libros.

Antonio Ortuño Narrador y periodista mexicano. Entre sus obras más resaltantes están "El buscador de cabezas (2006) y "Recursos Humanos" (finalista Premio Herralde de Novela, 2007). Es colaborador frecuente de la publicación Letras Libres y del diario El Informador. Puedes seguirlo en Twitter en @AntonioOrtugno

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