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El dedo índice de Trump; por Diego Fonseca

El dedo índice de Trump; por Diego Fonseca 640

En 2011, en un episodio de The Apprentice, tres hombres y una mujer debieron explicar a Donald Trump la mayor derrota en la historia de su programa de TV: los cuatro fueron incapaces de vender una sola pieza de un producto que en Estados Unidos es pan caliente —armas. Trump los dejó pelear, intervino para salar las llagas y, poco después, los despidió. A todos.

Cuando Trump se enfervoriza, sus labios forman una O tensa, como la boca de un pez desesperado por respirar, pero en aquella ocasión su desinterés fue monárquico. La voz no subió un tono, sus manos siguieron reposadas sobre el regazo del esmoquin. Sobre el final del show, con los cuatro expulsados exprimiéndose en el asiento trasero de un taxi, la cámara mostró a un Trump taciturno:

—La vida —dijo— continúa.

Donald Trump es un showman, un empresario listo y agresivo y un pelele. Hay quien le llama clown. Su candidatura es entretenimiento espectacular sostenido por frases provocadoras diseñadas para la primera plana y Twitter. Su discurso revienta de anécdotas donde él es siempre bueno y gana y los demás son siempre malos y pierden. Sus brazos se sacuden teatralmente para remarcar las diatribas que escupe la boca del pez. En The Apprentice despedía a los apestados con su gesto favorito, señalar con el dedo.

El hombre es el único animal que apunta con el dedo naturalmente. Según el psicolingüista Sotaro Kita esa acción revela numerosos procesos biológicos, psicológicos y semióticos: la habilidad de hacer entender a otro algo estirando el índice es un paso en la colectivización de nuestra conciencia individual, pues nos unimos en la atención. Pero mientras que en la mayoría de los casos el índice produce un acto comunicativo y societario, con Donald Trump es un un garrote machacacabezas. Trump enerva el discurso político y fortalece exclusiones y xenofobias cada vez que su dedo divino enfatiza mentiras, exageraciones y promesas que antes su boca de pez sermoneó como verdades reveladas que jamás aclara.

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La expulsión del periodista Jorge Ramos de la conferencia de prensa en Dubuque, Iowa, no tuvo dedo. Trump mantuvo los brazos quietos y envió a su asiento al conductor de TV con un par de rebuznos autoritarios. “Vuélvete a Univisión”, dijo, desdeñoso, para luego girar hacia el salón y pasar la palabra a alguien más —la vida continúa.

La eyección de Ramos, desechado como un aprendiz de su show, demuestra que Trump iza el dedo como estandarte sólo para asuntos de Estado: China, la inoperancia de los políticos o él. Sus seguidores recuerdan su dedo determinante con camisetas estampadas Obama you are fired. Cuando acusó a México de enviar criminales y violadores a Estados Unidos, señaló a su tribuna para recordarle que esa lacra social no era gente de bien como ellos. Y cuando dejó de señalarlos, apuntó a sí mismo e insistió —hosanna— que él sabe cómo hacer las cosas bien. El dedo de Trump dice tanto como su boca.

En semiótica, el índice señala una relación lógica casi intuitiva: si ves humo, supones incendio. El humo de Trump remite a su propio fuego sagrado: Donald Trump habla siempre de su tema preferido, Donald Trump. Sólo él puede hacer grande el país otra vez —Jeb Bush es torpe, Marco Rubio un niñato, Hillary Clinton una pusilánime. Él es un millonario y un ganador que barrerá a ISIS y someterá a los chinos. Él siempre tuvo mujeres inalcanzables; él hace reinas a las mujeres inalcanzables. En el extremo de la autorreferencia, una vez dijo que su hija estaba tan deliciosa que, si no fuera suya, saldría con ella. Cuando apunta hacia él, Trump es un dios peripatético que se procura devotos vanagloriándose de su máxima creación —él.

En su trabajo Por qué odio mi dedo índice, el simpático ortopedista William White dice que el dedo índice es capaz de numerosas obras de precisión pero tiene una personalidad tan pobre que no pretende hacer más que apretar el gatillo o señalar al distinto. White, un especialista en traumas de la mano, sugiere amputar al dedo inútil si sufre una herida compleja o seguirá entrometiéndose y evitando que el resto de la mano haga lo correcto. La idea suena tentadora para ajustar el ego vociferante de Trump, pero hay modos más humanos de lidiar con su manía de ver al mundo muy por debajo de su flequillo. Y no es levantarle el dedo medio: es pensar antes de responder. A la voz altisonante del dedo acusador, razones maceradas. Verdades como puños.