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Luto eterno; por Alberto Salcedo Ramos

Luto eterno; por Alberto Salcedo Ramos 640a

Fotografía de Camila Watson. La Vanguardia. Haga click en la imagen para ir al post original

Cuando era niño creía que para las mujeres de mi tierra la vejez consistía en vivir de luto. Todas las matronas que veía entonces andaban enfundadas en un vestido luctuoso: negro riguroso cuando acababa de morir el ser querido, y gris oscuro cuando el duelo se tornaba antiguo.

Por donde uno metiera la vista había señoras enlutadas. Lo mejor que podíamos regalarles a nuestras abuelas en el cumpleaños era un corte de popelina blanca estampada con florecitas sombrías.

Aquellas mujeres se daban mañas para mantener vigentes sus pesares. Los abonaban como el jardinero a sus matas. Esta falda grisácea va por tu abuelo Genaro y esa blusa de bolitas negras va por tu tía Renata. Solemnes, duras consigo mismas, se marchitaban tarde a tarde bajo la solana mientras iban empatando un luto con otro. Cuando terminaban de velar a sus muertos se declaraban en duelo por los demás finados del vecindario, y después seguían encontrando en el resto del pueblo nuevos motivos para prolongar la congoja.

La vida era lo que les iba quedando entre el cortejo fúnebre matinal y la novena de difuntos nocturna. En ese intervalo, de todos modos, seguían atendiendo compromisos mortuorios: hacían visitas de pésame o llevaban flores al cementerio.

Al morir eran lloradas con honores en los mismos rituales fúnebres que ellas habían promovido. Entonces la hija, la nieta y la biznieta se vestían de negro. Doblaban las campanas, se alargaba la cadena de oración. El luto pasaba de una generación a la otra como el patrimonio.

Quien ha visto a una anciana enlutada las ha visto a todas. Yo podría reconocerlas aunque les cambiaran el traje negro por uno rojo, pues su duelo está más allá de la ropa. Son austeras, beatas, pesarosas. Moldeadas por la ortodoxia católica, llevan el luto a cuestas con la misma resignación con que el penitente carga su cruz. Nunca les falta una sombrilla para protegerse de la canícula en el trayecto entre la casa y el templo.

Las matronas enlutadas de cualquier lugar del mundo me resultan familiares. Al avistarlas en un zaguán de Andalucía o en una calle del Viejo San Juan, pienso que ya las he visto. Son las mismas de mi infancia.

Llevo años encontrándome con ellas, incluso, más allá de la realidad: en el cine neorrealista de Italia y de España y en la literatura latinoamericana.

Me pregunto si aparte de la devoción tienen otras razones para vivir ataviadas eternamente con vestidos luctuosos. Supongo que al llevar el luto por fuera pretenden aligerar lo que les pesa por dentro. Quien exhibe la contraseña del duelo se victimiza en busca de solidaridad.

Me siento apegado a estas señoras pues crecí bajo sus corpiños. Lo que me acerca a ellas no es su credo sino el latido familiar de sus corazones. En alguna parte leí que en la antigüedad los seres humanos se pintaban de negro porque suponían que de esa forma se tornaban invisibles para los muertos. En el fondo nuestras matronas llevan el luto como un blindaje contra sus propios miedos. Yo las entiendo y me declaro su aliado. Cuando la globalización las borre del mapa, podrán seguir tomando el frescor de la tarde en las mecedoras de mi memoria.