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Nuestras fosas comunes; por Santiago Gamboa

Nuestras fosas comunes; por Santiago Gamboa 640

Lo he dicho muchas veces: cuando uno sobrevuela Colombia ve un hermoso manto de vegetación que arrulla el alma y evoca la pureza —“el país donde el verde es de todos los colores”, dijo Aurelio Arturo—, algo que los visitantes nos celebran y envidian.

¿Y cómo podía ser de otro modo, me repito, si en esta tierra bendita conviven los cuatro pisos térmicos, con cerca de la mitad de toda la extensión de páramo que existe en el planeta? Habría sobrados motivos para argumentar, con total objetividad, que es uno de los países más bellos del mundo, pero hay un problema: si uno levanta por un segundo esa bellísima capa de pastos y frailejones y árboles frutales, si uno mira lo que esconde esa tierra fértil un par de palmos hacia adentro, lo más seguro es que saldría corriendo horrorizado para nunca más volver, pues el paisaje sería insoportable: océanos de fémures quebrados, llanuras de calaveras perforadas y hundidas, restos desmembrados por doquier. Miles y miles de huesos huérfanos.

Volví a sentir ese desasosiego por estos días, en Medellín, al seguir por la prensa el inicio de las excavaciones en La Escombrera, una más de las muchas fosas comunes que esconde nuestro bonito país. Un hueco negro que, además, es como un dedo acusador que señala no sólo a los asesinos, sino a las autoridades insensibles que permitieron que, a pesar de las denuncias hechas hace más o menos 30 años, se siguiera usando ese terreno como botadero de basura. Basura y más basura encima de cadáveres y restos mutilados.

Las siluetas negras que los familiares de esos huesos aún sepultados han puesto allí por estos días, con los nombres de los desaparecidos, es el principio de algo que podríamos considerar la restitución de la dignidad humana, porque la soledad de cada uno de esos asesinatos, el dolor que provocaron por no ser declarados, es todavía más infame al imaginar que los restos de los seres queridos recibieron a diario, encima, toneladas de inmundicia. Luego de destruir el templo de Jerusalén, en el año 73 d.c., el romano emperador Tito ordenó que el lugar se usara como botadero de basuras para ultrajar aún más a la población judía. Sospecho que quienes permitieron que se siguiera usando La Escombrera como basural desconocían esta simbología, y por supuesto no son responsables de los asesinatos, pero sí de haber hecho más oprobioso y humillante el dolor de esas familias humildes que, lanzando gritos que nadie quiso escuchar, pidieron que el lugar se declarara camposanto y se iniciara una exhumación. Algo que por fin hoy comienza.

Estando en Medellín vi en el periódico El Colombiano una página entera con fotos de víctimas. La gran mayoría eran jóvenes en torno a los 20 años. Quiso la casualidad, además, que como jurado del concurso de la Cámara de Comercio de Medellín premiáramos una excelente novela, La Cuadra Times, de Gílmer Dubán Mesa, que retrata de un modo conmovedor, desde la experiencia de un sobreviviente, la vida de una de las comunas más violentas de los años 90. En ese libro extraordinario estaba la voz de esos jóvenes muertos y entonces comprendí, una vez más, que la literatura, cuando da en el clavo, es capaz de devolver la vida, incluso la de quienes fueron masacrados de un modo tan cruel e inhumano.