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El muro de Berlín; por Antonio Ortuño

Por Antonio Ortuño | 30 de mayo, 2015

El muro de Berlín; por Antonio Ortuño

Con la conmemoración del Día del Maestro aún fresca, quiero recordar en esta página a uno de los peores ejemplares del gremio que he llegado a conocer, uno de esos que consiguen ser obstáculos infranqueables como murallas entre sus alumnos y el conocimiento y que constituyen la desesperación de esos admirables colegas suyos, los buenos maestros, que se afanan justamente en lo contrario. Al profesor de marras, aunque ya ha muerto y no sea de temer su cólera (ni la de sus hijos, que hasta donde sé no lo extrañan), lo llamaré solamente el Caballito, no porque así le dijera nadie ni porque tuviera carota de jamelgo, sino porque llegué a verle alguna vez una chamarra con un potro bordado en la espalda, que desde que le eché el ojo se convirtió para mí en el epítome de la ropa fea y que siempre relaciono con su ineptitud como profesor.

El Caballito daba español y se sentía literato, tenía poca voz y estaba siempre quejándose de algo (la gripa, la colitis, el dolor de espalda o de pies), porque era un hipocondriaco de lo peor (hasta el día en que acertó y se nos fue de un tirón). Solía llegar tarde al salón, rodeado de un grupo de esos lambiscones que nunca faltan. Luego de perder 10 minutos en piropear e incordiar a las muchachas (las historias de maestros acosadores son temibles) o en regañar por cualquier fruslería a los varones, se resignaba a impartir su clase y pedía a los presentes abrir el libro de texto oficial. Leía con puntos y comas una página cualquiera y decía luego: “¿Todo claro?”. Al principio, algunos decían que no y le pedían explicaciones. Pero en cada ocasión el Caballito se sulfuraba con ellos y bufaba: “¿No saben leer? Esa ya no es mi culpa. Aprendan”. Con esos desplantes consiguió que nadie volviera a pedirle aclaración de una sola letra.

La literatura, para el Caballito, era una colección de nombres propios acompañados de fechas y poco más. Le parecía que el foco de atención del alumno debía centrarse en asuntos tales como el segundo apellido de Quevedo, agregarle el “y Argote” a Góngora y declarar sin titubeos la fecha de nacimiento de don Artemio del Valle Arizpe. Sus criterios estéticos nunca quedaron claros. Cuando se cansaba de repetir como cotorro las listas de autores que venían en el libro, se remontaba a los cielos de las bellas letras y declaraba como genios a todos sin excepción: desde el príncipe Netzahualcoyotl a la China Mendoza: “Estos genios de nuestra lengua son irrepetibles”, establecía. Aunque la palabra quedaba rebajada, francamente, por la abundancia de colosos únicos… Supongo que muchos en aquellas aulas dieron por sentado que el Caballito tenía razón y apenas superado el examen, decidieron no volverse a relacionar con la literatura en la vida. A sus colegas les quedaba el tremendo reto de enfrentarse a sus desastres. Pero me temo que el modelo de aquel mal profesor y otros como él ha causado estragos irreparables.

Antonio Ortuño Narrador y periodista mexicano. Entre sus obras más resaltantes están "El buscador de cabezas (2006) y "Recursos Humanos" (finalista Premio Herralde de Novela, 2007). Es colaborador frecuente de la publicación Letras Libres y del diario El Informador. Puedes seguirlo en Twitter en @AntonioOrtugno

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