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‘Los Diez Mandamientos’; por Nelson Algomeda // #CineEnSemanaSanta

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Los Diez Mandamientos (The Ten Commandments). Dir. Cecil B. DeMille. 1956. Entre las épicas bíblicas del sistema de estudios hollywoodense, pocas trazaron la línea entre epopeya dramática y espectáculo novelero como la última obra de Cecil B. DeMille, remake de su propia versión de la historia de Moisés realizada en 1923. Recordado por sus gigantescas producciones y preferencia por el exceso, el director de The Greatest Show on Earth y Samson and Delilah era experto en exhibir la grandeza y glamour que el viejo Hollywood era capaz de concebir para el agrado de millones de espectadores. Hoy en día, muchos de los productos del cine clásico comercial han envejecido sin mucha gracia, y puede parecerle al espectador actual que la lujosa extravagancia de Los Diez Mandamientos no es más que fanfarria kitsch. Pero no puede negarse que la versión de DeMille ha calado en el imaginario público: aunque no la hayamos visto, todos sabemos de qué se trata.

Puede incluso discutirse si cuando le pedimos a alguien que relate la historia de Moisés, ese bebé salvado de las aguas que se volvió el liberador de los Hebreos, lo más probable es que su rendición sea más cercana a la fílmica que a la de las Sagradas Escrituras. Son imágenes inmemoriales que traspasan nuestra experiencia y habitan nuestra conciencia narrativa: la transformación del báculo de Moisés en serpiente, el manantial hecho sangre por el toque de su bastón, el arbusto en llamas, Ramsés y los arrogantes egipcios, perdidos en el Mar Rojo que separó Moisés para abrir el camino a su gente. Podemos haberlo visto en otras versiones, pero éstas siempre remiten a la de DeMille. Contando con más de 14.ooo extras y 15.000 animales, la producción generó cerca de 65 millones de dólares (ajustado a inflación, sería 446$ millones en la actualidad) y se ha convertido en una estampa televisiva en los EE. UU. durante las Pascuas.

Pero sobre todo, vale la pena rescatar la obra de DeMille por sus aspectos más discretos: la composición teatral en la puesta de escena de los palacios y después de la orgía, que realzaban el efecto operático de los discursos de Moisés; el erotismo subyacente en el triángulo Moisés-Nefretiri-Ramsés, y la rivalidad entre dos hombres, antiguos hermanos e ilusionistas rivales, que mueven la trama desde el poder y la fe; el ingenio de los efectos especiales, como la división del Mar Rojo, que conservan el atractivo de una invención pionera. Y la actuación. Charlton Heston, con determinado temple y raída figura, encarna al máximo héroe desvalido, el protector de los desprotegidos que desata las plagas sobre Egipto y reduce milagrosamente al imperio de Ramsés, un Yul Brynner cincelado en piedra y vanidad. DeMille siempre supo aprovechar el método clásico de actuación como espectáculo en sí mismo, y en últimos años no se vio mejor que en Los Diez Mandamientos.