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‘Non coerceri maximo contineri minimo’; por William Ospina

'Non coerceri maximo contineri minimo'; por William Ospina 640

Chesterton Afirmó que la diferencia entre el mundo antiguo y el moderno es la diferencia entre una edad que lucha con dragones y una edad que lucha con microbios. Nada exige tanto de nosotros la época como aprender a apreciar la importancia de lo pequeño, un cambio en la valoración de las magnitudes y un ejercicio de sutileza.

Antes sólo se hablaba de mayorías que deciden y de minorías que se someten, ahora, para bien y para mal, toda aparente mayoría está compuesta de minorías decisivas y a menudo inadvertidas.

Los dioses de lo particular, de lo casual, de lo azaroso, los dioses de lo imperceptible, de lo imprevisible, llenan el mundo. Eso no es nuevo, claro, eso fue así desde el comienzo, pero era imposible verlo en la edad de los absolutos: donde los enemigos eran naciones enteras, razas enteras, civilizaciones distintas.

Lo discreto trabajaba igual en la sombra, en el silencio. Pero concluida la edad de lo grandioso, empezamos a ver lo diminuto; concluida la edad de lo evidente, empezamos a ver lo invisible.

El sol dejó de girar alrededor de la tierra, el rayo dejó de estar en el pico de un águila o en el yunque de un herrero inmortal, el cielo que otros vieron lleno de almas se llenó de galaxias inconmensurables y exiguas de lejanía, un fantástico pozo de infusorios.

El tema irreal de las discusiones bizantinas (¿cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler?) se fue volviendo serio. Lo imposible se volvió posible, lo posible, probable. Y si los dinosaurios habían muerto al unísono, bajo la noche glacial de un asteroide, bastó asomarnos por la ventana del microscopio para ver monstruos más terribles, ácaros de diseños más feroces que los más fantasiosos dragones.

Con la diferencia de que estos dragones estaban vivos todos, por millones: en nuestros tapetes, nuestras sábanas, nuestra piel. El dios inventivo y burlón seguía llenando el mundo de bestiarios fantásticos.

Al perplejo Borges lo abrumaba que ese dios que había llenado el universo de tantas cosas hubiera puesto en él también espejos, que todo lo multiplican. “¿Quiere agobiarnos? ¿Quiere enloquecernos?”, se preguntaba. En un poema afirmó: “Aquí son demasiadas las estrellas. El hombre es demasiado”. Y hasta dejó en un texto temprano la aceptación profética de su ceguera futura: “La noche, que de la mayor congoja nos libra: la prolijidad de lo real”.

Tal vez la noche se había hecho para que descansáramos de la abrumadora diversidad del mundo. Pero en cuanto se apagaban las luces de la tierra se encendían las del firmamento y florecía la imaginación, el reino de las fábulas.

Dicen que muchos pueblos tenían vedado contar cuentos en el día: el día era para el trabajo, la prisa y la extenuación; la noche para el descanso, para la lenta memoria, para la fantasía y el sueño. Casi no hay magia en decir “Los mil y un días”, en cambio en “Las mil y una noches” cabe toda la magia.

Pero aunque la tiniebla produzca la ilusión de homogeneidad, también en ella se afanan muchedumbres. Y la nuestra, que es la edad de las lámparas, quiere sacarlo todo a la luz: estamos en guerra con la noche, queremos verlo todo, espiamos el relámpago de los huesos en la tiniebla del cuerpo, vemos la circulación de la sangre y la mansa destilación de nuestras entrañas. Y hasta sucede que perdidos en la enumeración de las plumas ya no vemos el ala.

Pero es que donde antes había un secreto ahora hay diez mil, donde había un dios ahora hay tantos que ni siquiera nos animamos a llamarlos dioses. Proliferan como enjambres, creemos entenderlos mejor si los llamamos elementos, partículas, si los designamos nano, pico, femto, atto, zepto, yocto. El misterio retrocede hacia lo enorme y hacia lo diminuto. Es el triunfo de Demócrito y de Zenón de Elea.

Si alguien nos hubiera dicho que los dragones se iban a volver microscópicos habríamos creído alcanzar la invulnerabilidad, como Sigfried cuando se bañó en la sangre del dragón, y sólo quedó vulnerable en la línea donde se le había adherido una hoja de tilo. (Y esa es la sabiduría de la leyenda, por esa línea de la hoja de tilo cabe una espada: la hoja tiene la forma de la herida).

Pero los dragones mínimos resultaron más letales que los inmensos, y quizá lo bueno es saberlo, porque hace 700 años la peste negra devastó a Europa y Asia sin que nadie supiera, en esa edad de murallas y ejércitos, por dónde entraba el enemigo.

Nuestra edad sabe ver un poco más en lo pequeño y en lo invisible, oír en lo inaudible. Nadie lo dijo como un gran poeta francés: “Un sonido tan tenue, que hay que ser sordo para oírlo”. Ahora digamos que el peligro es tan sutil que hay que ser ciego para verlo, y ello alude, por supuesto, a ese oír con todo el cuerpo que necesitan los sordos, a ese ver con todo el cuerpo que alcanzan los ciegos.

No hay enemigo pequeño. Las naciones todopoderosas perdieron la tranquilidad por un puñado de fanáticos. En la edad de las bombas atómicas unos cuantos terroristas pusieron al mundo a tener miedo de los cortaúñas.

El mundo nuevo no consiste en continentes desconocidos ni en planetas remotos, es el universo que describió Blake, ve el mundo en un grano de arena y el cielo en una flor silvestre, abarca el infinito en la palma de la mano y la eternidad en una hora.