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Definiciones, por Antonio Ortuño

Definiciones, por Antonio Ortuño 640

¿Hay un modo apropiado de escribir literatura? ¿Hay una suerte de camino inevitable, de procedimientos blindados y a prueba de error? ¿Existe un género incontestablemente superior a los demás, una forma exclusiva y con sello de ganadora para registrar en letras las ideas, las sensaciones, las palabras? ¿Hay una temática que garantice que todo lo que se anote en su centro y hasta en sus márgenes resulte sugestivo y lúcido? Y, sobre todo, al postular la existencia de esa escritura hipotéticamente correcta y acertada, ¿cancelamos y damos por inútiles todas las demás?

Aunque expuestas de esta manera suenen a disparates, muchos han defendido ese tipo de posiciones. Escritores y críticos brillantes (y de los otros) han emitido, a lo largo del tiempo, teorías, manifiestos, poéticas que se han vindicado esas posibilidades excluyentes. Se exalta el realismo o, por el contrario, la imaginación. Se propone un lenguaje cargado de regionalismos y de “calle” o, en la línea opuesta, uno libresco, erudito (no muchos, como Shakespeare, Joyce o Daniel Sada, han apostado simultáneamente por ambas vías). Se propone que el verso libre ha demolido a la métrica sin vuelta de hoja o se prevé, en cambio, un regreso a las formas tradicionales. Se postula que el ensayo debe liberarse del aparato académico y ser plenamente “literario” o se establece, al revés, la necesidad de que se deje de impresionismos y se quiera “científico”.

Algunos hacen matices: por ejemplo, que tal o cual procedimiento, idea, teoría, sirvió en su momento pero “ya está obsoleta”; es decir, quedó “superada” (como si la literatura fuera una actividad sujeta al progreso lineal del ideario decimonónico). O que, por ilustrar otro caso, existen restricciones geográficas como la que tenían los DVD (aquello de la “región uno” y la “región cuatro” tan gustado por los clasistas): verbigracia, que los rusos pueden haber sido estupendos realistas pero que para Huatabampo dicha escuela está vedada. O que el “Nuevo periodismo” de Wolfe tiene sentido en Nueva York pero para Sudamérica está el “realismo mágico”. O que los vanguardistas están bien si son franceses pero mal si osan levantar la cabeza en Guayaquil…

Los problemas derivados de ese tipo de posturas son incontables. Y el mayor de ellos es que reducir la literatura a un solo tipo de visión (una manera única de abordar el lenguaje, un modo absolutista de escribir, renegando en unos casos de las tradiciones y en otros de las posibilidades de innovación) sólo tiene una cosa garantizada: el error. A cada “muerte de la novela” le ha seguido la aparición de obras fulminantes que la refutan: Faulkner, Lispector, Fogwill, Banville… Cada proclama de la “futilidad” o “decadencia” de la poesía ha sido contestada por un Mallarmé, un Elliot, un Gonzalo Rojas. No hay realismo militante que elimine a Vian, Mrozek, Bulgakov, Angélica Gorodischer. No hay repudio al realismo que pueda con Rubem Fonseca o Rodolfo Walsh.

Y es que las preceptivas, los manifiestos, las teorías, buscan normas. Y la literatura se hace de excepciones.