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Donde terminan las protestas; por Jon Lee Anderson

Donde terminan las protestas 640

Fotografía de Carlos Garcia Rawlins /Reuters


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 [Traducción exclusiva del texto publicado en The New Yorker]. Estamos en una era de protestas y volatilidad. La inestabilidad crónica se ha vuelto la norma ante gobiernos autoritarios atrincherados, ante un Estado de Derecho insuficiente y parlamentos ineficaces. Primero fueron Egipto, Libia y Siria. En los últimos días han sido Ucrania y Venezuela —y Turquía y Tailandia, también. En la mayoría de los casos, los manifestantes y la policía combaten en una suerte de teatro Kabuki extendido y sin un final aparente. El movimiento de protesta en Tailandia es como la marea: oscila y fluye, pero es interminable y la fuerza colectiva que deja a su paso es tan amorfa como asfixiante.

En cada uno de estos lugares la fórmula es más o menos la misma: miles de manifestantes toman las calles para denunciar los diversos grados de corrupción, inseguridad y la falta de transparencia democrática —todas quejas ciudadanas justificables. La respuesta de los líderes combativos ha sido descalificar a sus oponentes (llamándolos “fascistas” financiados por la CIA., en el caso de Ucrania y Venezuela, y “terroristas” en el caso de Egipto, Libia y Siria), agazaparse, pelear y, en algunos casos, desatar el terror. Lo hacen bajo la lógica de que estallidos de violencia, breves pero agudos, atomizarán a la oposición, atemorizando a los manifestantes hasta un punto en que decidan rendirse y se vayan a casa.

En Egipto —este Egipto donde los generales “salvaron” al país de “terroristas” islamistas al derrocar a un gobierno libremente electo— la táctica ha tenido éxito. Son cada vez menos los egipcios que protestan abiertamente contra el nuevo gobierno por temor a ser fichados como terroristas y terminar torturados en una celda. En Libia la táctica falló. El uso de la violencia que hizo Gadafi para defenderse no hizo más que expandir la rebelión en su contra —e incluso provocó que la OTAN se involucrara en el conflicto— hasta que, eventualmente, la insurgencia se lo tragó. En Siria, de manera similar, la decisión del régimen de Assad de abrir fuego contra multitudes pacíficas provocó una viciosa guerra civil que ha destruido gran parte del país, matando alrededor de ciento cuarenta mil personas. Sin embargo, la intransigencia de Assad también le ha funcionado a él y a su cúpula gobernante —aunque no a su país—, entendiendo que él sigue allí, en el cargo. La moraleja de esta historia no es moral en absoluto, sino una fría y desolada lección a aquellos que ejercen el poder y esperan preservarlo: si usted puede resistir, pase lo que pase, podrá sobrevivir a sus enemigos —y no necesita temer retaliaciones de parte de unos Estados Unidos ahora vacilantes ni de la OTAN.

En Ucrania, el presidente apoyado por los rusos, Viktor Yanukovych, cuyos francotiradores y secuaces balearon a numerosos opositores la semana pasada en la Plaza de la Independencia, en Kiev, sigue fugitivo tras haber huido del palacio presidencial el pasado viernes por la noche. Las especulaciones sobre su paradero abarcan desde un monasterio hasta una base militar ocupada por los rusos en Crimea, incluyendo la posibilidad de que esté en su lujoso yate, oportunamente llamado Bandido. Durante su ausencia, el Parlamento ucraniano ha declarado su presidencia como nula y sin efecto, y ha emitido una orden de captura en su contra bajo el cargo de asesinato masivo. Antes de desaparecer, Yanukovych denunció un intento de golpe de Estado en su contra y reclamó que todavía era el presidente electo. Los rusos, aunque con un desprecio evidente por la incompetencia de Yanukovych como gobernante (y probablemente también por su cobardía), se han hecho eco de esos sentimientos. Putin todavía podría llevar adelante un movimiento militar como hizo con Georgia en 2008. O, algo más probable, apoyar un movimiento secesionista desde Crimea (Rusia tiene una base militar en Sebastopol, en el Mar Negro). También hay algo de verdad en lo que dice Yakunovych, aunque la palabra rebelión puede ser un término más exacto para referirse a lo que pasó en Maidan, en lugar de golpe de Estado. Lo que generó el alzamiento fue el ánimo del pueblo en gran parte del país contra su gobierno, la corrupción y sus lazos con Rusia.

Durante el año pasado, desde que tomó la conducción de Venezuela dejada por Hugo Chávez, Nicolás Maduro ha intentado —y fallado— gobernar imitando a su carismático predecesor. Al confrontar a sus oponentes, Maduro parece estar siguiendo las instrucciones de un manual del autoritarismo, esto en la medida en que sepa lo que está haciendo. Recientemente, Maduro ha intentado cortarle el oxigeno a lo que queda de los medios de comunicación independientes en el país, al ponerle obstáculos a los canales de televisión con demasiado librepensamiento y dificultar la importación del papel necesario para mantener a los periódicos circulando. También ha encarcelado a un destacado y popular líder de la oposición, Leopoldo López. López, en respuesta al espiral de descontento público ocasionado por la economía en picada y la creciente inseguridad, convocó a la protesta. Y en esas manifestaciones varias personas fueron asesinadas a tiros y, en los días siguientes, otras más han muerto y las protestas han continuado. Ahora, a causa de esas mismas muertes, es probable que las protestas se mantengan.

Inicialmente, Maduro culpó a unos “fascistas” que no identificó y a Leopoldo López en particular, tanto por las protestas como por la violencia. Dijo que ellos eran parte de un “golpe en proceso” dirigido en su contra. Pero unas imágenes en video demuestran que, de hecho, los disparos fueron obra de la policía venezolana y de agentes vestidos de civil. (En Venezuela, la policía trabaja en aparente cooperación con unos milicianos que forman parte de colectivos radicales que operan desde los barrios de la ciudad y que han atacado a los manifestantes). Maduro ha reconocido públicamente que algunos miembros del servicio de inteligencia han infiltrado las protestas y despidió al director de ese cuerpo policial en respuesta a los videos que muestran a un agente disparándole a los manifestantes.

Maduro habla constante e incesantemente de los Estados Unidos. En una rueda de prensa que dio el pasado viernes en Caracas, en la que habló durante tres horas, Maduro invitó con grandilocuencia al presidente Obama a “dialogar” cara a cara. En un aparente intento de hermanarse con Obama, dijo que amaba “el blues” y que a menudo se ha sentido como si hubiera sido “del Mississippi en una vida pasada”. Sin embargo, ayer designó a Maximilien Sánchez Arveláiz, un asesor de alto nivel, como Embajador de Venezuela en Washington. (La visa del último embajador fue revocada por Estados Unidos en 2010, después de que el funcionario asignado por el gobierno de Obama como embajador en Venezuela fuera rechazado por el gobierno de Hugo Chávez. Desde entonces, no ha habido diplomáticos de alto nivel). El nombramiento de Sánchez Arveláiz es una jugada inteligente y un buen comienzo. Los abusos de la semana pasada han demostrado de lo que el régimen de Maduro es capaz cuando decide quitarse los guantes —o cuando pierde el control. (Puede acusarse de cualquier cosa a la “Revolución Bolivariana” durante estos quince años, pero bajo la dirección de Chávez rara vez fue violenta contra sus oponentes en el sentido tradicional de la palabra; Chávez prefirió socavar las instituciones públicas y gobernar dando discursos que animaran a las multitudes). Es posible que Maduro se haya asustado con lo que vio y busque un camino de regreso desde el borde del abismo. Ahora los diplomáticos latinoamericanos más capaces deberían hacer agotadores esfuerzos —incluyendo a los cubanos, quienes tienen un rol clave de asesoramiento en Venezuela. Los diplomáticos en Washington también deben ayudar.

Como sucedió en Ucrania, hoy Venezuela, a su manera, tambalea al filo de algo peligroso y nuevo. Ucrania también necesita toda la atención de los diplomáticos regionales. Ambos países están confrontando las decepciones y desilusiones de las alguna vez vertiginosas revoluciones.

Hace poco más de un año, mientras Hugo Chávez estaba en su lecho de muerte enfermo de cáncer, escribí en El Poder y la Torre que “después de casi una generación, Chávez deja a sus compatriotas con muchas preguntas sin respuestas y sólo una certeza: la revolución que trató de llevar a cabo nunca sucedió. Comenzó con Chávez, y lo más probable, es que con él termine”. No hay duda de que su revolución terminó, y no es la única. Lo que se necesita encontrar es una salida del desastre actual para que, poco a poco, Venezuela, Ucrania y otros países que están en el borde puedan dar con su camino de regreso a algún tipo de normalidad funcional. Deben convertirse en estados gobernables, con economías que funcionen y algo que se aproxime a un orden cívico. Pero también deben ser incluyentes y mostrar respeto por el estado de derecho. Si esto no sucede, probablemente las consecuencias serán catastróficas. En 2001, Chávez me dijo que si él no fuera capaz de conseguir una “verdadera revolución”, según sus palabras, como presidente del país, “el pueblo” seguramente saldría a las calles como él lo había hecho una vez, “con armas, a la media noche”.

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Traducción de Rodrigo Marcano Arciniegas. Para leer el artículo en su versión original en The New Yorker, haga click acá.

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