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Frente a la entrega de Leopoldo, por Leo Felipe Campos

Por Leo Felipe Campos | 19 de febrero, 2014

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En el momento en el que Leopoldo López era trasladado en una camioneta particular después de entregarse de forma voluntaria a la justicia venezolana, frente al bar restaurante Noche y día no pasaba nada.

Nada.

Salvo el ruido del tubo de escape de las motos que se adelantaban a la marcha y los cornetazos que se aproximaban a una cuadra. Tampoco adentro hubo conmoción. Ninguna de las 12 personas en el bar pareció inmutarse, nadie se levantó de su silla a pesar de que alguien dijo: “ahí como que llevan a Leopoldo”.

Al inicio de la avenida Orinoco de Bello Monte, en Caracas, rodaba muy despacio esa camioneta Jeep Cherokee de color oscuro y vidrios ahumados, donde venía el dirigente político. Delante de ella, un grupo de personas se batía entre la ansiedad y la incertudumbre por ver a su líder detenido y a punto de ser trasladado hacia un destino que, fuera cual fuera, significaría prisión.

Por esa razón taponeaban con cadenas humanas el paso del vehículo, lo seguían, lo humanizaban, lo insultaban, le impedían aumentar la velocidad. Se paraban frente a él para dar una señal: prefiero que me atropellen. En medio estaba el bar Noche y día. Y al final de la avenida se imponía la firma del difunto presidente Hugo Chávez sobre la gran fachada de una de las edificaciones de la Misión Vivienda.

Hacía media hora que el dirigente del partido político Voluntad Popular había entrado por sus propios medios, con tres flores blancas en la mano, atravesando a trompicones la masiva concentración de sus seguidores en los alrededores de la Plaza Brion, en Chacaíto.

Miles habían llegado desde temprano en la mañana por varios flancos: Las Mercedes, El Rosal, avenida Francisco de Miranda, El Bosque, Country Club. Acataron su convocatoria hecha el día anterior con un video: se vistieron con camisa blanca y abarrotaron las calles aledañas al lugar marcado para el encuentro.

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La efectividad del llamado presagiaba peligro, pues a esa misma hora y a solo dos estaciones de Metro una marcha del oficialismo, nutrida por trabajadores de la estatal petrolera PDVSA, tenía como fin caminar hasta Miraflores.

El lugar escogido por López para su primer mensaje público de esa mañana, martes 18 de febrero, fue cuando menos curioso: las piernas y la sombra de la estatua del prócer cubano José Martí. Después, bandera en mano, caminó. En los márgenes del frente de la protesta, dos cordones de mujeres policías se alternaban con otras fuerzas de choque mejor armadas, todos escudos humanos.

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Hubo confusión, hubo ruido. Hubo gritos roncos que se volvieron lágrimas. Hubo una despedida que capturó una cámara y le dio la vuelta al mundo de las redes sociales: a Leopoldo López lo acompañaban su esposa y sus padres. Alrededor, la custodia de los efectivos de la Guardia Nacional, la euforia de sus fieles protestantes, la corredera y el cansancio de periodistas y policías, la curiosidad de vendedores informales y los despistados en su faena generaban un marco de caos y confusion. Caracas, Caracas.

López caminaba y a su lado las personas aplaudían y cantaban. Se sentían fuertes, gigantes. Lo aupaban y lo llamaban valiente. Afirmaban que estaban presenciando la mayor injusticia de todas. Volvían a soltar al aire, al presente, a los guardias nacionales: ¡Asesinos, malditos, cubanos, suéltenlo! Después, por supuesto: “¡Leopoldo, amigo, el pueblo está contigo!”. “¡Y va a caer, y va a caer, este gobierno va a caer!”.

Luego de caminar unas seis cuadras en semicírculo, con la lentitud del tumulto presionando a gritos, López entró, rodeado de periodistas, a una tanqueta de la Guardia Nacional Bolivariana. Aquella sensación de poder y desafío que se había apoderado de la atmósfera con la aparición del dirigente politico, se transformó en frustración, en miedo, en pregunta sin respuesta.

La planificación incluía que López daría la cara y se entregaría en la Fiscalía General de la República, donde una semana atrás otra manifestación convocada por él había terminado con un saldo fatal de dos muertos en situaciones que aún se investigan, aunque según los videos e imágenes de aficionados involucran directa o indirectamente a varios civiles junto a funcionarios del Sebin.

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Esa mañana del 18 de febrero, antes de que Leopoldo López se entregara, en Gaceta Oficial se podía leer que el director del Sebin, el General de Brigada Manuel Gregorio Bernal Martínez, quedaba destituido y su cargo pasaba a ocuparlo Gustavo Enrique González López. Bernal Martínez había llegado al cargo el pasado 24 de enero, quiere decir que no logró permanecer frente al organismo de inteligencia del Estado ni siquiera un mes. Una señal clara de que algo no estaba y no estuvo bien.

En la calle, frente a la tanqueta blanca de la GNB donde ya Leopoldo se había introducido, los protestantes se preguntaban: “Y ahora, ¿para dónde vamos?”.

¿Quién los iba a dirigir y por qué vía?

De las dudas se pasó a la furia y la masa de jóvenes comenzó a exigir: “¡Que camine! ¡Que camine!”. Los más aguerridos no permitían el avance de la tanqueta. El propio Leopoldo y también su abogado tuvieron que hablar por un altavoz para pedir calma. “No muerdan el peine de la violencia”.

El plan ya estaba cuadrado: esa misma noche, por la cadena internacional de televisión CNN, la esposa del exalcalde aseguró que el gobierno venezolano había conversado con ellos y en conjunto decidieron permitir que fuera custodiado “desde la Plaza Brion hasta el Palacio de Justicia”. Afirmó Lilian Tintori que fue así “para resguardar la seguridad de Leopoldo”.

Quienes marchaban en Chacaíto no tenían cómo saber sobre este acuerdo entre López y representantes del gobierno. Ellos querían libre a su líder. Punto. Así que siguieron exigiendo y la euforia se convirtió en clímax cuando López bajó de la tanqueta y abordó la camioneta Jeep Cherokee que llegó por detrás, a contramano en la Avenida Casanova, en la misma dirección por la que todos caminaban.

Retrocedían. Se caían. Se guiaban a gritos desesperados.

De la Av. Casanova se bajó hasta los linderos de la autopista y luego se volvió a subir. Calle a calle. Aceleración, freno. Aceleración, freno. Cada esquina era sinónimo de tensión. Nunca una encrucijada encontró mejor molde para su otro significado.

Hasta llegar a la avenida Orinoco de Bello Monte, donde más adelante se tomó la decisión de volver al punto de origen.

Leopoldo se presentaría esa misma tarde en el Palacio de Justicia, acompañado por una comisión de la Guardia Nacional Bolivariana mientras el presidente Nicolás Maduro afirmaba en su discurso desde Miraflores, al otro lado de la ciudad, que “la entrega fue negociada”. Frente al presidente a las 3:30 pm. no quedaba ni una cuarta parte de quienes habían llegado por PDVSA a cumplir con el llamado a los trabajadores petroleros. A esa hora, ni mil personas: con su discurso al fondo, muchos caminaban dándole la espalda, a pesar del entusiasmo original, en los albores del mediodía, cuando llenaron varias cuadras de la avenida Urdaneta.

La audiencia de Leopoldo López sería pospuesta para el día siguiente, y miles de quienes habían marchado de blanco a su lado, siguieron juntos hasta colapsar la arteria vial más importante de la capital de Venezuela: trancaron la autopista Francisco Fajardo a la altura de La Carlota.

Atrás, ya lejos, había quedado el silencio del bar restaurante Noche y día viendo pasar como si nada una caravana de un carro y muchas motos y más personas. Esa parte de Venezuela que mira los acontecimientos desde otra perspectiva. Platos y vasos y cubiertos y bolsas plásticas. Carraspeos y miradas al vuelo. Rutina comunitaria. El mercado. La casa. El trabajo. Dame otra, por favor.

“Este país es maravilloso”, dijo un señor, botella en alto delante de la barra. “El socialismo ya se acabó, chico, Rusia era malo-malo”, le contestó otro que aseguraba haber estado cuando López se entregó en Chacaito. “Lo que pasa para el gobierno es que la piedra de tranca es Leopoldo, no Capriles”, dijo el primero, aludiendo al poder y la influencia que uno y otro se disputan aún en los linderos de la oposición venezolana. “¿Tú sabes cuántos votos le dio a Capriles el partido de Leopoldo en su última elección?”, siguió. “Ajá”, soltó otra mujer desde el fondo. “No discutan de política”, pidió el encargado. “A mí me gusta este gobierno”, dijo alguien más. Y así siguió el debate, calmado, mientras la bulla de la marcha se perdía hacia el norte, camino a su punto de origen, hasta que uno de los borrachitos dio con una clave: “Es que la gente no lee, vale, ese es el problema, la gente no lee”. Y su compañero le salió al paso con una evasiva desafiante en tono de burla: “Coño, ¿Regional? ¿Qué estás tomando tú?”.

Leo Felipe Campos 

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