Artes

La patria de los muertos ilustres, por Juan Gabriel Vásquez

Por Prodavinci | 29 de diciembre, 2013

En abril de 2010, con motivo del Día de los Inocentes, la BBC les jugó a sus oyentes una de las bromas más pesadas de la historia inglesa.

Sin que le temblara la voz, la periodista Nicola Stanbridge dio la noticia de las excavaciones arqueológicas que se habían llevado a cabo recientemente en el último hogar de Shakespeare, en Stratford-upon-Avon, y del descubrimiento espeluznante que trajeron los excavadores de la Universidad de Birmingham: Shakespeare era francés. Al parecer, dijo la periodista, se había encontrado un mechón de pelo de Mary Arden, madre de Shakespeare, con una leyenda en francés que, expuesta gracias a las luces infrarrojas, decía: “A mi hijo Guillaume”. La utilización del nombre francés de Shakespeare, así como otras circunstancias que un experto detalló al aire, permitían poner en duda la nacionalidad de la madre y, por lo tanto, la del hijo. “El Ministerio francés de Cultura ha dicho”, notificó la BBC, “que quiere honrar al dramaturgo como miembro del panteón francés de grandes escritores”. La voz cómplice del ministro Jack Lang concluyó: “Por supuesto, estamos encantados de que Shakespeare sea francés”.

Pensaba en esto el otro día, al leer en este periódico que en Uruguay se encuentran de fiesta: han encontrado al fin la cédula de Carlos Gardel. Según el documento, Gardel nació en Tacuarembó en 1887, pero viajó indocumentado a Argentina y sólo se inscribió —en el consulado uruguayo— en 1920. Los argentinos contestarán como puedan, pero recuerdo un libro de hace unos años que terciaba en esta vieja polémica: Gardel, decía el libro con pruebas tan irrefutables como las que ahora han salido, era francés. Había nacido en 1890 y viajado con su madre soltera a Argentina; al estallar la guerra de 1914, se inscribió en el consulado uruguayo para evitar el reclutamiento. En su momento, esta revelación también fue un escándalo local, como lo ha sido la más reciente y como lo fue la broma de la BBC en el Día de los Inocentes. Son dos formas del mismo impulso misterioso, de la misma relación rara y contaminada que hay entre ciertos artistas y las geografías que el azar les ha deparado.

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Yo entreveo, por supuesto, lo que hay detrás de esa relación, y sé que hay algo vagamente noble en la importancia que algunos dan al hecho de compartir fronteras con ciertos muertos ilustres. Pero aunque la entienda, nunca dejará de sorprenderme la energía que invierten los organismos oficiales, así como los ciudadanos de a pie, en estos nacionalismos culturales, estos desesperados intentos por apropiarse de los muertos. Puede que haya algo que no sea yo capaz de ver: puede que la nacionalidad argentina o uruguaya de Gardel diga algo elogioso de los argentinos o los uruguayos que no son Gardel. Y parece innegable, a juzgar por las múltiples crisis cardíacas que se atendieron en Inglaterra aquel día de abril, que la nacionalidad francesa de Shakespeare representaría para el país o sus gentes una pérdida irreparable. Shakespeare enriqueció su lengua, y no la francesa, con unas 2.000 palabras y frases nuevas; pero eso, al parecer, es secundario, como es secundaria la bella paradoja de que el tango, ese refugio de tantos nacionalistas, no es ni argentino ni uruguayo, sino porteño: una música de inmigrantes y apátridas.

Prodavinci 

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