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Orden público, por Jorge Volpi

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Ultrajadas por la aberrante conducta de los manifestantes ─esos vándalos que se han atrevido a perturbar el orden público, a provocar a la policía y a desafiar las buenas costumbres─, las autoridades han llamado a un “acto de desagravio” en el Zócalo. Según el discurso oficial, participarán en él quienes se han sentido agredidos por las ofensas contra la nación. Al final, a la plaza sólo concurren miles de burócratas y miembros de los sindicatos oficiales obligados a asistir. Los jóvenes los reciben con imitaciones del balido de las ovejas, al tiempo que ellos mismos corean “no vamos, nos llevan”: el primero de los cánticos célebres del movimiento estudiantil. (Mucho después, Francis Alÿs tendrá la genial idea de recrear la situación en un video: durante varios minutos, un grupo de borregos da vueltas en torno al asta bandera.)

En 2014 se cumplirán 46 años de que ese grupo de jóvenes radicales tuviese el descaro de marchar desde el Museo de Antropología hasta el Zócalo, de insultar al presidente y de izar el pendón de huelga donde debía ondear la insignia nacional, pero lo paradójico es que, si nuestros legisladores no cambian de opinión, aquel acto realizado el 27 de agosto de 1968 podría volver a ser prohibido ─y sus participantes duramente sancionados─ conforme a la nueva Ley de Manifestaciones Públicas del Distrito Federal impulsada por el diputado panista Jorge Sotomayor y recién aprobada por las comisiones unidas del Distrito Federal y de Derechos Humanos en el Congreso.

Según la nueva propuesta, podrá coartarse el derecho de asociarse o reunirse si su fin es contrario a las “buenas costumbres” y a las “normas de orden público”. Asimismo, prohíbe toda apología del odio “o cualquier otra acción ilegal similar“, establece que sólo se podrán realizar manifestaciones de “11 a 18 horas” (para evitar las horas pico), que no deberán ocupar “vías primarias” (y sólo un carril en las secundarias) y que la policía tiene la facultad de disolverlas si se presentan actos que “perturben notoriamente el orden público”. Además, concede a las autoridades la capacidad de otorgar el permiso para celebrarlas, previa solicitud dirigida a ellas con 48 horas de antelación.

Sus defensores dirán que en estos 46 años la situación del país se ha transformado de forma radical; que no es posible comparar el régimen autoritario ─o dictatorial─ de Díaz Ordaz con nuestra reluciente democracia; o que los jóvenes de entonces nunca buscaron incordiar a los ciudadanos, a diferencia de los bloqueos realizados a últimas fechas, en especial el plantón de los seguidores de López Obrador en Reforma en 2006 y de la CNTE en 2013.

Quienes así argumentan olvidan que, si hoy disfrutamos de una democracia ─por imperfecta que ésta sea─, es gracias a la lucha continuada de miles de activistas y ciudadanos que, siguiendo el ejemplo iniciado ese 27 de agosto de 1968, se han atrevido a desafiar a la autoridad y a arrebatarle el espacio público, hasta entonces su coto exclusivo. Lo peor que puede hacer una democracia es renegar de sus orígenes y, con el insidioso argumento de salvaguardar los derechos de terceros y proteger las buenas costumbres ─es increíble la desmemoria de los legisladores al usar estas palabras─, limitar el derecho de manifestación y fijar sanciones a partir de criterios subjetivos.

Las marchas y plantones son síntomas naturales del descontento democrático. Si generan incomodidad entre los ciudadanos, es que de eso se trata: de hacer visibles causas que de otro modo se mantendrían en la oscuridad. Por supuesto que la ley ─la ley penal─ debe castigar a los provocadores y a quienes cometan cualquier delito, pero ello no debe conducirnos a acotar los derechos de los manifestantes, incluido el derecho a insultar a los políticos. Imposible negar las molestias que los habitantes de la ciudad de México hemos sufrido, pero utilizar el legítimo encono de los afectados para restarle toda visibilidad a la protesta ─y mantener a los manifestantes bajo amenaza─ significa un severo retroceso.

Igual que en 1968, nos corresponde salvaguardar el derecho a la disidencia. Ello no significa comulgar con las causas de los otros ni rendirnos ante quienes sólo buscan la violencia, sino estar dispuestos a padecer un embotellamiento sabiendo que, en caso necesario, podremos ocupar el espacio público en cualquier momento para protestar contra la autoridad o incluso, insisto, para insultarla.