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Esta Babilonia nuestra, por Juan Gabriel Vásquez

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Hace año y medio, el presidente Santos le dijo a Obama que los 40 años de guerra contra las drogas habían fracasado, y que quizás era tiempo de buscar alternativas.

Obama, por su parte, reconoció la necesidad del debate, y esa simpleza fue recibida por varios representantes latinoamericanos como una victoria. No lo es, pero el espejismo es la prueba tangible de una malsana relación de dependencia: la que existe entre los países productores de coca —los principales son Colombia, Bolivia y Perú, que juntos cuentan 150.000 hectáreas de cultivos ilícitos— y el principal consumidor, Estados Unidos, adonde va el 27% del consumo mundial. Así las cosas, es evidente que cualquier viraje real en la política de drogas deberá tener a Estados Unidos como socio; también es evidente que Latinoamérica no puede dejar de tomar la iniciativa. Ahora Uruguay se dispone a vender marihuana a un dólar el gramo, y así “arrebatar el negocio al narcotráfico”; el presidente de Guatemala explora la posibilidad de vender amapola. Mientras tanto, Michael Botticelli, director de la Oficina de Control de la Política de Drogas de Estados Unidos, vino a Bogotá para decir lo que ya sabíamos: que Washington no cambiará.

La Guerra contra las drogas es una invención de Estados Unidos: el primero en pronunciar las palabras fue Nixon, en una época en que las drogas comenzaban a consumirse masivamente pero en los países productores no había ni carteles, ni mafia, ni violencia, ni corrupción. Cuarenta años después, esa misma prohibición ha convertido el negocio de la droga en la industria más lucrativa del mundo, ha puesto en manos de las mafias un poder económico suficiente para desestabilizar democracias enteras y, sobre todo, ha dejado muertos. Sólo en México, y sólo en la última década, unos 70.000; los muertos que cuenta Colombia, desde los años de Pablo Escobar hasta la guerra actual (cuyo principal combustible es el negocio de la droga), proporcionan cifras igualmente espeluznantes.

La droga es un doble problema: por un lado, un problema de salud pública que ha existido siempre; por otro, un problema de orden público ligado a la violencia y al poder económico de las mafias. Legalizar es la única manera viable de eliminar el segundo problema y quedarnos sólo con el primero, de manera que el dinero despilfarrado en esta guerra artificial pueda ser invertido en educación, prevención y tratamiento. A esto, claro, se oponen los puritanismos de todo el continente. En Colombia, durante los desastrosos años de Uribe, el eslogan de una campaña gubernamental fue un prodigio de infantilismo y memez: la marihuana era “la mata que mata”. Pero no es así: lo que mata no es la mata, sino la violencia con que las mafias defienden un negocio ilegal. Para pensar en serio sobre la legalización, Santos ha creado aquella Comisión asesora para la política de drogas que ya ha recibido la hostilidad del puritanismo colombiano, encarnado en los herederos de Uribe y los acólitos del procurador Ordóñez, un lefebvrista que ha hecho publicar —desde la Procuraduría misma— panfletos contra la legalización en cuya portada se ve un cuadro de Durero: “Escena del Apocalipsis: Babilonia, la prostituta”.

Esto, en cambio, no es serio. Con razón tardamos tanto en permitirnos el debate.