Artes

Entrevista a Miriam Gómez, la viuda de Guillermo Cabrera Infante; por Karina Sainz Borgo

Miriam Gómez, la viuda del escritor cubano Guillermo Cabrera Infante, visitó Madrid para presentar Mapa dibujado por un espía (Galaxia Gutenberg, 2013), un manuscrito que durante años permaneció guardado dentro de un sobre y en el que el autor de Tres tristes tigres narra su viaje a La Habana, en 1965. De esa visita —que se convirtió en una pesadilla, en una retención durante meses— hablan las páginas de este libro.

Por Karina Sainz Borgo | 25 de noviembre, 2013

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Cuando se sentaba frente a su máquina de escribir, Guillermo Cabrera Infante se quitaba primero la camisa; al rato los pantalones, luego los calcetines, hasta deshacerse de toda la ropa. Y así escribió este libro: desnudo, a la intemperie. Mapa dibujado por espía (Galaxia Gutenberg, 2013) narra la visita que hizo el escritor a La Habana, en 1965, para asistir al entierro de su madre, Zolia Infante. Entonces Cabrera Infante (Cuba, 1929 / Londres, 2005) trabajaba en la Embajada de Cuba en Bruselas, apartado por el régimen de Castro tras el cierre de Lunes de Revolución, el suplemento literario que él dirigía. El viaje habría sido corto, puntual, de no ser por un detalle: quince minutos antes de abordar el avión que lo traería de vuelta a Europa, Cabrera Infante recibió una llamada. No podía marcharse hasta hablar con el Ministro de Relaciones Exteriores Raul Roa. La conversación jamás ocurrió. Lo que debió de ser un dolor fulminante se convirtió en un lento y agónico duelo, en una muerte expansiva. Cabrera Infante acudía todos los días a un ministerio en el que no era recibido, en el que nadie le daba razones o respuestas.

imageEn sus forzados meses en la isla, contados día a día en este libro,  el autor de Tres tristes tigres (1965) y La Habana para un infante difunto (1979) descubre una ciudad que se apaga, que se cae a pedazos; un lugar donde escasea la comida, donde imperan el silencio y los espías; donde la gente teme, delata, cuchichea y habla al aire libre para esquivar los micrófonos en las habitaciones cerradas; un lugar donde la Unidad de Lacras Sociales persigue a homosexuales y contrarrevolucionarios. Una vez de vuelta, ya fuera de Cuba, Cabrera Infante escribió lo ocurrido, y lo hizo con la rigurosidad de un diario, sin sus acostumbrados juegos de palabras ni retrancas: una prosa sin el ropaje del estilo.

Pero la  suya no es una desnudez sólo literaria, sino una mucho peor: la de la vida que arranca la ropa a jirones, la de quienes pierden las certezas y ven desvanecerse ante sus ojos no sólo un proyecto político –Cabrera Infante apoyó en sus inicios a la Revolución Cubana, sus padres fueron fundadores del partido comunista– sino el alma de un país en ruinas al que ya no podría volver. Y así fue: Cabrera Infante nunca regresó. Tras sus declaraciones críticas contra la Revolución, hechas en una entrevista con Tomás Eloy Martínez en 1968, se convirtió en un proscrito. Y la vida entera se le fue escribiendo de una isla, Cuba, desde otra: Inglaterra, donde consiguió establecerse tras ser rechazado por la España franquista que le negó la estancia cuando se vio obligado a salir de Bruselas. Ahí, en Londres, vivió hasta el día de su muerte, el 12 de febrero de 2005.

¿Cuándo escribió Cabrera Infante Mapa dibujado por un espía? ¿Justo al volver de Cuba? ¿Acaso años después? En el prólogo del libro, su editor, Antoni Munné, asegura que el texto pudo redactarse poco antes del divorcio definitivo de Cabrera Infante con el régimen, acaso cerca de 1968. Y la hipótesis tiene sentido. No hay en estas páginas una sola crítica a aquellos amigos y escritores que años después le darían la espalda: Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, Edmundo Desnoes, Roberto Fernández Retamar… Asegura Munné que este libro lo escribió Cabrera Infante antes del Caso Padilla, en 1971, ese episodio que dividió a la intelectualidad cubana y latinoamericana y que separó a un buen número de escritores del entonces soñado Régimen de Castro.

Ahora que se publica Mapa dibujado por un espía tras años guardado en un sobre, hay quienes dicen: ‘No es el mejor Cabrera Infante’. ¿Es eso lo más importante de este libro? No. A diferencia de sus cinco novelas, que ocurren todas en La Habana de su juventud, este libro cuenta La Habana entonces presente, quizás la más dolorosa, un personaje imposible de embellecer como se maquilla a un cadáver. Fue su viuda, Miriam Gómez, quien descubrió el manuscrito, durante décadas ignorado por instrucciones de su propio esposo. No estaba acabado. No se convirtió jamás en la novela que él quiso. Leerlo, le dijo, sería muy doloroso para ella. En sus páginas narra, con todo detalle, no sólo los días ásperos de aquel viaje, sino sus muchos escarceos, romances e infidelidades. “Eso, en el fondo, ya no importa”, dice Miriam Gómez, esa mujer de cabellera blanca que de joven lució unos ojos negros potentes, tanto como el color de su larga melena de antaño. Compañera, editora, correctora, mecanógrafa, consejera, esposa… Ella lo fue todo para Guillermo Cabrera Infante. Hoy, como en aquellos días en los que el escritor perdió sus recuerdos a causa del tratamiento de electroshocks, Miriam Gómez vuelve a ser su memoria. Es ella quien ha traído esta historia al presente.

Un libro difícil de sacar de aquel sobre. ¿Se arrepiente?

No, en absoluto. Ese manuscrito estaba entre sus papeles. Era un libro que él pensó que sería una novela, pero que no tuvo el tiempo o la fuerza para escribir. Pasó años guardado. Se lo di a Antonio, el editor. Y no lo dudó un minuto, me dijo que lo publicáramos.

Lo que ahí está escrito le afectaba a usted, y mucho, por  la descripción que hace de sus muchas infidelidades.

Lo que pueda pasarme a mí con este libro no es nada. Una vez que lees todo lo que él pasó en ese viaje, eso deja de ser importante. ¿Que tuviera un romance? Sí, lo tuvo. Y me dolió. Pero las mujeres fueron la salvación de Guillermo. Así como hay quien se agarra a la iglesia, a las drogas o al alcohol, él se agarró a las mujeres.

Cabrera Infante vuelve en este libro a escribir sobre La Habana, sobre Cuba, pero esta es distinta: no es la de su juventud, es La Habana de la derrota. ¿Cómo cree que influyó ese viaje en el resto de su escritura?

Cuando él salió de Cuba, ya de vuelta en el avión, decidió que Vista del amanecer en el trópico, que se había censurado en España por el régimen franquista,  iba en contra de todo lo que había visto en Cuba. Si iba a escribir algo, tenía que ser para reconstruir La Habana en la literatura, porque todo eso se iba a acabar. Y eso fue lo que hizo con Tres tristes tigres.

Vivir la propia tierra como una reconstrucción. Escribir sobre una isla, desde otra isla…

Pero eso ha sido Guillermo, eso ha sido toda su obra: la necesidad de reconstruir una ciudad, un país: Cuba. Todo lo que se destruyó en la realidad Guillermo lo reconstruyó en la literatura. En cien años quedarán en sus libros lo que la dictadura echó abajo: los edificios, las calles, los parques … Lo más grave, lo que esos libros no pueden recuperar, es aquello que realmente Castro consiguió destruir: el alma de los cubanos. Eso nunca volverá, nunca. El miedo los borró.

Hay quienes dirán que en estas páginas no está el Cabrera Infante que conocíamos, que no es el mejor, que falta su musicalidad, sus retruécanos. Pero, ¿acaso eso importa?

Esas páginas son memoria pura. Debió de convertirse en una novela, porque así lo pensó él. Pero le dolía demasiado. Dejó muchas notas que se incorporarán ahora en las obras completas.

Se lo han preguntado varias veces, y lo aclara Antonio Munée en el prólogo, pero si alguien lo sabe es usted: ¿Cuándo escribió él este libro? No pudo ser en el 73, porque ahí están reflejados sin juicio alguno, todos los que le traicionarían, entre ellos el propio Retamar.

Este libro fue escrito antes del Caso Padilla. Toda esa gente que él trata con tanto cariño, que eran unos cobardes aunque hoy se arrepientan, fueron los culpables de lo que le pasó a Cuba. Le echaron a perder la vida a los hijos y  nietos, por cobardes. Roberto Fernández Retamar, en el año 1992, dijo en un programa de televisión: ‘Cabrera Infante es visceralmente un contrarrevolucionario’. Guillermo dijo: ‘Sí, el corazón es una víscera. Entonces sí, soy contrarrevolucionario de corazón’.  Recuerdo perfectamente las palabras de Retamar: ‘Cuando Cabrera Infante muera, entonces recuperaremos lo que vale de él’. Es decir, que lo censurarían. Y eso es lo que han tratado de hacer con ese libro publicado.

¿Se refiere a Sobre los pasos del cronista, el de Mirabal y Velazco, el que premió la UNEAC? En esas páginas no le mencionan a usted, por cierto.

Sí, es ese libro. Y que no me nombren es lo de menos. Ahí inventaron cosas increíbles, intentaron reescribir la historia. Dijeron que Guillermo nunca escribió nada. ¡Y eso es mentira! Un oficio del siglo XX lo escribió Guillermo cuando no teníamos dinero. Todo eso lo han borrado en esa versión, diciendo que desde que salió del exilio Guillermo no había hecho ni escrito nada, cuando toda su literatura ha sido sobre Cuba y escrita fuera de Cuba.

Esa obsesión de Cabrera Infante por escribir sólo sobre la Cuba de su juventud tenía que tener entre medias la amargura del exilio. La distancia física y personal era inmensa, ¿cómo no se coló entre sus páginas?

¿Distancia? No. Guillermo siempre escribió desde Cuba, la de su juventud. Era su Habana. El primer libro que él escribe con distancia, es decir, como el hombre que se sienta a pensar sobre algo que pasó hace mucho tiempo, fue en La ninfa inconstante. Todo lo demás lo escribió como si estuviera en La Habana. El único de sus libros en el que mira su relación con Cuba como algo extinto es La Ninfa. En ese libro aceptó su exilio.

¿Pensó o alguna vez añoró Cabrera Infante volver a Cuba?

¿Guillermo, añorar Cuba? Jamás. ¿Cómo puedes querer regresar al infierno? —dice Miriam Gómez, con los ojos muy abiertos— ¿Cómo puedes sentir nostalgia del infierno? Guillermo tenía recuerdos gratos de Cuba. Lo que estaba ocurriendo en cambio, le generaba un desprecio enorme, ese desprecio que se siente por los cobardes. Todas las noches tenía la misma pesadilla. Soñaba que volvía a Cuba y que, al coger el avión, no lo dejaban salir. Se levantaba aterrado ahogándose, así estuvo durante 50 años.

En este libro se narran tres demoliciones: el regreso a la Cuba que se cae a pedazos, la revolución como gran farsa y la muerte de la madre. En ese viaje, en este libro, todo se viene abajo.

Lo peor de ese libro es que en él Guillermo intuye lo que está por venir en Cuba.  También vio venir años después lo que estaba por ocurrir en Venezuela. ¿Sabe que en Venezuela juraron nunca darle el Premio Rómulo Gallegos? Guillermo supo que, a diferencia de Cuba, a quien Castro engañó, porque quienes se unieron a él pensaron que luchaban por la democracia, en Venezuela en cambio eligieron a Hugo Chávez.

Volviendo sobre el libro, ¿realmente no hubo modificación alguna en el texto?

Nada de lo que había en ese manuscrito se tocó. Yo actué como memoria. Antonio, el editor, se dedicó a preguntarme los nombres quién era éste o aquel…

Un poco como la médium –agrega Antonio Munné, el editor, quien interviene en la conversación. A veces sentado en una silla, en otras asomado a la ventana en la que fuma un cigarrillo.

Sí, es verdad, fui la médium de Guillermo… —le responde ella.

Perdone que insista, pero hay una cierta desnudez en ese texto. Es directo, doloroso, personal…

Guillermo escribió esas páginas entre un guión de cine y otro. No le quedaba otra si quería ganarse la vida. Cuando se sentó a escribir ese manuscrito, lo hizo como el esqueleto de un futuro libro que él no llegó a trabajar. ¿En qué tiempo? ¿Cómo? Allí no hay literatura: no hay juegos de palabras, porque en esta situación no valen los juegos, porque en esa Cuba de la que él regresa se había acabado el humor. ¿Puede tener humor un libro tan triste? Lo que Guillermo vio en Cuba fue gente sin vida, sin música. En ese libro no cabe nada más que dolor puro, nada más que la realidad. Y para eso lo escribió: para que no se le olvidara, para que si un día reunía el valor de sentarse a escribirlo, supiera exactamente lo que había ocurrido.

Cuando lo leyó, ¿encontró algo de Cabrera Infante que se le revelase de una manera especial?

Sí. Algo que me impresionó, y mucho: en ese libro Guillermo llora. Llora por la madre, llora por Cuba, por lo que le está pasando, él sabía que se tiraba a un vacío total; y llora. Este libro es llanto puro.

En sus páginas él no para de llamarla a usted Miriam Gómez, con nombre y apellido. ¿Por qué?

Guillermo se sentía muy culpable. En aquellos años lo mantuve a él, a mi madre, a mi familia. Trabajaba como actriz en Cuba y aquí, en Europa, conseguí trabajar como modelo.  Pero a mí eso no me importaba. A él sí. Con el paso de los años, él siguió presentándome como Miriam Gómez, actriz, pero la verdad es que ya yo no era tal cosa, era una ama de casa, y él seguía presentándome como tal. Yo para Guillermo fui la secretaria, la enfermera, la esposa, ya no era actriz… pero él seguía tratando de darme un nombre. En el libro lo hace y en la vida real también. Siempre me presentó como Miriam Gómez.

La enfermedad en la que cae Cabrera Infante, en 1972, parecía recoger de alguna forma todas las derrotas acumuladas en aquellos siete años.

Trabajó tanto, pero tanto, que tuvo un bloqueo mental. Guillermo tuvo algo que, en las épocas anteriores se llamaba melancolía. No era esquizofrenia, sino un desbalance que ahora se diagnostica como bipolar. Trabajaba noche y día, no descansaba, porque teníamos que comer. Cuando Guillermo se enfermó, que salimos del hospital, tuve que vender todos los papeles de Guillermo para pagar la clínica, prácticamente los regalé. Guillermo era un apestado entonces en todas partes. Y pienso, bueno, ¿que los vendí mal… ? No. Los vendí bien, porque pude pagar la clínica. Era eso o salvar a Guillermo. Claro, Princeton, que compró sus papeles,  abusó terriblemente y  solo me di cuenta  cuando vi cuánto costaba el seguro de todo aquello. Pero bueno, con ellos conseguí pagar el tratamiento. Guillermo entonces era un vegetal: no respondía, no hablaba. Tuve que meterlo en una clínica privada, si lo llevaba a un hospital él jamás saldría de ahí. Estuvo internado hasta que el dinero se acabó. Fue el momento de llevarlo a casa y a darle los electrochocks por fuera, en una clínica que salía más barata. Yo estaba negada a dárselos, pero el médico me dijo: ‘¿Usted qué prefiere: este vegetal o tratar de ver si sale?’. Si fuera su familia, ¿qué haría? Él es escritor, él necesita la memoria, le dije. ‘Si fuera mi familia, yo intentaría hacerlo volver’. Acepté lo que decía el médico. No pude verlo en todo ese tiempo. Estuve semanas esperando los resultados del tratamiento. Cuando regresé, Guillermo era otra persona. Era él, aunque distinto. Pregunté si era ezquizofrénico. Me dijeron que era bipolar. Pero lo que tenía, pienso, era melancolía. Y el psiquiatra siempre pensó que fue por lo de Cuba, por lo que había sufrido. Yo le dije que no. Estoy convencida de que era genético. Su abuelo canario también sufrió lo mismo. Y a Guillermo le ocurrió por exceso de trabajo.

A él le gustaba que usted estuviera cerca cuando escribía.

Sí, para preguntarme cosas. Había perdido la memoria. Si él pensaba en una canción, me preguntaba cuál era la melodía o la letra. Guillermo recuperó la memoria, empeñándose en conseguirlo. Sobre la mesa colocó un mapa de La Habana, comenzó a estudiar las calles, a recordarlas y recorrerlas. Ahí entonces empezó a escribir La Habana para un infante difunto, que es su recuperación de la memoria.

¿Es cierto que discutieron  justamente por La Habana para un infante difunto? Usted  le sugirió borrar unas páginas, él no estaba de acuerdo… ¿qué páginas eran? ¿qué pasó?

Eso tiene que ver, en buena parte, con su salida de la enfermedad. En cuanto Guillermo salió de la clínica, la máquina cubana se puso en marcha. A los pocos días, ya con Guillermo en casa, llamó su primera mujer. Recuerdo que cogí el teléfono. La operadora dijo: ‘¿Acepta usted una llamada desde Cuba?’. No teníamos un centavo, ni uno, y que te llamaran de Cuba significaba un dineral. Dije que sí. Pensé que era ella, que se había enterado de lo que le había pasado a Guillermo y reclamaría a las hijas. Ella me dijo: ‘Con usted no hablo, póngame a Guillermito’. Él acababa de salir de un electroshock y no quería hablar con ella, la detestaba. Se lo supliqué. No teníamos dinero para criar a las niñas. Lo importante era su salud mental. Ella le dijo a Guillermo los horrores más grandes, los escuché porque estaba pegada al auricular. No pude soportarlo y colgué. Meses después ella le envió una carta, alegrándose de todo lo que le había pasado. Guillermo le cogió un odio enorme. Cuando escribió La habana para un infante difunto, dijo de ellas cosas espantosas. Cuando leí el libro, le dije:  ‘No puedes publicar eso. Vas a quedar muy mal’. Él se resistía. ‘Si quito eso tendré que quitar lo otro, porque una página lleva a la otra’. Se lo dije: corta, esto es literatura y en la literatura no caben estas cosas. En contra de su voluntad, lo hizo. Con el tiempo, a modo de chiste, decía ‘ella me censuró cien páginas’. Después me dio la razón.

Resulta a veces paradójico y terrible pensar que Cabrera Infante muriese antes que Fidel Castro.

Guillermo sabía que se moría y lo afrontó con enorme lucidez y valentía. En la clínica me dijo: ‘Cuando uno está por morirse, piensa qué es lo mejor y lo peor que a uno le ocurre en la vida. Lo peor que me pasó a mí fue conocer a esa mujer’, se refería a su primera esposa. ‘Tuve que cargar toda mi vida con el error que cometí con ella’.

¿Y lo mejor? ¿Qué fue lo mejor?

Yo de tonta, pensando que iba a ser yo la respuesta, se lo pregunté. Me respondió que lo mejor que le había ocurrido fue conocer Antonio Ortega. Él era un refugiado español, el director de Carteles

Claro: Antonio Ortega vuelve a Asturias

Sí, habla de él en ese texto. Lo adoraba, lo admiraba como cuentista, como escritor, como pensador, como persona, porque él tuvo que exilarse a raiz de la Guerra Civil. Y lo recordó ese día, justo antes de morirse. ‘Antonio Ortega me recibió cuando yo era un muchacho. Me dio libros, me publicó otros cuentos, me pagaba, me puso de secretario de él’, me dijo. ‘Antonio Ortega no sólo resolvió mi vida, sino la de mi padre, que consiguió un trabajo de corrector en Bohemia, la de mis amigos…Le debo hasta conocerte a ti, porque si yo no hubiese sido periodista, no te habría conocido. Nunca me habría atrevido a acercarme a ti’.

¿Usted o Cabrera Infante sintieron rencor por la España que les cerró las puertas?

Fueron años difíciles. Pero Guillermo siempre agradeció  la amistad de aquella nueva generación que nada  en tuvo que ver con Franco y que se acercaron a Guillermo: Vicente Molina Foix, Savater, Fernando Trueba … toda esa gente leyó Tres, tristes tigres y Un oficio de siglo XX y pasaron por nuestra casa cuando él no era nadie. Ellos fueron el shampú de cariño que España no le había dado a Guillermo. Entonces era fácil insultarle y los franquistas lo hicieron, pero los jóvenes no. Y siempre les estaré agradecida. Los jóvenes cubanos nunca buscaron a Guillermo, los jóvenes españoles sí.

Mapa dibujado por un espía. Es un libro duro, difícil, extraño. En él resulta imposible reconocer al Guillermo Cabrera Infante musical de quien se enamoraron generaciones de lectores. Escrito con una prosa desnuda, directa, descriptiva, sin juegos, humor ni retruécanos, el escritor cuenta los días de un viaje infernal. Cuatro años antes, tras el cierre de Lunes de Revolución —suplemento que él dirigía—, el escritor cubano fue alejado y enviado a Bruselas como agregado cultural de la embajada cubana en Bruselas. En la capital belga escribió Vista del amanecer en el trópico –después reescrito debido a la  censura franquista como Tres tristes tigres—, una celebración a La Hababa previa a la Revolución y novela fundamental del “boom” latinoamericano, ganadora del Premio Biblioteca Breve de Seix Barral. En 1965, cuando se enteró de que su madre estaba muy grave, Cabrera Infante volvió a La Habana, pero no llegó a tiempo de verla viva. Asistió al entierro y una semana después intentó volver a Bélgica llevándose consigo a sus dos hijas. Cuando estaban en el aeropuerto, el escritor recibió la orden de no subirse al avión y de regresar a La Habana para entrevistarse, al día siguiente, con el ministro de Relaciones Exteriores. Así comenzó la pesadilla kafkiana de innumerables postergaciones y constataciones: la de una Cuba policial, la de un Estado autoritario que persigue a homosexuales, disidentes, contrarrevolucionarios… Un lugar en el que cualquiera es sospechoso, en el que todos hacen silencio y que se delatan entre sí antes de que alguien lo haga con ellos temen. En los años que permaneció el manuscrito engavetado a la espera de una reescritura, Guillermo Cabrera Infante le dio dos títulos: Ítaca vuelta a visitar y Mapa dibujado por un espía. Al momento de publicarse, el editor AntoniMunné se decantó por este último. ¿La razón? Según se supo gracias a Miriam Gómez, el título le habría surgido a Cabrera Infante luego de ver en el despacho de Alejo Carpentier un mapa de La Habana. ¿Qué tenía de especial? Pues un detalle que el poeta reveló entonces al novelista: lo había hecho un espía inglés en el siglo XVIII. Para quien, años después —ya exilado y enfermo tras una severa depresión— recuperó la memoria estudiando un mapa de La Habana, obligándose a traer de vuelta el recuerdo las calles de la juventud que los electroshocks le arrebataron, no puede existir acaso pista más amarga, más cierta, más terrible.

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Entrevista publicada en el periódico español www.vozpopuli.com

Karina Sainz Borgo 

Comentarios (2)

Armando Evora
28 de noviembre, 2013

Excelente entrevista. Una vida terrible para un maestro del estilo, del humor y la ironía de nuestra literatura. Si acaso es cierto eso de que en Venezuela juraron nunca darle el Premio Rómulo Gallegos es asqueroso y veo que no sería nada nuevo en la cultura oficial venezolana.

cta cumanés
16 de diciembre, 2013

Conmovedor,y….comparto plenamente lo dicho por Armando Evora. me impacto lo dicho por Miriam referente al premio Rómulo Gallegos en la Venezuela Chavista.por supuesto no perderé de leérmelo. admiro a Guillermo.

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