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Adiós a Doris Lessing: “La culpa aniquila toda nuestra energía”; por Edmundo Bracho

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Tuve la oportunidad de conversar con Doris Lessing a mediados de los años noventa y pude volver a verla unos catorce meses después de que la premiaran con el Nobel de Literatura 2007. La autora británica se encontraba entonces incómoda con las secuelas del galardón: de ahí que contara los meses -posiblemente hasta los días- con algo de irascibilidad, al igual que siempre expresara un parecido estorbo ante su estatus de ícono del feminismo. “La supuesta revolución feminista de los 60 produjo algunas personas monstruosos, todas supuestamente muy feministas”, me dijo durante nuestro segundo encuentro. Lo hizo con una risa tenue, casi amable, como en la mayoría de sus intervenciones. En sus palabras, durante ambas reuniones, la alergia al cinismo quedaba en evidencia. Esa travesía suya desde la militancia comunista hasta la decantación espiritual fue, según ella señalara, “producto de una necesidad de entender al otro, a lo otro, con los años he aprendido a ponerme en los zapatos de los demás”.  Lessing explicaba que “todos somos aspectos de los demás” y quizá ello ayude a comprender que sus 46 libros publicados provinieran de una personalísima visión del mundo al tiempo que han fungido como historia de un período contemporáneo de drásticos cambios culturales y políticos.

La mayoría de las novelas de Lessing se ambientan en Zimbabwe, otrora Rodesia, ahí donde ella se crió y experimentó “la soledad infernal como modo de vida” y de donde quiso huir en su adolescencia “al precio que fuera necesario”. Incluso sus relatos de anticipación no escapan de la catástrofe inminente como epílogo sugerido. Más significativo que sus retratos intimistas de desintegración social, marcados por el sinsentido de la tensión racial en el África colonial, es su inmersión virgiliana en terrenos psicológicos y psíquicos, hasta entonces no cartografiados en la narrativa en inglés. Su novela fundadora El cuaderno dorado (1962) es quizá la mejor muestra de esa travesía entre la psiquis profunda. De un modo experimental e iconoclasta, Lessing devela una nueva dimensión del entendimiento de la locura, lejos de todo credo clínico.

Otras obras de indiscutible peso psicológico y resonancia emocional, más allá de sus proféticos ensayos, sus poemarios y dramas teatrales, son Instrucciones para un viaje al infierno (1971), La buena terrorista (1985), La grieta (2007) y los anteriores cinco volúmenes de Hijos de la violencia iniciados con Martha Quest (1952) y que concluyen con La ciudad de las cuatro puertas (1969), suerte de “autobiografía psicológica” de la autora y con la cual iniciara la transcripción de un yo por desmoronarse. Tras lo que ella misma definió como un “intento de autobiografía”, Memorias de una superviviente (1975), Lessing terminó por inclinarse al género de la autobiografía más tradicional con Bajo mi piel/Dentro de mí (1995) y Un paseo por la sombra (1997). La lectura de ambos títulos ayuda a explicar la intimidad y el desparpajo del viaje literario, en primera persona, de una de las plumas más tenaces y visionarias de la posguerra, que a los 94 años de edad se ha despedido.

Empiezo por la que sea quizá la pregunta más incómoda: ¿cómo ha lidiado con la etiqueta de escritora feminista, apenas publicado El cuaderno dorado?

Es una más de tantas que me han puesto. Ni yo soy feminista ni mi prosa es feminista. No lo digo para contrariar a nadie, y sé que a varias feministas no le caigo bien.

La novelista estadounidense Joyce Carol Oates ha descrito El cuaderno dorado como “el más sofisticado trabajo literario de liberación femenina”. ¿Qué opina de esa apreciación?

Es una apreciación, y los escritores no deberían preocuparse demasiado de apreciaciones críticas. Si para Oates esa es una obra de liberación femenina, pues no me parece mal: es su apreciación. No salí a escribir algo sobre liberación femenina. Mi idea era escribir un libro que conllevara un comentario sobre sí mismo, que hablara de cómo se fue construyendo. La forma del libro en sí era mi interés central. El cuaderno se escribe a partir de fragmentos, que son los reflejos de un yo dividido que busca integrarse.

¿Acaso empezó a escribir su autobiografía Bajo mi piel/Dentro de mí porque veía la inminente posibilidad de que otros lo hicieran por usted?

Antes se esperaba a que la gente se muriera para escribir su biografía. Ahora, debido a que con la publicación de biografías se hace mucho dinero, especialmente si son tremendistas e impudorosas, mucha gente se ha lanzado al negocio. Ya me habían mostrado dos intentos biográficos sobre mi persona, escritos por ingleses, repletos de errores y exageraciones. Mi libro tiene la base factual que ninguna otra biografía sobre mí pudiera tener. Estaban elaborando cinco biografías diferentes y quise adelantarme a posibles falsedades.

En su autobiografía sostiene el credo de que muchos secretos biográficos no deben ser revelados.

Me refería a secretos relacionados con la vida personal de otra gente, no de mi persona. No creo que sea mi tarea estar abriendo las gavetas de la vida privada de otros, más aún cuando no quieren que sus secretos se sepan. Es pudor y compasión.

¿De modo que ninguno de sus secretos biográficos hemos de buscarlos en sus obras de ficción?

Cualquier persona sensible y que sepa algo de la vida, encontrará información sobre mi vida en mis novelas, así como encontrará información sobre todo novelista al leer su prosa. En mi autobiografía he tratado de ser lo más confesional posible, sólo he resguardado los secretos de otros. Los míos están todos ahí.

Muy poco evoca en el libro el clima político y social en Rodesia del Sur (actualmente Zimbabwe) mientras usted se criaba ahí, en época colonial.

Yo creo que sí. Me concentro quizás más en patrones domésticos de mi familia, pero creo que sí reflejo la problemática de los colonos…

De los colonos, no así de los nativos o de la relación colonos-nativos.

De eso he escrito mucho en libros como Risa africana, que es todo sobre Zimbabwe, desde una perspectiva sociológica. En los libros que conforman la serie Hijos de la violencia se da la narración sobre una detallada cortina social, donde describo aspectos de la sociedad colonial y la bilateralidad cultural de zimbabwenses y británicos.

Usted confesó que de niña pasó muchísimo tiempo fijando momentos en su mente. ¿Puede describir este proceso y su significado?

Sentía desde temprana edad mucha presión por parte de mis padres en ver y percibir las cosas a su manera. Entonces yo me esforzaba por preservar mis sensaciones e impresiones en medio de esa presión. Era una niña que pasaba mucho tiempo diciéndose a sí misma: “Así es que pasó esto de verdad, esto sucedió así, y no dejes que ellos (mis padres) te convenzan de que fue de otro modo”. Constante presión en mi interior. Pero se trata de un modo de convertir las experiencias en algo más seductor. Gracias a este doloroso proceso es que conservo imágenes, emociones y sentimientos vividos durante mi niñez. Los recuerdo en detalle, muy claramente. Aquel esfuerzo infantil había valido la pena.

Ha descrito que en Rodesia los segmentos sociales se estratificaban de acuerdo al color de la piel. ¿Cuándo comprendió críticamente las implicaciones de pertenecer a la imponente minoría blanca?

Durante mucho tiempo no entendía la sociedad blanca africana. A partir de mis veinte años de edad empecé no sólo a entenderla, sino también a rechazarla. El mismo cuadro familiar en el que vivía era un claro reflejo de la patética condición de los blancos en África. Vivían de una nostalgia imperialista. Mi madre se vestía, en medio de la sabana africana, como si estuviera en Oxford Street en Londres. Éramos todos una comunidad de la periferia imperial, rezagados, pacatos. Llegué a odiar todo aquello, a odiar y a sentir gran lástima por mis padres.

Usted ha dicho que a partir de la década de los 80 pareciera que se impuso un dogma que proscribe a todo autor blanco escribir sobre negros, sobre la negritud y la experiencia cultural negra o africana.

Sí, es parte de esas imposiciones de la literatura como parte de lo políticamente correcto, que está por todas partes. Es un juego que se lleva a cabo en universidades. Es un debate académico que a mí, como escritora, me parece fútil. Siento que yo puedo escribir de la experiencia africana tanto como un autor negro africano, así como un indio, como lo es Rushdie, puede escribir sobre la experiencia inglesa o Achebe, que es nigeriano, sobre la experiencia norteamericana. Por otra parte, la lengua inglesa ya tiene mucho tiempo fuera del uso exclusivo de los ingleses. Una cantidad considerable de literatura india ha sido escrita en inglés. También muchos africanos escriben en inglés, al igual que autores caribeños. No hay que hacer una resolución del fenómeno, hace ya mucho tiempo que existe.

¿Ha tenido que ver su oficio de escritora con su sentido de autopreservación?

No mucho. Escribas o no escribas siempre vas a estar reflexionando sobre tu vida, elocubrando sobre tus posibles futuros, llegando a conclusiones sobre tu interior. Si veía fatalismo y una vida ruinosa en mi familia, escribir sobre ello no proporcionó ningún tipo de mejoría ni a su condición ni a la mía. Mi lucha con mi familia, con mi medio social de aquel entonces, era producto de mis juicios de valores. Hubiera escrito o no, siempre hubiese sido una luchadora.

En Bajo mi piel/Dentro de mí nunca menciona que usted siempre supo que sería escritora. ¿En qué momento se convirtió su vocación en algo irreversible?

Desde mi adolescencia escribía. Nunca romanticé sobre el hecho de escribir. No creo que haya nada extraordinario en ser escritora. Quizás el momento más crucial en mi carrera literaria fue cuando decidí irme de Rodesia, rumbo a Londres, buscando publicar Canta la hierba. Para ello dejé a mi esposo y a mi familia. Fue algo muy doloroso, pero quedarme en Rodesia era quedarme en el limbo.

En Canta la hierba hay dos elementos recurrentes, casi leit motifs, que son los abastos y los trenes que, según usted, eran lo más emblemático de la condición africana colonial. ¿Puede hablar sobre ello?

Sí. Los trenes, por ejemplo, tenían más de tres cuartos de su espacio destinado a pasajeros blancos, un par de vagones estaba destinado a los mestizos y a los indios (de la India), y uno sólo para los negros, que siempre era la mayoría. Ese era quizá el símbolo más oficial de la discriminación racial. El otro símbolo importante eran los abastos, siempre pequeños y siempre diferenciados en base a su clientela: si era blanca entonces estaban bien surtidos, bien mantenidos y gozaban de mayor espacio; si era para negros entonces el sitio era tan lúgubre como la condición a la cual eran sometidos los nativos. Ver un tren o uno de esos abastos nos decía probablemente más del dolor y de la opresión sufridos por los nativos que cualquier otra cosa.

¿En vista de ese panorama opresivo es que se convierte en militante comunista apenas pasados sus veinte años de edad?

Me convertí en comunista porque por primera vez en mi vida conocí a gente que pensaba como yo, o que pensaba. Así de simple. La sociedad de Rodesia del Sur en ese entonces era extremadamente filistea y vulgar. Resultaba muy difícil conseguir a alguien con siquiera un ápice de interés literario. La gente en el Partido Comunista había leído lo mismo que yo, problematizaban las cosas igual que yo, deseaban un cambio social igual que yo. Éramos muy críticos con la sociedad blanca, pues era el poderío explotador, pero éramos un movimiento muy pequeño y desacreditado por los demás.

Al cabo de un lustro se distancia del activismo comunista y, sin mucha gradualidad, comienza a seguir la disciplina islámica del sufí o sufismo. ¿Cuáles son las razones detrás del vuelco?

Me resulta muy difícil hablar de eso. Fue, claro está, un cambio radical: refutar el credo comunista y adentrarme en el sufismo. El sufismo es un modo de entender la vida… Es que sólo podría decir un par de frases al respecto y con toda seguridad se distorsionaría el sentido de lo que a mí me interesa del sufismo. La gente tiende a hacer asociaciones con esta corriente espiritual, un estereotipo que me desagrada mucho. No es un culto, no es una religión, no es un dogma, no es una corriente psicológica. Hay quienes han especulado que me interesé en el sufismo por la ponderación tan particular que hace de los sueños, de las experiencias oníricas, de momentos de atención especial. Y mi interés por los sueños lo he tenido desde siempre, desde niña. Incluso ha llegado a darle cuerpo, de un modo parcial,  a mis novelas; pero mi afición por el campo onírico no tiene que ver con mi orientación sufista. Eso pertenece a un predio íntimo, a mis propias vivencias, de las que no hablo. Simplemente las vivo.

Sin embargo, no es algo que guarda con tanto celo como sugiere. Su autobiografía abre con un epígrafe del maestro sufí Idries Shah.

Sí. Quería hacer alusión, a través de un pensamiento de Shah, al rol del individuo al querer reformar la sociedad. Esa fue mi lucha individual, y también la de muchos grupos colonizados y explotados. Pero una persona sólo puede lograr esas metas una vez que haya desarrollado la capacidad de conocer profundamente la mecánica opresiva del sistema y, sobre todo, de lo que hay de opresivo en sí mismo. Es curioso, la mayoría de los contestatarios y disidentes sociales llevan en sus adentros todo lo coercitivo de la mecánica social contra la cual luchan. Sin saberlo, no se liberan en sus adentros de ese terrible lastre. La liberación debe darse antes que nada a un nivel interior, individual.

Quizás pueda hablar de las motivaciones de su vuelco a la lectura bíblica y coránica después de haber seguido una praxis comunista y atea…

Empecé a leer la Biblia y el Corán por pura inquietud literaria, o más bien intelectual. No fue el sufismo lo que me condujo a ello…

Yo no he sugerido eso. Me refiero particularmente al prólogo de su novela de anticipación Shikasta, donde evoca pasajes bíblicos.

La introducción a Shikasta la escribí a partir de una anécdota. En una oportunidad, alguien me dijo que nadie lee el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento y el Corán en secuencia; y que si yo lo hiciera me daría cuenta que cada uno representa una etapa diferente de la misma religión. Y eso fue lo que hice. Me interesé mucho en esos textos sagrados y resolví escribir un libro utilizando las ideas que eran comunes a todos los textos. Estos son los libros sobre los cuales se edificó la civilización occidental. Creé entonces una utopía, un trabajo de ficción espacial, pero más bien de “espacio interior” en una contexto de ciencia-ficción. No me propuse nunca hacer una cosmología a partir de la Biblia o del Corán.

En 1978, como parte del prólogo a la serie Canopus en Argos, usted escribió que la ciencia ficción y la ficción espacial componen la rama más original de la literatura contemporánea.

Creo que mucho de lo que se ha escrito en ese género literario es de gran calidad y siempre ha sido subestimado por la crítica y por la academia. El género siempre parece estar perdiendo terreno. Se ha dividido mucho, en el sentido de que se ha fusionado con otros géneros. Ya no es algo tan puro como lo era cuando escribí eso, entonces opinar al respecto es un asunto mucho más complejo que hace veinte años. Pero defiendo el género, y siempre están los seguidores e interesados. Por ejemplo, el compositor Philip Glass me escribió una carta diciendo que deseaba hacer una ópera a partir de una de mis novelas. Decidimos reunirnos, nos llevamos muy bien, y llegamos a la conclusión de que The Making of the Representative for Planet 8 era la mejor opción para su tipo de música. Escribí el libreto, él lo revisó y montó la música. Fue una experiencia muy enriquecedora. Incluso trabajamos después en una segunda ópera, Los matrimonios entre las zonas tres, cuatro y cinco, otra de mis novelas de la serie Canopus in Argos, pero no se ha podido estrenar debido a falta de financiamiento.

En muchas de sus novelas, en especial  La ciudad de las cuatro puertas, se proyecta la llegada de un holocausto terminal. Existe un fatalismo recurrente. Sin embargo, la catástrofe es contrarrestada en mucha de su prosa por un sentido de sobrevivencia excepcional, en personajes de un estoicismo a prueba de todo.

La raza humana es experta en supervivencia. No hay duda de ello. Yo misma he visto cómo determinadas personas subsisten en medio de un desastre continuo. Lo vi de niña en Rodesia y lo he visto de adulta en muchos sitios, en donde sea. Llevan una vida miserable, y si mis novelas se ambientan sobre un fondo muchas veces desastroso, también he querido dar espacio a la esperanza en aquellas personas estoicas, que perseveran, que nadan a contracorriente.

En su autobiografía menciona la constante culpa que siente tras llevar a cabo determinadas acciones. Sin embargo, no habla de cómo lidia con esa culpa o cuáles son sus consecuencias. Quisiera que hablara un poco de ello, vinculándolo a un escrito del poeta Czeslaw Milosz que dice que el sentido de culpa está tan desarrollado en el individuo moderno que ha terminado por aniquilar la validación de su propia percepción y de su propio juicio.

Bueno, no sé hasta qué punto la culpa aniquila nuestra percepción de nosotros mismos y de las cosas. Lo que sí creo es que aniquila nuestra energía. Nos consume, absorbe toda nuestra energía. Yo misma no entiendo porqué existe tanta culpa en nuestra sociedad. En mi biografía describo cómo llegué a sentir tanta culpa por dejar a mi familia, por dejar a mi esposo, por tomar decisiones soberbias; pero me di cuenta que para abrirme camino y realizarme, había sido preciso tomar esas decisiones y que, en caso de que fueran erróneas, no debía sentir culpa. Luché por borrar la culpa de mi lado, pero no es algo fácil de hacer. Incluso, es dificilísimo escribir sobre ello, al menos en mi caso. Pero no por eso no profundicé tanto sobre mis culpas en el libro. Es algo que hice adrede porque requiere de mucho espacio. Eso: serían capítulos enteros de cómo padecí la culpa y cómo lidié con ella. Sería como otro libro.

Dijo en una oportunidad creer que el sufrimiento y la tensión que vivió de niña fueron requerimientos para devenir escritora…

Sí, creo que la tensión es particularmente importante para el escritor. Creo que la tensión es algo positivo para un niño que luego vaya a ser escritor porque desarrolla una capacidad de observación muy sensible y precisa. Soy demasiado emotiva para mi propio bien. Muchas cosas del transcurso de mi infancia en Rodesia, viéndolas hoy en día, a distancia, me dan horror: lo filisteo y obtuso de la sociedad blanca, el sufrimiento que uno veía alrededor como parte de una otredad, la indiferencia y los prejuicios de los colonos, incluyendo, lamentablemente, a mi familia. Me tuve que ir de ahí. Volví a recordar ese sufrimiento, esa tensión, a distancia, en Londres. Lo viví fuertemente cuando llegué a Londres, en 1947. Y es justo en ese entonces que empezó mi carrera como escritora.