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Después de cien años, la espera por el agua continúa en Aracataca; por Nelson Fredy Padilla

aracataca
 

Aracataca siempre se ha debatido entre inundaciones y sed. Gabriel García Márquez nació en medio de un aguacero torrencial en un pueblo donde conseguir agua bendita era una utopía. Finalmente pudo ser bautizado por su tía Francisca con “agua bautismal de emergencia”. La obsesión por el líquido cumple allí un siglo y quien mejor la recuerda es Aída García Márquez en su libro “El niño que soñó a Macondo” (Ediciones B), donde evoca las manifestaciones culturales en las que ella y su hermano Gabriel participaban, en especial la representación de “La epopeya de la espiga”, escrita en 1913 por el poeta Aurelio Martínez Mutis. Está inspirada en un pozo de agua al que Jacob lleva a beber a sus prósperos rebaños. Jesús está ahí para advertir: “el que bebe del agua que en mi símbolo se esconde y luz y gracia llueve, sed no tendrá jamás”. Y todos soñaban con “un pozo eterno de aguas vivas”. (Conozca aquí las razones por las que Santos no inauguró el acueducto de Aracataca)

La paradoja con que han sobrevivido los cataqueros es que su pueblo, casi al nivel del mar, está bañado por los ríos Aracataca, Piedras, Fundación, Tucurinca y los canales de riego Bremen o Tolima. “Todos corren por sus laderas sobre piedras límpidas”, dice Aída, pero esas “aguas diáfanas” nunca se habían transformado en agua potable hasta ahora que le invirtieron 3.500 millones de pesos.

En “Cien años de soledad” Macondo está rodeado de agua, pero la vida transcurre entre pozos, letrinas y moradores vaciando bacinillas de día y de noche. A duras penas alcanza para el guarapo fermentado que calma el sopor de las visitas y para los brebajes de Úrsula Iguarán.

De niño, Gabo ofició de monaguillo en la iglesia para tener el privilegio de atesorar agua bendita y participar del bautizo de sus amigos. Los caudales de su tierra le resultaban efímeros a las dos de la tarde, 35 grados centígrados a la sombra, porque siempre había que esperar a que hirvieran agua para poder beberla. Eso equivale en su ficción a una sequía apocalíptica que su hermana recuerda cuando murió su abuelo Nicolás Márquez: “las benévolas bombas de agua dejaron de accionar (como ahora) y se secó la fuente interna del fondo de la tierra. Hasta los patos se fueron, se secaron y murieron los árboles”.

En la realidad se convirtió en un yugo del que siempre quiso librar a su pueblo, pero ni sus más cercanos amigos presidentes, Belisario Betancur y Andrés Pastrana, pudieron ayudarlo. Hubo presupuestos, varios recomendados por el propio Nobel a quienes algunos pobladores acusan de haberse olvidado de su tierra, pero los organismos de control dicen que la corrupción de la politiquería desvió el dinero como el que desvía un río.

“Agua y nada más”, tituló García Márquez un escrito en el diario El Heraldo de Barranquilla en mayo de 1952, donde advirtió que no quería seguir desperdiciándola como ingrediente literario “siendo un artículo de primera necesidad”. Entre líneas advirtió a los políticos que “con el tiempo, parece que el agua ha recobrado su perdida jerarquía de elemento indispensable en la subsistencia”. Según él, en Colombia nadie entendió la indirecta bíblica de lo que fue el diluvio para la humanidad.

Hace 30 años, a finales del 83, escribió en El Espectador la columna “Vuelta a la semilla”, sobre su regreso después de 16 años a Aracataca y la impresión que le causó haberla encontrado igual de deshidratada: “no mucho había cambiado… las plazas con su polvo sediento y sus almendros tristes como lo fueron siempre… el calor irresistible a las dos de la tarde, su polvo blanco y ardiente… Es difícil imaginar otro lugar más olvidado, más abandonado, más apartado de los caminos de Dios”. Sintió “el alma torcida por un sentimiento de revuelta”.

Y añoraba cuando en esas “calles reverberantes” no importaba que no hubiera agua potable: “cuando Aracataca era un pueblo cosmopolita donde nadie se bajaba del caballo para recoger un billete de cinco mil pesos. Pero se acabó la fiebre del banano y los chinos, los rusos, los ingleses y los emigrantes de todo el mundo se fueron a otra parte, no dejaron ni rastros del antiguo esplendor… no dejaron nada”.

 En el Magazín Dominical de este diario, en marzo de 1995, ratificó la necesidad: “sigue siendo una aldea polvorienta, llena de silencio y de muertos. Desapacible; quizás en demasía, con sus viejos coroneles muriéndose en el traspatio bajo la última mata de banano, y una impresionante cantidad de vírgenes de 60 años, oxidadas, sudando los últimos vestigios del sexo bajo el sopor de las dos de la tarde”. El 30 de mayo de 2007 regresó la última vez en tren y, aunque sonrió en público por el homenaje, volvió con el alma arrugada.

Su voz fue desoída desde mediados de los años 50, cuando denunció en estas páginas la sed y el aislamiento de “El Chocó que Colombia desconoce” y aprovechó una columna para gritar: “Hay que acordarse de Aracataca antes de que se la coma el tigre”. Y ningún funcionario o político se acordó más allá de los discursos oportunistas de época preelectoral. Como cuando en “Cien años de soledad” el presidente de la República le dirigió un telegrama de pésame al coronel Aureliano Buendía prometiéndole una “investigación exhaustiva” por el asesinato de 16 de sus 17 hijos. Describió la solemnidad del gobierno frente a la insalubridad de las viviendas de un mundo que dependía de un telégrafo. En la vida real, ni las claves de Melquiades ni las profecías de Nostradamus parecían suficientes para canalizar las aguas.

Sólo ahora, cien años después de la fundación de Aracataca, se termina un acueducto que abastecerá al 80 por ciento de sus 50 mil habitantes. En una región de ríos y ciénagas, al fin se logró apresar un caudal de 100 litros por segundo para una planta de tratamiento. El tanque elevado de concreto armado ratificará la frase del novelista que se cita en el gran libro abierto que le hicieron de monumento: “hay cosas reales que tengo que desechar porque no se pueden creer”.

Incrédulos, los habitantes iban a recibir este jueves al jefe de Estado, a sus ministros y a los periodistas con letreros de agradecimiento, así en el fondo se pregunten si en pleno siglo XXI hay que darle gracias al gobierno por llevar agua potable a una comunidad. Tenían razón. El miércoles en la noche el presidente Juan Manuel Santos canceló el evento luego de enterarse de que el bombeo de agua sólo llega a una parte de la población y dijo que no iba a prestarse para un engaño más, que sólo irá cuando el Ministerio de Vivienda le garantice que el servicio llega a todos los barrios.

Quedaron en veremos un desfile por el camellón del 20 de Julio, visitas a la Casa Museo Gabriel García Márquez, a la Casa del Telegrafista, a la Biblioteca pública Remedios la Bella (¿descenderá a ver este suceso?) y el repique de las campanas en la iglesia San José. En el colegio Gabriel García Márquez se cantaría el Himno Nacional, en el hospital se le prenderían veladoras en memoria de doña Luisa Santiaga Márquez Iguarán, habría agua extra para los sancochos de gallina criolla y no faltaría quien recordara las mariposas amarillas.

Allegados a la obra aseguran que tarde o temprano a los beneficiados, las estirpes condenadas a un siglo de sequía, “la nueva red matriz les transformará la vida”. Ya no tendrán que gastar la mayoría de sus ingresos en agua embotellada o en bolsa. Tal vez ahora sí puedan darse el lujo de regar los jardines y cambiar los estanques por piscinas.

En las tinajas ya no se verán los gusarapos, que algunos llamaban sarapicos, y que eran las larvas de los mosquitos jugueteando en el fondo del agua de beber. Se destaparán esas vasijas y serán liberados de allí los animes de Aracataca, según García Márquez, “esos seres minúsculos, casi transparentes, espíritus traviesos, pero benévolos”, a cuya fuerza misteriosa y sobrenatural algunos pobladores prefieren atribuir el milagro del agua potable.

En todo caso, el 20 por ciento restante de la población tendrá que seguir yendo a bañarse, a cepillarse los dientes y a lavar la ropa al río y regresar a la casa con las canecas al hombro. Dependerán de que los recursos del Programa de Agua Potable y Alcantarillado 2005-2015 del departamento del Magdalena no se evaporen en la regional Macondo antes de alcanzar una cobertura del 95% las 24 horas del día.

Por eso también había carteles para el presidente Santos reclamando, además de potabilización plena, mejores vías de acceso y planes de desarrollo socioeconómico, porque si todavía están viviendo los estragos de la bonanza del banano, ahora temen que la palma africana sea otra maldición. El agua potable a cuentagotas no les garantiza “una segunda oportunidad sobre la tierra”.

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Aparecido en El Espectador y cedido a Prodavinci por su autor, el editor de la edición dominical del diario colombiano.