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A propósito del ViceMinisterio de la Suprema Felicidad, por Ángel Alayón

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El anuncio de la creación del ViceMinisterio de la Suprema Felicidad Social desató reacciones en los medios de comunicación y las redes sociales, la mayoría de ellas entre la burla, la ironía y el temor. Quizá el ViceMinisterio de la Suprema Felicidad Social despertó en muchos el temor al mundo orwelliano de 1984 y su totalitarismo, representado por los ministerios del Amor, de la Paz, de la Abundancia y de la Verdad. Y es cierto que es de temer cuando desde el Estado alguien pretende saber qué es lo mejor para cada quien o, lo que es peor, cuando desde el gobierno se intenta  imponer un concepto de felicidad.

Nicolás Maduro anunció la creación de la oficina para impulsar programas sociales ya existentes, como la Misión José Gregorio Hernández, la Misión Negra Hipólita, la Misión Hijos de Venezuela y la Misión en Amor Mayor. El ViceMinisterio es, en principio, sólo una instancia burocrática. Por un momento llegué a pensar (alejándome de Orwell) que la creación del ente podía tratarse de un intento del gobierno por utilizar la felicidad como un objetivo para el diseño de políticas públicas y para la evaluación de su impacto en el bienestar de la población. Una movida que no dejaría de ser interesante bajo la óptica de ciertas tendencias internacionales en materia de políticas públicas. Porque hay que distinguir entre el uso de la noción felicidad en el discurso político y la utilización del mismo concepto para comprender el alcance y las consecuencias de las políticas públicas en los ciudadanos.

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Durante mucho tiempo, la felicidad tuvo muy mala reputación en las ciencias sociales como área de estudio. Vista desde la academia, era algo que pertenecía al territorio de la autoayuda, y no al ámbito de los intelectuales serios. Sin embargo, durante los últimos años los economistas y psicólogos han logrado convertir a la felicidad en uno de las áreas de estudio más interesantes para los hacedores de políticas públicas.

El economista británico Richard Layard fue uno de los pioneros. Profesor del London School of Economics, desde los años setenta Layard ha peregrinado con sus ideas sobre la felicidad y el resultado de sus investigaciones, ideas y resultados que fueron compilados en un libro para la divulgación en 2005: Happines: lessons from a new science.

Oscar Wilde decía que “El dinero no da la felicidad, pero produce una sensación tan parecida que hace falta un experto para distinguirlas”. Layard es ese experto y ha intentado demostrar que sí existe una relación directa entre el bienestar y el ingreso. Sin embargo, a ciertos niveles de ingreso el aumento de la felicidad que otorga el crecimiento del ingreso es cada vez menor y, en ocasiones, hasta puede ser negativo. Layard cree que la felicidad está determinada por factores adicionales al ingreso, como la posición social relativa y el cambio en los gustos, algo que contradice uno de los preceptos básicos de la economía clásica: De gustibus non est disputandum. El economista británico comulga más bien con la posición de Jesucristo en el Evangelio según San Mateo y su “no sólo de pan vive el hombre”.

Un trabajo más reciente de Betsey Stevenson y Justin Wolfers ha inclinado la discusión en cuanto a la relación entre dinero e ingreso hacia la visión de Oscar Wilde. Stevenson y Wolfers, con nueva data a su disposición y técnicas estadísticas más avanzadas, encuentran que, en efecto, el crecimiento del ingreso en la sociedad sí incrementa el nivel promedio de la felicidad reportada, desmontando la llamada Paradoja de Easterlin.

Happiness 1

La noticia relevante es que los investigadores no encuentran un “punto de saciedad”. Es decir: mientrás mayor es el ingreso, mayor felicidad. En el siguiente gráfico se ve la relación entre ingreso familiar y satisfacción en la vida, con una clara relación positiva, donde se hace evidente cómo los ciudadanos de países con mayores ingresos reportan un nivel de satisfacción mayor.

Happiness 2

Desde el campo de la sicología y la economía conductual, Daniel Gilbert tiene uno de los trabajos más interesantes sobre el tema de la felicidad: Stumbling on Hapiness. Una de las ideas más estimulantes de Gilbert es que los seres humanos somos muy malos prediciendo sobre cómo nos sentiremos en el futuro en relación con eventos positivos y negativos en la vida. La gente sobrestima, por ejemplo, lo bien que se sentirá luego de comprar un carro nuevo y también se equivoca al pensar que no podrá recuperarse emocionalmente luego de la pérdida de un familiar cercano. El problema que presenta este sesgo cognitivo es que muchas de las decisiones que tomamos, desde las cotidianas hasta las más importantes, se basan en un intento de predecir  cómo nos sentiremos en el futuro. Así que cuando predecimos mal podemos estar tomando malas decisiones que afectarán directamente nuestro bienestar.

Los esfuerzos de Layard y sus colegas se han visto recompensados. Cada vez más países toman en cuenta los indicadores subjetivos de felicidad para el diseño y la implementación de políticas públicas. El Gobierno de Francia publica un índice de felicidad desde el año 2008 con indicadores diseñados por dos premios Nobel de Economía: Amartya Sen y Joseph Stiglitz. Estados Unidos comisionó, entre otros investigadores, al sicólogo Daniel Kahneman, también Premio Nobel de Economía, para el diseño de indicadores de felicidad. Ya existe, además, un índice global de felicidad dirigido por Jeffrey Sachs, Richard Layard y John Heliwell. Y países como Butan han dejado de calcular el Producto Interno Bruto y lo han sustituido por la Felicidad Nacional Bruta.

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La expectativa ante la creación de un ViceMinisterio de la Suprema Felicidad Social es que, más allá del nombre, espante muy pronto los fantasmas orwellianos. Sin embargo, precisamente por su nombre, haría muy bien en encargar a verdaderos expertos una evaluación independiente de la efectividad de los programas sociales que le toca coordinar. En políticas públicas, las buenas intenciones nunca son suficientes y enunciar una lista de supuestos resultados positivos no equivale a evaluar un programa. Si se trata del bienestar de la población, debemos contar con la certeza de que el dinero público destinado a los programas sociales  se utiliza de la mejor forma posible.

Puede que todavía exista el debate sobre si el dinero puede comprar la felicidad, pero de lo que sí podemos estar seguros es de que el dinero mal utilizado jamás mejorará el bienestar de los venezolanos, ni los acercará al fin supremo de la felicidad.