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Los funerales del crítico, por Jorge Volpi

Polish-born German literary critic Marce

Tan admirado como odiado. Y, sobre todo, tan temido. Marcel Reich-Ranicki, el mayor crítico literario de Alemania y acaso del mundo. Una palabra suya era capaz de construir una reputación o de destruirla de un plumazo. Siempre agudo, siempre lúcido, siempre implacable. Se dice que, cuando huyó de Polonia en 1958, Heinrich Böll lo ayudó a encontrar trabajo en la redacción de Die Zeit y aún así él no tuvo empacho en despedazar su nueva novela (al toparse con él en una fiesta, éste le dio un abrazo al tiempo que le susurraba: “imbécil”).

Miembro de una familia judía alemana, Reich había nacido en Varsovia en 1920, y para inicios de 1939 se desempeñaba como intérprete del Consejo Judío en dicha ciudad. El mismo día en que fue trasladado a Treblinka, contrajo nupcias con su esposa, con la cual logró escapar del gueto en 1943, sumándose a la resistencia polaca con el seudónimo Ranicki. Al término de la guerra trabajó como diplomático y espía en Londres, hasta que fue expulsado de su puesto por “divergencias ideológicas”. Harto de confrontarse con la censura, escapó a Alemania y pasó a formar parte del célebre Grupo del 47.

Cuando se incorporó al programa de le televisión pública Cuarteto literario en 1980, ya era el crítico más elocuente y feroz de su generación, pero su presencia en los medios lo transformó en el “papa de la crítica” y semana a semana un ávido público seguía al pie de la letra sus recomendaciones. A los lectores les fascinaba la erudición y la ironía de quien había sido capaz de aparecer en la portada de Der Spiegel desgarrando un ejemplar de Es cuento largo de Günther Grass. (Otro de los escritores vilipendiados por él, Martin Walser, lo asesinó en su novela La muerte de un crítico.)

Reich-Ranicki se convirtió en el modelo a seguir por críticos literarios de medio mundo. Muchos de ellos no añoraban tanto su profundidad o su vehemencia, como su posición: la capacidad de ser escuchado por miles si no, como en Alemania, por millones de lectores, de fijar el gusto de su época y de poner en su lugar a los escritores de su entorno. Durante décadas su ejemplo fue imitado por doquier, como si la única medida de la independencia de un crítico fuese su violencia o su mala leche.

La reciente muerte de Reich-Ranicki sella, sin embargo, el final de una época. Sus funerales también son los de un momento de la cultura en el que una voz (o, en el mejor de los casos, unas pocas voces) determinaban el valor de una obra. Tal como ha ocurrido en otros ámbitos las columnas políticas, por ejemplo, la desaparición de estas figuras totémicas, la crisis de los medios impresos y la proliferación de los comentarios en Internet o en redes sociales hacen imposible que este sistema jerárquico se prolongue por más tiempo.

Para sus seguidores, esta transformación supone una grave pérdida: al carecer de intermediarios respetados de augures confiables, el público queda sometido a los intereses del mercado, preocupado sólo por vender librosvendiulturales c sin reparar en su calidad artística. Sin duda, uno puede sentir nostalgia por ese pasado en el que bastaba abrir el Frankfurter Allgemaine Zeitung o Vuelta o los grandes suplementos literarios que hubo en México- para saber qué valía la pena leer y qué no. Para bien o para mal, hoy eso es imposible: para seleccionar un libro o una película, o un restaurante, el público prefiere guiarse por comentarios en Facebook y Twitter y en especial por las reseñas de otros usuarios en sitios como Amazon o Goodreads.

En contra de lo que algunos quieren hacernos creer, quizás esta mutación no sea tan dañina: un estudio realizado por Loretti I. Dobrescu, Michael Luca y Alberto Motta para la Harvard Bussines Review (“What Makes a Critic Tick”, revisado en 2013) parece demostrar que los lectores comunes tienden a coincidir con los críticos profesionales a la hora de discernir la calidad de una obra, tal vez gracias a lo que se conoce como “sabiduría de las multitudes”. Con algunas ventajas: los lectores comunes se muestran más receptivos frente a los nuevos autores y no se dejan influir por los lazos personales o las disputas grupales que tienden a nublar el juicio de los críticos profesionales, cuyas opiniones pese a la creciente brutalidad de sus diatribas se han vuelto casi irrelevantes.

Por supuesto, el nuevo modelo también posee desventajas: autores y editores se han atrevido a falsear las reseñas de lectores anónimos, la publicidad excesiva resulta más efectiva en ellos y, para formarse un juicio, uno ha de eludir las estrellitas y adentrarse en la lectura de una docena de reseñas de usuarios, pero a la larga esta “democratización de la crítica” no suena tan perversa como denuncian sus adversarios. Ello no significa que dejemos de llorar la muerte de figuras como Reich-Ranicki “el hombre que nos enseñó a leer”, según un diario alemán, pero quizás al mismo tiempo debamos celebrar, con cautela, la aparición de miles de críticos sin papeles.