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Sacar a Caracas, por Enrique Larrañaga

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“Sacaracaracas”. Enrique Larrañaga – Collage Digital, 2013

 

Con la asiduidad casi religiosa con la que se celebran los cumpleaños de una abuela ya senil, quien sonríe ausente aunque no entiende tanto festejo, por estas fechas celebramos el aniversario de nuestra ciudad, como si sacar a Caracas de paseo nos eximiera el resto del año. Durante unos días le prodigamos loas con algo de nostalgia, mucho de retórica y poco del amor real de ése que da porque exige y exige porque da.

Quizá la fiesta sea, como canta Serrat, olvidar al menos por una noche, una semana o un mes, que “cada uno es cada cual” y simular intensidades que rompan la rutina cotidiana. Pero este ardid que convierte por igual a funcionarios, opinadores y ciudadanos en sacerdotes del exceso verbal y la escasez funcional luce cada vez más efectista y menos efectivo. Pura bulla, pues…

Es cierto que durante el resto del año la ciudad no se abandona del todo. A pesar de una estructura político-territorial caduca y desigual, imprecisas competencias que se usurpan y la renuencia a colaborar entre entidades separadas por fronteras que diluyen la cotidianidad, los alcaldes van haciendo cosas, aunque algunas no se entiendan y uno a veces hasta se pregunte dónde están.

Es también justo decir que en estos años los municipios identificados con las mayores urgencias de la ciudad, Libertador y Sucre, han adelantado intervenciones urbanas notables, asistido (casi a veces relevado) por la colosal muleta de PDVSA el primero y el segundo supliendo sus precarios fondos con asociaciones estratégicas. El Plan Catia y el ordenamiento de la Redoma de Petare, el programa “Espacios Sucre” y los parques en Libertador, la recuperación del casco central de Caracas y el de Petare, por ejemplo, demuestran que también la belleza y el orden son derechos ciudadanos y que para sacar a Caracas del desbarrancadero por el que se nos está yendo hay que tratarla y mantenerla con la amabilidad que le exigimos, y entonces vitalizarla desde sus nuevos o rehabilitados teatros para impulsar una vida urbana más intensa y plena.

Atendiendo a sus peculiaridades, toca hacer lo mismo con tantos otros enclaves en la ciudad y que, si dejamos de verlos con el derrotismo masoquista que califica todo de caos, notaríamos que ofrecen una diversidad que es quizá nuestra mayor riqueza.

Nuestra geografía y las circunstancias de su ocupación hacen de Caracas un collage de situaciones disímiles, cada una con notable coherencia e identidad. Como arqueólogos pacientes y amorosos, toca ahora sacar a Caracas de la perversión de instrumentos legales ajenos y caducos y atrevernos a “recordar nuestro futuro”. Es decir, a asimilar herencias y tesituras como un estímulo a la imaginación, sin atarnos a ellas con el conservadurismo castrador que late detrás de muchos que se autodenominan conservacionistas, y no como otro catálogo de imágenes.

Aunque duela, aceptar que la muerte es parte de la vida es un signo de madurez. Sólo así se metabolizan y persisten las tradiciones, entre variaciones que traen el tiempo y el azar. Y para muestra basta ver una hallaca o escuchar a la Movida Acústica Urbana.

Afectiva y efectivamente, iniciativas ciudadanas como Ser Urbano, Masa Crítica, Caracas a pie, Bicimamis, Una Sampablera por Caracas, entre otras, consiguen sacar a Caracas a la escena pública. Quizá por la espontaneidad de sus dinámicas, estas acciones a veces envían mensajes ambiguos que pueden ser trivializados, como el pacato estupor por la desnudez de ciclistas denunciando su indefensión en el tráfico o la mirada festivalera a serios reclamos a favor del peatón. Es una ligereza similar a la que, convertida en pasividad, nos hace aceptar las manipulaciones proselitistas en la acción cultural de Tiuna El Fuerte o el aislamiento físico y social de enclaves cívicos como Los Galpones, Trasnocho Cultural o Los Secaderos, formas distintas pero iguales de desvirtuar y alienar mensajes y actores de las cuales también toca sacar a Caracas para construir ciudad y constituir civilidad a través del libre ejercicio ciudadano de todas las oportunidades y manifestaciones.

Más inclusivos, pero limitados a eventos puntuales, los Por el medio de la calle en Chacao, Los Palos Grandes, El Hatillo y las “rutas nocturnas” en los museos y la Plaza Bolívar denotan la sed ciudadana de encontrarse en el disfrute de lo urbano sin barreras para sacar a Caracas del desaliento.

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“Desde la torre”. Ángela Bomadíes – Serie “La Recámara”, 2012

 

Y es que sacar a Caracas debe significar retar la segregación física, simbólica y temporal de lo que puede y debe congregarla, algo que debe hacerse si no antes al menos en paralelo. Quizá ésta sea la misión más ardua, pues estas fracturas se expresan en la ciudad pero no le pertenecen: se las imponemos nosotros mientras seguimos quejándonos y buscando culpables de miserias sobre las que nunca admitimos responsabilidad.

En este y otros sentidos, sacar a Caracas de este pantanal exige meter lo urbano en la agenda política y meter la política en el debate urbano, con liderazgos claros y ciudadanía más informada, mejor formada y menos prejuiciada. Política sin politiquería constreñida a lo electoral como rehén de encuestas y a lo partidista como arqueo de cuotas. Política vivida como polis y ética; liderazgos con capacidad de conciliación pero también con una convicción que vaya más allá de la próxima votación. Y una ciudadanía que supere lo reactivo (y hasta reaccionario) para asumir riesgos y cumplir deberes mientras reclama sus derechos. En resumen: civilidad plena ejercida con consciente respeto y exigente madurez para, entre ciudadanos libres de esta resignación a la imposibilidad que nos paraliza y liderazgos incluyentes pero no complacientes, articular políticas que sepan sacar cara por Caracas para desmontar la inseguridad y la violencia, alimentados también por nuestra propia y compartida pasividad y ausencia.

Está demostrado que la calle más peligrosa es la más solitaria y oscura, y que lo urbano es esencialmente cívico y civil. No es militarizando la ciudad para escrutarnos a todos por “porte ilícito de cara sospechosa” que venceremos el miedo y la violencia, sino recuperando la calle como espacio de encuentro, sin que nosotros ni nuestros edificios le demos la espalda, sino tejiendo con y en ella la trama de una cotidianidad articulada en ciudad como ámbito e invitación. Y sí: con los riesgos que ello implica, que por cierto no son mayores a los de toparnos con un conductor ebrio o con un vivo comiéndose la flecha.

Calles profusamente iluminadas. Comercios y servicios abiertos hasta tarde en la noche, que no sean multados sino recompensados cuando sus vitrinas complementen el alumbrado de las aceras para animar los paseos nocturnos. Transporte público seguro y decente las 24 horas del día. Espacios respetuosos que, en toda la ciudad,  incentiven un respeto equivalente (como aquel casi mítico “efecto Metro” de la década de los ochenta), aboliendo de una vez y para siempre la trillada distinción entre “formal e informal” que alimenta esta esquizofrenia urbana que nos tiene quebrados.

Supuestamente antagónicos, gobierno y sector privado siguen la misma “lógica” demostradamente fallida y contradictoria de pensar que sacar a Caracas de esta crisis integral exige vaciarla con una mano (dispersándola hacia Ciudad Caribia o hacia el sureste) y con la otra especular y saturar tierra barata con metros cuadrados, sin considerar en nada el espacio público.

Estas perversiones asumen la ciudad sólo como una operación inmobiliaria de rendimiento súbito (político, económico o, casi siempre, ambos) y no como una construcción cultural, cuya complejidad y heterogeneidad es indispensable entender y atender para sacar a Caracas de este laberinto de desencuentros y arbitrariedades y hacia algo que podamos sentir como propio porque lo reconocemos apropiado. De eso tratan y eso buscan la ciudadanía y la civilidad, los logros más elevados pero también más frágiles de la humanidad en su largo y accidentado camino hacia la libertad integral y su ejercicio. Y a eso se debe el ámbito natural del espacio público, de la escalera a la calle, de la plaza al paseo, del parque grande o pequeño a la acera limpia y lo que cada uno de esos espacios contribuye con el arraigo y la identidad existencial del ciudadano.

Toca revisar, críticamente y sin complejos, muchas asunciones que desgarraron ese tejido fundamental, enmendar errores cometidos a su amparo, retomar caminos abandonados por esnobismo o mezquindad y, sobre todo, evitar el simplismo y los silencios que aconsejan las encuestas y el dogmatismo de las opciones excluyentes. Es posible que coexistan la llamada “acupuntura urbana” con cirugías de variada intensidad que, sin temeridad ni temor, prevengan metástasis letales, ideas sobre lo que hoy luce imposible con obras de mantenimiento. Todo con la certeza de que una ciudad, por fortuna, ni se termina nunca ni es jamás la suma simple de sus hechos aislados, sino el incitante entramado de posibilidades y sugerencias que sus múltiples actores hacen y rehacen cada uno y todos los días.

Las ciudades no se hacen solas pero tampoco cambian, ni para bien ni para mal, si no existe la decisión de hacerlas cambiar. Y, ya se sabe, eludir decisiones es el peor modo de decidir.

Claro que reconocer (una palabra-palíndromo, que se lee igual de ida y vuelta) que para sacar a Caracas de esta aridez debemos superar las cárceles mentales, físicas, sociales y legales a las cuales la hemos confinado. También debemos celebrar su multiplicidad, pero hacer accesible y cercano eso que separamos y alejamos no es fácil ni será posible de un sopetón, algo que lo hace más urgente. No estamos condenados a los guetos que son, por igual, el barrio sitiado por el hampa o la urbanización cautiva del terror, ni a la seguridad falaz de los centros comerciales que, como voraces sumideros urbanos, anulan el espacio ciudadano de la calle. Mucho menos a temer la noche ni a rendirnos a rejas y candados.

Sacar a Caracas es, también, su reverso: meternos tanto en ella y metérnosla tan adentro que no nos la podamos sacar sin que en ello se nos vaya buena parte de lo que somos. Eso exige afinar métodos, pero sobre todo objetivos, directores y directrices (tanto como el tino ciudadano necesario para escogerlos), vigilar su trabajo y llevar adelante el nuestro.

No es fácil, pero tampoco imposible.

A esa responsabilidad estamos convocados este 8 de diciembre, con particular intensidad ciudadana. De cumplirla cabalmente dependerá que podamos celebrar la fuerza de la esperanza y no sólo el pasar de más años.