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¿Es posible salvar a Libia?, por Jon Lee Anderson

Por Jon Lee Anderson | 7 de agosto, 2013

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Este mes se cumplen dos años de la caída de Trípoli, capital de Libia, bajo la amalgama de fuerzas rebeldes que habían cercado la ciudad. El dictador Muammar Gadafi huyó a su ciudad natal, Sirte, donde dos meses después, el 20 de octubre de 2011, encontró su fin en manos de rebeldes que lo apuñalaron, golpearon y le dispararon después de que su convoy fuera alcanzado por un ataque de misiles de la OTAN. La excéntrica dictadura de cuarenta y dos años de Gadafi había terminado, señalando el aparente fin de una dramática cadena de acontecimientos que comenzaron nueve meses antes, en la ciudad oriental de Benghazi. Allí, inspirados por el derrocamiento de Hosni Mubarak en el vecino país Egipto, los libios manifestaban contra el régimen de Gadafi y las protestas se habían convertido en un sangriento enfrentamiento contra las fuerzas de seguridad nacional. Los manifestantes, con la eventual ayuda de bombarderos franceses, norteamericanos, y británicos bajo la bandera de la OTAN, habían tenido éxito. El humo aún no se había despejado cuando la victoria se consideró como un ejemplo brillante de lo que las potencias occidentales podían hacer en un campo de batalla moderno sin tener que enviar tropas terrestres al combate.

Una vez que la guerra dejó de ser necesaria, y con las potencias occidentales preocupadas por el desarrollo de la nueva —y ampliamente alabada— democracia en la rica nación petrolera, Libia ya debería haber alcanzado la paz y la estabilidad. Pero, en cambio, el país de más de seis millones de personas parece estar fatalmente desestabilizado y cada vez más fuera de control, gracias a las secuelas de la guerra para eliminar a su dictador. Las milicias que surgieron en varios frentes regionales se encontraron súbitamente en posesión de vastos arsenales y extensiones de territorio. A pesar de la orquestación de elecciones parlamentarias y la asunción nominal del gobierno por políticos civiles en Trípoli, las milicias no se han rendido. Al contrario, han utilizado su fuerza y artillería para tratar de generar cambios en la capital. Incluso, en varias ocasiones han llegado a invadir edificios del gobierno por la fuerza. También han luchado entre sí a causa de antiguas enemistades regionales y la batalla más reciente se produjo apenas el mes pasado.

El actual primer ministro, un abogado llamado Alí Zeidan, ha defendido la impotencia de su gobierno diciendo que sus fracasos se derivan de la debilidad de Libia como Estado. En muchos sentidos está diciendo la verdad: ensamblado a partir de tres antiguos valiatos otomanos, el estado moderno de Libia tenía dieciocho años cuando Gadafi le arrebató el poder a la monarquía del país, en 1969. En su ausencia, la nación de Libia es como un vestido desgastado. El autor libio Hisham Matar escribió la semana pasada: “bajo Gaddafi teníamos miedo del Estado, y ahora su debilidad pone en peligro todo lo que hemos logrado”.

El grado en que Libia está fuera de control se hizo evidente para el resto del mundo el 11 de septiembre de 2012, cuando una gran multitud —que incluía tanto a extremistas afiliados a Al Qaeda como a otros inspirados por la organización terrorista— atacó un complejo diplomático de EE.UU., asesinando al embajador estadounidense Christopher Stevens y a tres personas más. El incidente no provocó un debate acerca de qué hacer en Libia, sino más bien uno centrado casi totalmente en Estados Unidos, motivado por las acusaciones políticas con respecto a las debilidades y errores de comando estadounidenses. Mientras tanto, la situación sobre el terreno en Libia —facilitada por las acciones de la OTAN— había empeorado, y los extremistas operaban con mayor impunidad que nunca.

En junio y julio, decenas de libios murieron gracias a enfrentamientos entre distintas milicias en Benghazi y Trípoli. La última semana ha sido particularmente grave. El viernes 26 de julio, un prominente abogado de Benghazi, Abdelsalam al-Mismari, fue asesinado con un disparo al corazón cuando salía de una mezquita, tras las oraciones del viernes. Mismari fue un prominente líder de la rebelión de 2011 contra Gadafi y recientemente se había convertido en un  vocal opositor del segundo grupo político más grande del país, el Partido de Justicia y Construcción, una facción conservadora aliada con la Hermandad Musulmana. La sospecha es que fue asesinado por extremistas. Además, dos agentes de seguridad murieron el mismo día en la ciudad. Luego, el 27 de julio, más de un millar de presos escaparon de una prisión en las afueras de Benghazi bajo circunstancias aún turbias. (Esta fuga masiva coincidió con otras similares, vinculadas a Al Qaeda en Bagdad y a los talibanes en Pakistán).

La noche siguiente, antes de que empezaran las manifestaciones anti-islamistas contra el estallido de violencia, explotaron bombas fuera de los icónicos muelles del palacio de justicia de Benghazi, donde se inició la rebelión libia. Suliman Ali Zway, el reportero del New York Times en Libia, me envió un correo electrónico ese día para decirme que nunca había visto la situación tan mal. Más tarde me envió una posdata: acababa de ser asaltado por milicianos armados, y le habían robado el carro. Había perdido su auto, pero se sentía afortunado de haber escapado con vida.

Las dimensiones regionales del desastre en Libia no han sido calculadas con precisión por los legisladores que instaron la rebelión, pero parecen ser enormes. Después de la caída de Gadafi, milicianos Tuareg provenientes de Malí —que sirvieron durante años al dictador como mercenarios— huyeron de vuelta a casa bien armados y en carros de combate; poco después contribuyeron con las aspiraciones secesionistas de las remotas tierras del norte (escribí sobre la situación en Malí para The New Yorker). El episodio en Malí demostró — y no por primera vez— cómo un puñado de hombres determinados y bien entrenados con armas de fuego puede hacer mucho daño en zonas remotas de países pobres.

Libia carece de la capacidad para vigilar sus fronteras —por no hablar de sus arsenales— y Al Qaeda prospera en cualquier lugar donde haya un vacío de influencia. La sangrienta crisis de rehenes en un campo petrolero en el sur de Argelia, en enero de este año, se vinculó a la intervención francesa en Malí. En abril, la embajada francesa en Trípoli fue bombardeada y en Níger (otro estado débil que comparte frontera con Libia) murieron cerca de treinta personas en mayo por explosiones. Este año, dos importantes políticos seculares fueron asesinados en Túnez, donde comenzó la Primavera Árabe. En otro incidente ocurrido la semana pasada, un grupo de terroristas que, al parecer, operaban en la frontera argelina, mataron a ocho soldados tunecinos. El martes, decenas de miles de tunecinos salieron a las calles para exigir la renuncia de los gobernantes islamistas. Y por último, tras los derrocamientos de Mubarak y Morsi, Egipto se encuentra bajo un control militar cada vez más firme. Todo esto apunta a que la Primavera Árabe parece haber sido usurpada por un difundido caos.

Siria es el agujero negro en el firmamento, con una guerra civil que absorbe la poca luz que queda. Los aliados de la OTAN que hicieron llover misiles sobre Libia han acordado un silencio incómodo sobre el tema de Siria, al igual que están ausentes físicamente como garantes de la restauración pacífica de la situación de Libia.

El martes llegaron noticias de que el Departamento de Justicia había acusado a un líder de la milicia libia en Benghazi, Ahmed Abu Khattala, de complicidad en los ataques que mataron al embajador Stevens. Abu Khattala, quien confesó haber estado en el complejo esa noche pero niega cualquier responsabilidad por la muerte de Stevens, se ha burlado abiertamente de los intentos de Estados Unidos para hacerlo responsable por los asesinatos. El miércoles en Benghazi, Suliman ali Zway tuiteó: “Me encontré con Abukhattala dos veces, y estoy muy familiarizado con la dinámica/entorno militar de Benghazi, buena suerte en conseguir a alguien que lo arreste”.

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Artículo en inglés publicado en The New Yorker. Traducción: Nelson Algomeda

Jon Lee Anderson 

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