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70 años de El Nacional. Miguel Otero Silva en el diván de la recreación, por Víctor Suárez

mos texto

Miguel Otero Silva (MOS) no confiaba en nadie, entre otras cosas porque ninguno de los que comandaba esa redacción durante la primera mitad de los años ochenta creía que lo estaba haciendo mal o que algún remiendo había que hacerle a su periódico. De vuelta al país, después de una larga estancia en su Villa Guillichini —en Arezzo, Toscana italiana—, había constatado que el considerado mejor periódico de Venezuela estaba estancado en su propio, contradictorio y trepidante solaz.

Veinte años de exilio político y editorial, pero bien rociado de Dolce Vita, habían terminado. A finales de 1983, como una tromba, se había reincorporado a El Nacional, pero no encontraba cómo ensillar a los cimarrones que habían creado pedigrís no tabulados en la redacción, en todas las secciones. Existían tales cortijos internos que muy pocos tenían posibilidad de saltar los valladares que los protegían de intrusos y advenedizos.

“A El Nacional le hace falta una remezón en su estructura, en la manera de contar la noticia, de presentar la información, para alcanzar nuevos públicos. Esto hay que modernizarlo”, argumentaba.

Mascullaba mucho, pero disfrazaba su disgusto con risotadas altisonantes que escondían lanzas relancinas dirigidas a los objetos —animados o inanimados— de sus rabietas. Alguien me dijo, a lo mejor para despistar, que esa forma de interactuar la había aprendido MOS del comediógrafo latino Tito Maccio Plauto, en cuya obra, datada en los años 200 antes de Cristo, cunden la parodia, la ironía, la caricatura de personajes y situaciones y las comparaciones hiperbólicas. El asunto es que andaba con cautela en predios propios que, en lugar del inmanejable mar de los sargazos, se había convertido en reguero de tachuelas enojosas. Por eso andaba de puntillas, para no inquietar a los portadores de ideas fijas, mineralizadas, vigentes desde finales de los años sesenta, pero que por lo demás habían reportado valedero palmarés a la empresa, si se la comparaba con cualquiera de sus competidoras, sobre todo a partir del boom económico que reportó La Gran Venezuela de CAP. Era tan abundante el dinero que, en un diciembre, todos los trabajadores recibieron utilidades más gordas que de costumbre. Todo resultó en un error de cálculo que la presidencia de la editora (Pedro Penzini Fleury) nunca pudo revertir.

Aun cuando portaba en los bolsillos bajos de la guayabera una estrategia de cambio, MOS no contaba con estado mayor conjunto. Le pasaba lo mismo que había descrito con respecto al vicealmirante Wolfgang Larrazábal, luego de su derrota electoral de diciembre de 1963: “prácticamente solo y escotero como llegó de Chile (donde era embajador), el Almirante se abría paso con su sonrisa de marinero en tierra, con su palabra sencilla amasada con levadura del pueblo, por entre la maraña de tretas torcidas y sátiras desdeñosas que procuraban oscurecerle el rumbo”.

Hasta entonces, su última gran actuación en el diario había sido con motivo de sus cincuenta años de ejercicio periodístico, en la que —dueño al fin— decidió cubrir todas las fuentes informativas en son de reportero, cronista o analista para la edición del 29 de septiembre de 1976. Escribió veinte piezas, algunas malísimas (como la reseña del combate por la corona mundial de los pesos pesados entre Muhammad Alí y Ken Norton), otras elucubradas de antemano (“Tres sonetos profesionales”) y algunas realmente memorables, como la entrevista a Amador Bendayán, el superestrella de Sábado Sensacional que sólo le permitió emitir 72 de las 1.372 palabras que constó aquella petición de “Es urgentísimo que la televisión venezolana adopte el color”. Calzaba 69 años. Pensaba, y lo demostró, que se mantenía en el cenit de sus facultades y que podía desplegarse en todos los sentidos, tal como el mismo guarismo lo sugiere. La siguiente y última aproximación a la candela ocurriría 8 años más tarde. Parasoneteó a Góngora: Y yo torno al dominio de la noria/ a limar duelos de la triste historia/ para que tú, lector, no sufras tanto.

La recreación

De los cuatro hermanos Otero Silva quedaban dos, Clara Rosa y Miguel, cada uno con 50% de la propiedad. El Viejo Otero —Henrique Otero Vizcarrondo—, inmortalizado en un bronce que tan pronto aparecía en la recepción, en medio de las puertas de los dos ascensores o en la oficina del director, había complacido las ansias de su hijo mayor y le había auspiciado para emprender la obra a inicios de los años cuarenta, pero que cuarenta años después ese mismo vástago consideraba que decaía sin misericordia ni plañideras que enjugaran el sudario.

Luego de discutir largamente en plenarias familiares y con sus reales consultores privados, su primo natural el albino cuentista Oscar Guaramato y el economista Enrique Selgas, gerente general que le administraba los depósitos en EE.UU. producto de antiguos royalties petroleros, logró despejar la vía para la RECREACIÓN de su sueño. Así, en grande, puesto que para él ese proceso consistiría en bordar las bases del resurgimiento, noción que inmediatamente traducía Aggiornamento, como si estuviera conversando con el malogrado e incomprendido Pier Paolo Pasolini.

Para ello incorporó a un nuevo director: el petrolero Alberto Quirós Corradi, a quien no conocía pero lo sabía no-contaminado de tinta y plomo, y, también, del trapicheo político tradicional. Había sido un batacazo el fichaje de un outsider tan lacustre. Entre las céntricas esquinas de Pedrera y Marcos Parra, y luego entre Puente Nuevo y Puerto Escondido, en la sala de dirección habían acampado Antonio Arráiz, José Francisco Reyes Baena, Humberto Rivas Mijares, el mismo Otero Silva, Raúl Valera, Ramón J. Velásquez (dos veces), Arturo Uslar Pietri, Oscar Palacios Herrera y José Ramón Medina, todos ellos pertenecientes a las Parnaso All Stars nacionales.

La palidez de una magnolia triste, ejemplarizada en un jugo de parchita que nadie pasaba después del primer sorbo de cortesía, desapareció de repente de los andenes. El Charro cambió las reglas de juego. En lugar de la colección de monedas grecorromanas que el poeta chiquito pero templado José Ramón tenía en su escritorio con ganas de hacer una emisión conmemorativa del nacimiento del comercio por transacción simbólica (me encargó los bocetos para hacer los moldes), puso una botella de Etiqueta Negra, con mesonero en guardia perpetua. En el lugar que ocupaba la grandiosa Biblioteca Ayacucho, con ediciones que ya alcanzaban cien títulos distintos y de considerable grosor cada ejemplar, mandó a construir una sauna para escurrir resacas. La escritura densa, romántica y a veces abstraída, con sintaxis y prosodia a toda prueba, fue sustituida por una caligrafía con ímpetu de memorándum urgente. La voz casi imperceptible y a veces suplicante del entonces autor más prolífico y solicitado de la prologología nacional fue trocada por la del tronante maracucho, quien se hacía sentir desde que se bajaba de su flamante Ford Conquistador beige, a las cinco de la tarde, hasta que se marchaba a las doce y media de la noche, con su chofer y dos guardaespaldas armados.

El insurgente

En el trabajo de scout interno y externo que MOS desplegaba, le recomendaron la cooptación de un muchacho que era asistente en la Secretaría de Redacción (un escalón inexistente en el contrato colectivo, situado entre pasante y titular). De esa manera, me convertí en el tercero a bordo de esa lancha Nueva Esparta, que salió confiada a recorrer los mares.

Su apoyo al gobierno del general Medina Angarita y los avatares de la Segunda Guerra Mundial, de la que esperaba un desenlace encabezado por los soviéticos y no por los aliados, le impulsaron a crear el diario que salió finalmente a la calle el 3 de agosto de 1943, hace ya setenta años. Había pasado una temporada en convivencia con el catalán José Moradell, el criollo José Benavides y con el poeta Antonio Arráiz, quien sería el primer director, analizando, proponiendo, bosquejando el nuevo periódico, “el mejor informado y el de miras más altas”.

Comparó la prensa internacional, europea y americana, la división en secciones informativas, las formas de escribir, las modalidades y los géneros, los titulares y las entradas, las fuentes noticiosas. No habría de desechar la opinión que imperaba en todos los impresos, sino más bien depurarla y entregársela a los mejores en todos los campos. No reservársela para sí, como propietario que era, ni para los intelectuales del PCV, de donde procedía.

MOS me pidió que lo acompañara en la transformación del diario desde la mira del diseño gráfico y de la tecnología que entraba avasallante. Pero para que aquello fuera eficaz desde el primer día de la cooptación a su buró político particular, tenía que someterse a riguroso y urgente cursillo propedéutico. Eso le dije.

El anuncio de que había escogido a uno de los últimos en llegar (en realidad ya había cumplido o estaba por cumplir una década allí) causó natural temblor en las placas geológicas de la institución. Tenían razón en sus temores: creo que no sobrevivió ninguno de los ocho o diez integrantes de la entonces todopoderosa Secretaría de Redacción. No por designio malvado, sino porque estaban tan petrificados y adosados a su antiguo quehacer que no lograron adaptarse ni comprender la tecnología que se estaba implantando. “¿Qué vas a hacer con la indemnización triple que vamos a lograr?”, le preguntaron al licenciado Méndez Castro: “Voy a montar una venta de hielo en Higuerote”, dijo.

MOS sabía de mi existencia. Había leído una croniquilla mía (“La gandola que salió a beber”, la primera que me publicaban en ese diario). Le había gustado. “¿Quién es éste?”. Julio Barroeta Lara, coordinador de Opinión y Crónicas, le dijo: “Es de aquí. En el cuarto piso lo puedes encontrar”. Ahora me asociaba. La conjunción resultó positiva. Comenzamos a reunirnos, con días, pautas y almuerzos incluidos. En los primeros sondeos, MOS me hablaba de Viacheslav Mijailóvich Molotov, el martillo de Stalin, a quien se le atribuye el cóctel incendiario de uso común, pero que en realidad era el comisario del pueblo para asuntos exteriores de la URSS, y yo le replicaba que más peligroso y asfixiante fue el ucraniano Andrei Zhdanov, yerno y tijera de Stalin, gran censor de las artes soviéticas en los años veinte, treinta y cuarenta. No se contrarió.

Me contó los detalles de su confinamiento en Barcelona, estado Anzoátegui. A primeros de marzo de 1941, momentos después de haber salido a la calle el primer número del semanario El Morrocoy Azul, lo detuvieron y embarcaron en avión hacia su nativa ciudad. Le comenté que mi abuelo Vicente era el jefe de talleres de la planta eléctrica que surtía la ciudad, cuando esos grasientos galpones —en tanto propiedad de su padre: los galpones, la planta eléctrica, una fábrica de hielo y otra de velas de sebo que vendía cada vez que fallaba la luz y a quienes no podían pagar la factura eléctrica— le servían de refugio casi todas las tardes en que mataba el tedio lópezcontrerista a punta de brandy Felipe Segundo. Le apunté que mi padre, Víctor, que era pinche del tornero-electricista, se encargaba de cruzar el Puente Bolívar sobre el río Neverí en busca de esa bebida tan refrescante en los habituales 42 grados a la sombra que esplendían en la comarca.

— De manera que usted es barcelonés y masista, ¿no?

— Oui, monsieur, de la calle Anzoátegui número 33. Y co-fundador militante del MAS. Las dos cosas.

— ¡Ah! En un caserón, en la Juncal con la San Félix, nací yo, en el año ocho. Allí está ahora el Ateneo de Barcelona.

— Sí, lo conozco. Es una casa esquinera con siete ventanas por un lado y cuatro por el otro, de dos plantas y un jardín interior con varias matas de grosella.

— Exacto.

— ¿Conoció usted a Rafael Jiménez, apodado El Atronao? Un jugador de dados y de gallos, muy famoso en Barcelona. Era mi tío materno y padrino. Él me hablaba de usted…

— ¡Cómo no! ¡Gran amigo mío! Fue de los últimos en largar los grillos gomecistas. Tomaba güisqui seco y mandaba a cerrar las galleras y el bar Las Piedras cuando llegaba yo. Me invitó a un bautizo en el 47, después de ganarnos a los dados una bolsita de mariquitas de oro.

— Ese niño del bautizo era yo –le dije– y mi mamá me contó que en la fiesta del bautizo llegó un señor alto y robusto repartiendo oro, como si fuera Melchor, uno de los reyes de Oriente…

— ¡No puede ser! ¿Tú? En el rebullón de los tragos, no me quedó ni una sola de esas mariquitas.

 

Paciente imperturbable

Así comenzaron dos o tres semanas de sesiones sin testigos que hacíamos en la gran biblioteca de su penthouse, al frente —o a un costado— de la morgue de Bello Monte. MOS se quitaba los zapatos, se zafaba el cinto, daba orden de no pasar llamadas, pedía güisqui para dos, se acostaba en un diván sin almohada, al ras, cerraba los ojos largo rato y sólo los abría cuando tenía preguntas o quería que abundara en algún detalle de la operación del periódico. No volteaba para mirarme. Sentado, yo estaba en una mecedora de esas que usan los viejos anquilosados.

Había dejado a un lado la rutina de lidiar con el periódico dos décadas atrás, cuando fue obligado por el gobierno adeco y la oligarquía nacional —y/o anti-castrista continental— a evacuar y “vender” su 33% a dos de sus tres hermanos Alejandro y Clara Rosa. Al tercero lo tenían escondido en Macuto. Tuvo que dedicarse a hora entera a Florencia, ciudad del hombre; Aguirre, príncipe de la libertad; Cuando quiero llorar no lloro y La piedra que era Cristo. Sus incompletos estudios de Ingeniería en la universidad de la esquina de San Francisco no le avalaban para entender pizca de computación, que por lo demás no le hacía falta para escribir, aunque con dificultad, sus notas en las Video Display Terminals (VDT) que habían llegado a la redacción. Pero MOS quería saber a fondo cómo se estaba transformando en la práctica la industria editorial y cuáles eran los planes que estaba llevando adelante su sobrino, el arquitecto José Calvo Otero, entonces presidente de la empresa.

Los talleres estaban encendidos: los trabajadores no aceptaban la implantación de tecnologías tayloristas, si eso iba a significar la desaparición de profesiones completas. Y de paso los periodistas protestaban que se les añadieran funciones que supuestamente no concordaban con la naturaleza de su oficio. Le dije que yo era negociador sindical por parte de Secretaría de Redacción, el sector más directamente afectado. No se turbó. Más bien preguntó quién negociaba en nombre de los talleres. Le hablé de Víctor Ramírez y de Antonio Briceño Salas, jefes del Comité de Empresa.

— ¿El Diablo Ramírez? Lo conozco. Paró Ultimas Noticias cuando la huelga de prensa contra Pérez Jiménez, el 21 de enero del 58. Era del Partido (PCV).

— El Diablo ahora es del MAS –le aclaré– y tiene el respaldo total de los talleres. El Loco Briceño también –añadí.

Miguel Otero nunca aceptó ni soportó la existencia del MAS y mucho menos a su ideólogo más notorio, Teodoro Petkoff. Su actuación política a partir del 23 de enero de 1958, con el advenimiento de la democracia representativa, siempre estuvo nimbada por la ilusión de los Frentes Populares propiciados por la Tercera Internacional y del fantasma del pueblo unido jamás será vencido, pero sin dejar que se le tocara un solo pelo al oso soviético: en 1979 fue Premio Lenin de la Paz. Cada decisión personal suya en cuanto a apoyo a algún candidato presidencial en las elecciones del 58, 63, 68, 73, 78 y 83, irremediablemente, era abatida en la consulta comicial. “El Nacional no gana elecciones” se tituló la tesis de grado en Periodismo de las jóvenes Elizabeth Baralt y Mariadela Linares.

—    ¿Tiene usted algo contra el MAS? –le preguntó el periodista Leopoldo Linares el 28 de agosto de 1983, cuatro meses antes de las elecciones de ese año.

—    Absolutamente nada –respondió.

—    ¿Y tampoco tiene usted nada contra Teodoro Petkoff? –siguió el redactor político de El Nacional.

—    En el terreno de las relaciones personales no tengo nada contra él. Sin embargo, existen tres desacuerdos políticos tan profundos que, si insistes mucho, sería capaz de nombrártelos: el primero es su postura hegemónica y peyorativa ante la unidad de las izquierdas. El segundo es su posición ante la Unión Soviética. Petkoff se ha convertido en uno de los antisoviéticos más recalcitrantes y beligerantes de América Latina. Para él, la Unión Soviética es simplemente un imperialismo, exactamente igual o peor que el imperialismo yanqui o el imperialismo inglés. Para mí, la Unión Soviética es, antes que todo, los obreros y campesinos que realizaron la transformación revolucionaria más profunda que registra la Historia Universal, el Estado que convirtió un gigantesco territorio feudal y esclavista en una de las naciones del mundo más avanzadas, técnica y culturalmente, el pueblo que sacrificó varios millones de hombres y mujeres para librarse a sí mismo y librar a la humanidad de la bestialidad nazista que amenazaba con esclavizarnos a todos, el más vigoroso respaldo moral con que cuentan las nacionalidades de América Latina que luchan por su emancipación…

—    ¿Y el tercer desacuerdo?

—    Honestamente hablando, no creo que Petkoff haya inventado nada en el terreno de la teoría ni de la praxis política.

Desde el mismo momento en que la reportera Luisita Barroso, en esas mismas páginas en diciembre de 1970, ofreció la primicia de la división del PCV y la emergencia de la nueva formación política, El Nacional mantuvo una actitud hostil y a veces hasta negadora del “nuevo modo de ser socialista” que postulaba el MAS. MOS se refería a Petkoff como “el máximo común divisor”. Pero lo que reflejaba la política editorial del periódico distaba mucho de lo que sucedía internamente, donde el MAS tenía una fuerte presencia tanto en la redacción como en los talleres, administración y distribución. Se había presentado la inusitada situación en que el ideólogo del cambio tecnológico —la racionalidad en su despliegue y puesta en marcha, a contrapelo de las intenciones primarias de la empresa— y uno de los principales negociadores sindicales confluían en la misma persona. A MOS no le importó eso ni que militara en el MAS. El acuerdo final sobre el cambio tecnológico, entre la empresa y los sindicatos de trabajadores de la prensa y de artes gráficas (indemnizaciones y jubilaciones, reubicaciones, reentrenamiento) alcanzó la simpática suma de seis millones de dólares, aparte del costo del nuevo contrato colectivo, que para el caso de la Secretaría de Redacción resultó en un aumento de 43% en el salario básico. José Calvo Otero, presidente de la C.A. Editora, rechinaba. A partir de ese momento me volteaba los ojos al pasar y hasta llegó a prohibir el uso del color naranja (color del MAS) en las portadas de la sección deportiva (Cuerpo B). Más se desquició cuando la Dirección me designó Editor Técnico, tercer cargo y tercer sueldo en la redacción del periódico.

Otro hallazgo

Miguel Otero Silva pensaba que a los fotógrafos (y al momento noticioso captado) no se les daba suficiente valor ni espacio. Se quejaba: decenas de buenas fotografías se marchitan en los escritorios todas las noches, muchas de ellas sin siquiera identificar. “Le Monde no publica fotos en portada y por eso Le Figaro se lo está comiendo”. Comparaba con El Diario de Caracas y esa gran foto de apertura de Luigi Scotto. Contrastaba los otros cuerpos del periódico con la sección deportiva, sobre todo el lunae dies Pantalla. No porque fuese su preferida de siempre, sino porque explotaba bastante el insumo gráfico que llevaban los ilustrísimos José Sardá, Miguel Grillo y Jacobo Lezama. Esa sección era la más leída del diario y llegó a tener las tarifas publicitarias más elevadas, así como un team de reporteros y analistas estrellas: Castro Pimentel, Rodolfo J. Mauriello, Rubén Mijares, Jesús Cova, Carlos Ortega, con Humberto Acosta Gutiérrez como único y prometedor novato. Sin embargo, era el grupo que menor salario devengaba a cambio de sus talentos ambidiestros.

Para poner a prueba al departamento de Relaciones Industriales, la redacción de Deportes lanzó un desafío: “Nosotros hacemos Política, Economía, Tribunales y Sucesos, y todos “ellos” hacen Deportes por una vez”. El resultado: a Deportes hubo que rellenarla con noticias internacionales —que si el Juventus, que si el Benfica, que si el River Plate—, mientras que el Cuerpo D salió libre de tubazos de la competencia. Prueba superada, pecho inflado, con el Faisán no se meta nadie, y, a la postre, salario nivelado.

De los sucesivos cotejos surgió lo que se llamó Cuerpo C, un tercer cuerpo que ya existía físicamente pero que había entrado en remodelación de concepto, latonería y pintura y ahora exhibía una gran fotografía en el sótano de su portada, acompañada de una leyenda-crónica que el mismo MOS comenzó a escribir hasta el día en que me confió en el diván de los presagios:

—    Necesito un jefe para el Cuerpo C.

Le recomendé a Argenis Martínez, un chico platinado que lucía postgrado en el barrio del Trastévere y en los estudios de Cinecittá, en Roma, y que estaba altamente insatisfecho con su clandestina y anónima función de corregir los entuertos de los demás como editor de la sección de Arte, bajo el mando de Pablo Antillano.

El Cuerpo C que salió de allí compendió las crónicas de las grandes firmas de entonces. Incorporó a José Ignacio Cabrujas, quien muy pronto se reveló como el mejor en su clase, con nombre propio, porque ya lo había logrado bajo el seudónimo de Sebastián Montes en Punto en Domingo diez años antes. También las titilaciones de la gran ciudad, la algarabía de las universidades y las lamentaciones de los servicios públicos, las primeras manifestaciones de la informática nacional, los ecos de la provincia, la página de pasatiempos, las carteleras de cine y de teatro y la amplia esfera de las artes, la que más defendía.

La aceptación de Martínez como jefe del C fue la catapulta para su elevación a las máximas posiciones de El Nacional, que aún perdura, pero todavía le faltaba su consagración en primavera. Algún tiempo después de ese acontecimiento, un sábado en la tarde, aquel chico un poco mayor que yo me invitó a un ron solitario en el bar de la esquina del antiguo Teatro Metropolitano, que años antes había sido solar de circo y plazoleta de capeas.

— Voy a pedir permiso para ausentarme tres semanas. Tengo que ir a París.

— ¿Y qué te lleva hasta allá?

— Me voy a casar con Mariana (Otero Castillo), en la capilla de la basílica del Sacré Cœur, en la colina de Montmartre. No se lo digas a nadie.

Como en efecto…

 

El Pequeño Pedro

Las sesiones continuaban una tras otra, con propuestas que se iban engavetando, algunas, para posterior ejecución o mejor evaluación, y de efecto inmediato la mayoría.

“¿Será posible que hoy no almorcemos paté en la entrada y blanquette de cordero en segundo plato?”, hizo sonar su petición al llegar al penthouse. Y bajaba el tono casi en confidencia: “¿Qué quieres comer?”. “Sancocho de rabo y sierra frita con tostones, como los sirven en Los Techos Rojos, al lado del Teatro Municipal”, dije también en alta voz para que oyera la señora Mercedes Baumeister Velasco de Otero Silva, quien estaba en la sala conversando con sus hijas Mercedes Carolina y María Fernanda, habidas en su unión con Marcelino Madriz, antiguo amigo de MOS.

Esa tarde, luego de almorzar, el psiquiatra al revés —el paciente es el mudo de la sesión— se quedó hablando solo. MOS no respondía ante ningún estímulo. Había tapiado la conciencia y cerrado los ojos más de la cuenta y se había desentendido del dedal de Cointreau que retenía entre cinturón y maruto. Despertó porque roncó con fuerza y el licor se derramó.

— Hoy es día de escoger las comiquitas y estaba pensando en El Pequeño Pedro. –dijo en el salto el apaciguado dromedario.

Los sindicatos estadounidenses que manejaban los cómics funcionaban igual que los de los grandes autores de la literatura y el periodismo. Cobran pacas de dólares y contratan anual, en tiras o en página tabloide. Miguel Otero era fanático de las tiras cómicas, las había implantado en los años cuarenta y entonces aparecían al pié de las páginas interiores, en sucesivas impares. Me contó la trampa de naipes que estaba imaginando.

— Voy a aplicar un método capitalista puro. ¿Cuántas caben en una página estándar, de arriba a abajo?

— Entran ocho, una debajo de la otra. Y queda espacio a la derecha para el horóscopo y el crucigrama.

— Bueno, tengo la exclusividad de las que reserve. Aquí está mi lista de preferidas, pero son más de ocho. Y obligan a contratar doce como mínimo. De manera que voy a escoger doce, usamos ocho y las otras cuatro no las podrá comprar ningún otro editor en este país. Sólo las gozaré yo.

 

Jonrón barrebases

La transformación que traía en la faltriquera vio luz gozosa en términos generales, pero algunas de sus ideas habían tropezado o rodado antes de llegar al poste de los 300 metros. El Morrocoy Azul, fundado en 1941 por Kotepa Delgado y Carlos Irazábal, fue un éxito tremendo en humoradas y fantasías surealistas sabatinas, no como el cotidiano noticioso al que se asoció, pero no pudo estar en sus inicios debido al confinamiento en Barcelona. Según Kotepa Delgado, “cuando López Contreras entregó el mando a Medina, Miguel fue autorizado a regresar a Caracas y lo recibimos con la grata noticia de que estábamos vendiendo cuarenta mil ejemplares”.

Su segunda aventura editorial fue la fundación del semanario Aquí Está, en 1942, pero éste era propiedad del PCV. En 1943, El Nacional. Éxito. Más tarde, en 1958, funda el vespertino Pregón, desaparecido como las pajuelas, para el cual importó una camada de maracuchos buenos, como Heberto Castro Pimentel, Guillermo Campos Martínez y Euro Fuenmayor, quienes luego se quedaron por décadas en el matutino. El proyecto de El Nacional de Occidente, en los ochenta, fue un fracaso técnico y gerencial, con un maracucho no muy listo llamado Ciro Urdaneta Bravo, quien nunca supo localizar el botón de encendido de las máquinas VDT.

En esta oportunidad, la última de su vida, incorporó mucha gente de valía. Le entregó a Carnefrita —Luis Buitrago Segura— la encomienda de novelar el suceso más relevante del día. Redimensionó el Papel Literario con su ex yerno el poeta Luis Alberto Crespo al frente y al dominical Feriado con la espectacular Elizabeth Fuentes en posición de vanguardia. Se echó al hombro la edición del 40 aniversario, con diseño de Soledad Mendoza e ilustraciones de los siglos XVI y XVII que yo mismo fui a comprar, por indicación suya, en una tienda de papeles viejos situada en el boulevard de los Campos Elíseos, en París. Volvió a jugar a los dados y a comer fritangas con Oscar Guaramato. Y en eso cogió una nueva rabieta cuando Sergio Dahbar, editor adjunto de no recuerdo qué, escribió en un titular Silva con b o Vizcarrondo con s, no recuerdo bien. No silbo, ché, o No soy bizco, ché… una de las dos le reprochó.

Un mes antes de morir me brindó la mayor expresión de confianza que se le puede ofrecer a un reportero que no era reportero. Entre julio y agosto de 1985 se armó una entente Caracas-Moscú, con motivo de una fantochada protagonizada por el diputado del MAS Carlos Tablante en el Festival Mundial de la Juventud. Sofía Imber, en su programa de televisión Buenos Días, y el diputado Vladimir Gessen, del partido Nueva Generación Democrática, se habían complotado para hacer creer, durante una semana o más, que el reparto de una centena de volantes en el lobby del hotel Ismailovo de Moscú había provocado la detención y posterior expulsión del diputado masista del territorio de la Unión Soviética. Yo formaba parte de la delegación venezolana. Argenis Martínez había recibido mi aviso de que regresaría con algo importante sobre el caso. Entonces MOS le sugirió a Quirós Corradi que aguardara la versión de “nuestro hombre en Moscú” antes de mal informar o mal opinar. “Son del mismo partido, ¿qué podemos esperar?”, le decían. “Recuerden: pocas cosas hacen tanto ruido como un carro viejo o un diputado nuevo, decía Andrés Eloy (Blanco). Esperemos”, insistía él.

La Unión Soviética se estaba jugando su destino en ese momento con la aparición de Mijail Gorbachov como jefe del PCUS y del gobierno soviético, la Perestroika, la Glásnost, el comienzo de una nueva era en las relaciones internacionales y el inicio del deshielo y de la abolición del sistema político dominante en la URSS desde cuando los bolcheviques tomaron el poder en el Octubre Rojo de 1917. Mientras, en Venezuela se estaban ocupando de un mal papel de propaganda personal. MOS nunca percibió el fenómeno… o no tuvo tiempo de hacerlo.

Al regresar al país, mi versión del Show de Tablante mereció titular principal de primera página, mancheta, reportaje en la tapa del Cuerpo D (Política) y la gran foto-leyenda en la portada del recién reconstruido Cuerpo C del diario El Nacional, todo ello en una misma edición. “Pegaste un jonrón con tres en base”, me dijo MOS al día siguiente.

Murió el 28 de agosto de 1985, a 42 años del alumbramiento de El Nacional y a poco de haberlo resucitado con igual devoción y talento. A El Nacional le dejó el corazón como capilla sin santo.