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Los persas, por Jorge Volpi

Por Jorge Volpi | 30 de junio, 2013

Según cuenta Heródoto en sus Historias, en el año 480 antes de nuestra era el cuarto emperador de los persas, Xerxes el Grande, reunió uno de los ejércitos más numerosos de que se tuviera noticia y se dispuso a conquistar Grecia en represalia por el apoyo proporcionado por espartanos y atenienses a la rebelión de las ciudades jonias. Tras la batalla de las Termópilas —estilizada en el cómic 300 de Frank Miller y retomada en la burda película de Zack Snyder—, en la cual un pequeño grupo de heroicos soldados comandado por Leónidas, rey de Esparta, resistió el avance enemigo antes de ser aniquilado, los persas parecían encontrarse en una situación idónea para acabar definitivamente con sus rivales.

Víctima de la hubris —al menos según la versión de Esquilo en Los persas— Xerxes no tuvo empacho en incendiar Atenas y prosiguió su avance por mar y por tierra, indiferente al odio que concitaba entre sus nuevos súbditos. En contra de todas las predicciones, su enorme flota fue destruida por las naves de Temístocles en la batalla de Salamina, y posteriormente su armada volvió a sufrir estrepitosas derrotas en Platea y Micale. Aunque los griegos se preciaban de haber terminado con la amenaza persa de esta forma, los historiadores modernos juzgan que en realidad las hostilidades terminaron de manera negociada con la llamada Paz de Calias.

Desde esos lejanos tiempos, los persas quedaron dibujados no tanto como bárbaros, sino como miembros de una civilización misteriosa y ajena, caracterizada por su ritos incomprensibles y su boato decadente, imposible de ser asimilada conforme a nuestros patrones. Para los griegos, Persia se convirtió en una obsesión y en un enigma, un lugar agreste frente al cual no podía sentirse sino desconfianza y temor. No deja de asombrar que dos mil quinientos años después el “mundo occidental” continúe teniendo la misma imagen de Irán, la potencia sucesora de la antigua Persia.

Convertida al Islam en el sigo VII de nuestra era, esta nación nunca dejó de defender un carácter particular dentro del orbe islámico —la fe chií y una lengua y una literatura propias—, distanciándose tanto de los modelos europeos como de sus vecinos árabes. Férreamente independientes, durante los siglos IX y X los iraníes desarrollaron una de las culturas más vibrantes de la historia, plena de avances científicos y artísticos, y en realidad nunca fueron dominados directamente, excepto por unos años durante la segunda guerra mundial a manos de británicos y rusos.

Aun así, la mutua incomprensión ha prevalecido siempre en las relaciones entre Occidente e Irán. Más cerca de nosotros, Estados Unidos inauguró su temple imperial al organizar el golpe de estado contra el Dr. Mohammed Mossaddeq, el primer ministro nacionalista, democráticamente elegido, que había comenzado a modernizar el país y había decretado la nacionalización del petróleo. Desde entonces, como en tantos otros lugares (piénsese en Bin Laden), la CIA se encargó de crear a los propios monstruos que terminarían por amenazarlo.

Estados Unidos no dudó en apoyar el régimen cada vez más autoritario del shah Mohammed Reza Pahlavi, el cual sobrevivía gracias al todopoderoso SAVAK, uno de los servicios secretos más cruentos de la época. Aun así, el descontento popular culminó en una revuelta que envió al shah al exilio —durante unos meses en Cuernavaca— y entronizó como líder supremo de la República Islámica a Ruhollah Jomeini, quien instauró una auténtica teocracia que en mucho recuerda al poder absoluto que disfrutaron Xerxes o Darío.

Nadie duda que el régimen islámico, con su férreo dogmatismo y su antisemitismo militante, es uno de los sistemas políticos más anacrónicos del planeta, pero los prejuicios que desde hace siglos cargamos contra los antiguos persas no deben cegarnos frente a una sociedad mucho mas compleja y refinada que su gobierno y que no merece ser caracterizada como parte del Eje del Mal. Como ha quedado demostrado, cada vez que Estados Unidos se ha alzado soberbiamente contra Irán —como cuando alentó al Irak de Saddam Hussein a derrocar a Jomeini—, el resultado ha sido catastrófico.

En los últimos años, la presión de Occidente contra los reformistas culminó en la elección del ultrarradical Mahmud Ajmadineyad, quien no sólo se caracterizó por sus histéricas salidas de tono, sino por ser el artífice del fraude electoral de 2009 que provocó numerosas protestas cívicas. La elección del clérigo moderado Hassan Rohaní, con más del 50 por ciento de los votos, da cuenta de que la sociedad iraní ha decidido dar un drástico giro a su política. En contra de todas las predicciones, hoy se ofrece una posibilidad de un diálogo menos crispado entre Irán y Estados Unidos sobre su programa nuclear y otros temas sensibles, como Siria. Esperemos que en esta en esta ocasión los ancestrales prejuicios entre persas y occidentales no se resuelvan en otra batalla, sino en un acuerdo negociado como la Paz de Calias.

Jorge Volpi 

Comentarios (1)

hugo
5 de julio, 2013

Los persas ni son occidentales ni orientales, estan en el medio, en geografia y manera de ver al mundo, aunque son un gran y educado pueblo.

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