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Enza García Arreaza: “Me estoy oponiendo a mi propia vida desde que recuerdo”; por Gabriel Payares

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Pocos lectores permanecen impasibles frente al imaginario propuesto por Enza García Arreaza, una de las voces jóvenes más agresivas y prolíficas del panorama literario actual, autora hasta el momento de tres volúmenes de cuentos: Cállate poco a poco (Monte Ávila Editores, 2008), ganador del Concurso para Obras de Autores Inéditos de Monte Ávila Editores; El bosque de los abedules (Equinoccio, 2010), ganador del III Premio Nacional Universitario de Literatura; y Plegarias para un zorro (Bid&Co., 2012). Lo mismo ocurre con su presencia eufórica y silenciosa a la vez, contenida en sí misma como los ríos caudalosos. Antigua integrante del grupo ReLectura, que jugó un rol bastante visible en las dinámicas de promoción literaria durante la primera década del siglo XXI, Enza ha estado desde temprano en el ojo del huracán, y tan solo en épocas recientes se ha permitido el regreso al hogar.

En el prólogo a tu segundo libro, Miguel Gomes apunta que el comentario sobre tu precocidad literaria es ya casi un lugar común al referirte. Y es cierto, hace poco escuchaba a un compañero escritor decir que tú apenas si tendrías veinte o veintiún años de edad y ya habías publicado tres libros. ¿De qué modo vives esa fama de enfant terrible y a qué la atribuyes en tu caso particular?

Tengo 26 años, nací en 1987. No en 1983 como apunta la nota biográfica de Cállate poco a poco ni en 1993 como sugeriría el comentario del compañero escritor. Somos criaturas especulares y adecuamos la realidad a nuestra versión de ella para poder resistirla. Desde 2006 estoy tratando de endurecer mi propia versión de los hechos en medio de los paisajes que he elegido, y con la edad, por suerte, he ganado un tanto de cinismo y muchas alarmas que me recuerdan que nada es tan importante como la forma en que yo me relato a mí misma. Además, ¿qué es ser famoso aquí? ¿Llegar a un lugar y que te saluden? ¿Salir diez minutos en Globovisión? Somos muy graciosos cuando vivimos la realidad ajena: actuamos a veces como un vociferante manual de instrucciones, siempre sabemos qué es lo correcto cuando el otro se equivoca y nos encanta no tanto opinar sobre las cosas, sino sobre la opinión de los demás. También he sabido que mi caso suscita asombro porque al parecer no es normal que una indiecita (sic) hable de abedules. Necesario es reírse, sentar al querido ego y explicarle qué es lo verdaderamente importante. Me niego a creer que la fama sea algo que se vive, sería como atribuirle una categoría ontológica demasiado alta. A uno le importa obtener un lugar en el mundo, pero acercarme a mi tercera década de vida me deja como aprendizaje que si estamos teniendo esta conversación es porque tengo un oficio y no tanto por ser un producto de sus resonancias sociales. Por cierto, estoy harta del cuento de la joven promesa y de que no lean bien las notas biográficas.

Sin embargo, en un país que vive de las marcas comerciales y de la novedad, ese discurso sobre tu persona, por inexacto o cruel que pueda llegar a ser, ¿no constituye una forma de promoción que a la larga te otorga visibilidad editorial? ¿De qué modo ha influido esa Enza García personaje en la configuración de tus ficciones?

El caso es que no puedo convertir en un problema las percepciones que genere mi existencia. A mí no me importan muchas cosas y trato de recordar que yo tampoco soy importante en varios escenarios. Por otro lado, no pretendo llevar una vida asceta, aunque me fui de Caracas y puedo pasar semanas sin salir de mi casa aquí en Puerto La Cruz. Tengo espacio en redes sociales, asisto a congresos y bienales cuando me invitan, recito poemas, escribo en mi blog. Que esto y aquello devenga en publicidad es un daño colateral. No veo razones para evitarlo pero tampoco es mi plan maestro de promoción. Y no creo que la Enza personaje configure mis ficciones, me temo que es al revés. Basta recordar el repetido incidente del periodista que me pregunta después de leer mi primer libro si fui víctima de una violación o de algún drama incestuoso. Leer siempre al escritor en clave autobiográfica reduce el paisaje, cuando se supone que la literatura lo amplía.

Quizás uno de los tópicos más visibles de tu narrativa lo constituya precisamente ese erotismo, más bien franca sexualidad, expresada por lo general en variantes de la violencia: el poder, la transgresión, el sacrificio. ¿Qué órdenes específicos busca revolucionar este manejo recurrente en tu narrativa? ¿Contra qué moral o contra qué ética, si el caso, fueron escritos estos relatos?

La naturaleza sexual de mi obra es apenas uno de sus rostros, acaso el más visible porque, por supuesto, me gustan los sucesos de la carne y a todos los lectores también. Pero siento que, más que una entidad retadora, es el escenario para un ejercicio de memoria, apropiación y herencia. Ser narradora me enseñó a revelarme y también a rebelarme, como resultado de pequeñas batallas cotidianas: fue transgresor empezar a leer en una casa donde poco se leía, fue transgresor dibujar cuando me dijeron que no gastara los lápices de colores y fue transgresor comprar discos de Beethoven cuando se burlaban de mí por oír música de funeral. Me estoy oponiendo a mi propia vida desde que recuerdo. Busco irrumpir en mí, recordándome que la verdadera muerte es no elegir mis deseos creadores. Ahora, entiendo que venimos de un contexto histórico, y sé que hemos luchado por ganar derechos y espacios como mujeres frente al patriarcado. Sin embargo, cuando veo a estas alturas tanto asombro porque una mujer escriba sobre masturbación, incesto o sexo anal, me pregunto si de verdad hemos crecido como sociedad. No vamos a admirar a una mujer porque hable del cuerpo en sus escritos. Vamos a admirarla si nos parece que escribe bien.

En una entrevista reciente afirmabas que escribes sobre esas cosas que no has tenido o no puedes tener. Y en ese sentido llama la atención el tránsito que ha dado tu imaginario desde los relatos realistas de Cállate poco a poco, que se integraron bastante bien a lo que a muchos en su momento leían como “Narrativa urbana”, hasta las recientes exploraciones de Plegarias para un zorro, en las que echas mano sin dudarlo a tradiciones y culturas foráneas, y cuyo cénit quizás lo represente el relato “Akuma contra el tiempo”, en el que pareces despegarte bastante de tus anclajes locales para crear toda una cosmogonía tribal, una serie de deidades, prácticas y connotaciones que podrían apuntar hacia la literatura fantástica. ¿Hacia dónde conduce, si tal, esa fuga que has emprendido a través de tus ficciones?

No tengo una identidad, porque la identidad humana y la identidad literaria son dos consecuencias que toman tiempo. Puede que la intuición y los pronósticos te convenzan de algo: de leer, de oír cierto tipo de música y de revelar tu vocación, pero parecerse a uno mismo pasa por atravesarlo todo. Cállate poco a poco fue un libro temeroso y torpe. Está bien, hay que perdonarlo porque es el primer libro y se parece a la forma en que podía hablar y leer en aquel momentoIntenté seguir escribiendo así, que si el incesto, violaciones, putas y pasillos de la UCV. Eso parecía encajar en varias etiquetas que me había ganado, pero algo en mí no encajaba. Por eso El bosque de los abedules fue una transición deslumbrante: escribí un cuento que exageraba, donde reunía a Blake con Montejo, pasando por Peter Pan y Caracas, por un árbol con el tronco blanco y por Nabokov, sobre todo Nabokov, a quien empezaba a leer con toda la dificultad que me imponía. Desde ese momento solo creí en algo: nunca más me importaría encajar. Me apropio de las cosas que amo y que odio, y cuando se trata de raíces, las entierro en donde me place: uno nunca sabe, además, cuándo le tocará salir huyendo con esas raíces a cuestas. Escribir “Akuma contra el tiempo” y, en general, Plegarias para un zorro no significó despegarme de un anclaje local: fue, ni más ni menos, estar en consonancia conmigo misma. No me interesa escribir para un público específico, ni manejar un lenguaje y una temática que vaya con los tiempos o las ventas, y mucho menos con lo que se supone me ha de corresponder por las condiciones que me atribuyen. Sí, sí quiero que me lean, pero estoy construyendo mi identidad y tan solo a eso me debo.

Ese ejercicio de fidelidad para con los propios símbolos y las propias lecturas, y por lo tanto con la exploración libérrima de las propias sensibilidades, ¿apunta entonces hacia el ejercicio poético, hacia el acto adánico de quién funda en el lenguaje su experiencia de mundo? O dicho en otras palabras: ¿Te estorba la referencialidad narrativa, la obligación de tener en cuenta un contexto real?

No me molesta. No creo que por crear una identidad y un catálogo propio me exima de asumir un contexto real. Al igual que el verbo y la metáfora, la realidad es maleable, y puedo ser tan real y tan falsa como nuestras apariciones. Uno se emociona pensando que inventa el mundo cada vez que lo nombra, que halló la metáfora virgen. Pero creo que sobrevaloramos lo real, casi nunca nos permitimos creer que también es espejismo, que necesita su tiempo para encajar, con tanta gente alrededor tratando de explicárselo todo. Y supongo que necesitamos esa seriedad de lo real-verdadero para sentirnos tranquilos, para llenarnos también de esas ficciones orgullosas, pequeños pisos que sostengan los pasos en falso.

Pero la escritura no siempre tiende visiblemente a la realidad, ni a dar cuenta de ella, aunque esto último lo haga incluso cuando parece darle la espalda. En tu caso, ¿qué otro tipo de exploraciones y experimentos poéticos te interesan? Y de paso, ¿qué proyectos te ocupan en la actualidad?

Me ocupa terminar El genio del tiempo, otro libro de cuentos, El sultán menor, un poemario. Lo que me interesa de verdad es tener ideas que me obsesionen. No me gusta estar en paz.