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¿Se puede destituir a un funcionario público por pensar distinto?, por Andrés Troconis Torres

¿Es legal que la Administración Pública se desprenda de su recurso humano por no sintonizar con una ideología en particular? Sin duda, la respuesta correcta es No. En los últimos días, los medios de comunicación social y redes sociales han reflejado las denuncias formuladas por servidores públicos que han sido amenazados con ser destituidos por pensar distinto a su empleador. Tales denuncias las podemos colocar bajo el título de persecución política.

Comencemos por señalar que, en el ámbito público, existe una la ley que regula la relación de empleo entre los funcionarios y las administraciones públicas nacional, estadales y municipales, que lleva por nombre Ley del Estatuto de la Función Pública (LEFP). De esa forma, se distancia de la Ley Orgánica del Trabajo, los Trabajadores y las Trabajadoras, que, principalmente, está destinada a regir en el ámbito de las relaciones de trabajo del sector privado.

Con esto claro, debemos indicar que el funcionario público de carrera —quien conforme a la Ley es alguien que ganó un concurso público, superó el período de prueba y obtuvo su nombramiento— tiene un derecho que le pone freno al deseo de su empleador de desprenderse de él: la estabilidad.

La estabilidad es un derecho exclusivo del funcionario público de carrera —en el desempeño de su cargo— que causa una gran consecuencia: no puede ser retirado del servicio sino por las causales previstas en la Ley del Estatuto de la Función Pública. En ese orden, el artículo 86 LEFP, que recoge los motivos por los cuales un funcionario de carrera puede ser destituido, no existe ninguna causal que coincida con el hecho de pensar distinto al empleador o tener una ideología política diferente al gobierno de turno.

Es necesario aclarar que el servidor público no debe prestar sus servicios a un gobierno de turno en particular ni a una parcialidad política determinada, sino que, como indica su nombre, la idea es que el funcionario le sirva a la Administración Pública responsablemente, sea objeto de los ascensos correspondientes y, cuando cumpla con los requisitos para su jubilación, ésa sea la manera de egreso. Es decir: que haga “carrera” en la Administración, lo cual lo pone en una situación de tener que entenderse con gobiernos de distintas posturas políticas mientras transita el camino hacia su jubilación y, a la inversa, que los distintos gobiernos acepten y reconozcan la experiencia de los funcionarios de carrera.

Si no existe ninguna causal para que la Administración Pública se desprenda del personal que le resulta incómodo mantener en nómina por pensar distinto a ella, ¿entonces cómo puede proceder para lograrlo? Pues bien, esa pregunta admite varias respuestas, pero todas van atadas de la vocación democrática y respetuosa del ordenamiento jurídico de la autoridad. De esa forma, pudieran manipularse los hechos para hacerlos encuadrar en cualquiera de las causales que sí admiten la sustanciación de un procedimiento administrativo para la destitución o, si quien tiene la competencia para tomar la decisión no tiene mesura alguna, sencillamente procederá a destituir al funcionario sin mediar ningún trámite.

Ahora bien, la estabilidad implica otro obstáculo para la autoridad arbitraria. La destitución, al ser una sanción, requiere para su validez estar precedida de un procedimiento administrativo que, necesariamente, debe cumplir con unos requisitos sin los cuales viciaría de nulidad al acto.

Ciertamente, el procedimiento administrativo debe cumplirse de verdad. No puede ser un “montaje”. Para ello, el propio ordenamiento jurídico ofrece garantías de que el procedimiento se cumpla cabalmente, destacando la necesidad de notificar personalmente al funcionario el inicio de la investigación a la cual se pretende someterlo. Ese acto de notificación debe contar con la firma autógrafa del funcionario. De no tener la firma la notificación, habrá que concluir que no hubo procedimiento o, de haber una firma ajena, el propio servidor público podrá desconocerla. Entonces, ante un escenario de adrenalina sancionatoria desmedida, la consideración de tener que cuidar las formas con la sustanciación de un procedimiento se traduce en un gran obstáculo.

Otra dificultad la tendrá la autoridad en la última fase del procedimiento, que es la relativa a la decisión. Mucho más en el supuesto de que el funcionario investigado haya hecho uso, en la etapa previa, de su derecho a la defensa y refutado por escrito las imputaciones formuladas. El artículo 49, numeral 6, de la Constitución establece de manera categórica, que ninguna persona podrá ser sancionada por actos u omisiones que no fueren previstos como faltas o infracciones en leyes preexistentes. Como se dice anteriormente, el funcionario de carrera goza de estabilidad en el cargo, y por ello sólo puede ser destituido si se logra demostrar en el procedimiento administrativo que incurrió en alguna de las causales mencionadas en el artículo 86 LEFP.

Por tanto, la autoridad, más que preocuparse por la ideología política de su trabajador, debe ocuparse de demostrar que el funcionario cometió una infracción que acarrea la sanción de destitución. De no verificarse la comisión de la falta, la autoridad no debería decidir la destitución. Si lo hace, sin duda, sembraría en el acto un vicio que causaría su nulidad y se conoce como “falso supuesto”, el cual puede ser de hecho o de derecho y consiste, básicamente, en la manipulación de los hechos o del derecho.

La materia sancionatoria en general —y con mayor énfasis en el régimen funcionarial— es como un rompecabezas donde las piezas deben encajar sin aplicar ningún tipo de presión. Esto rescata la idea de falso supuesto, porque de no haber coincidencia entre lo expuesto en el acto y la realidad de los hechos o el derecho, el acto estará viciado.

En un plano menos jurídico, la situación planteada se reduce a dos cosas: decir la verdad o mentir. Mentir en un caso como el expuesto equivale a otro vicio del acto administrativo de destitución, que se conoce como “desviación de poder” y consiste en el manejo errado que la autoridad hace de la atribución que la ley le otorga para destituir a un funcionario. Es cierto que la autoridad tiene competencia para destituir al funcionario, pero es desacertado y erróneo que pueda hacerlo sobre la base de una mentira.

En caso de que la autoridad, sin mayores miramientos, proceda a la destitución de un funcionario por pensar distinto y lo haga sobre la base de imputaciones falsas, estaría cometiendo un acto absolutamente arbitrario que, paradójicamente, sí está catalogada como un motivo de destitución y sí podría llevar al despido de esa autoridad. El artículo 86, numeral 7, de la Ley del Estatuto de la Función Pública establece como una causal de destitución “La arbitrariedad en el uso de la autoridad que cause perjuicio a los subordinados o al servicio”.

Una última anotación, igual o más grave que lo anterior: el funcionario que sea destituido por pensar distinto tiene el derecho de impugnarlo en los tribunales. Así como los funcionarios públicos cuentan con una ley especial que regula su relación de empleo, también cuentan con unos tribunales especiales, distintos a los tribunales laborales, para exigir o hacer respetar sus derechos. Se trata de los tribunales contenciosos administrativos, encargados de controlar la legalidad de los actos administrativos emanados de la Administración Pública empleadora.

Los funcionarios que sean víctimas de procedimientos arbitrarios pueden defenderse en los procedimientos administrativos y judiciales de esta manera. Al fin y al cabo, el derecho se ejerce siempre creyendo en que la verdad se impondrá.

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Andrés Troconis Torres abogado y profesor de Derecho de pregrado y postgrado de la Universidad Central de Venezuela