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El chino de Antonio López Ortega, por F. Point

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Conocí a Antonio en la Maison d’ Amérique Latine durante una conferencia que nos hizo coincidir en la puerta de salida, al abandonar, prematuramente, la tortura a la cual habíamos sido sometidos por un profesor argentino que, modestamente, lo sabía todo sobre la literatura de su país y todo sobre la del resto de los países latinoamericanos. Eso fue a mediados de los ochenta, cuando López terminaba la maestría en el Institut d’Etudes Hispaniques, en el 31 de la rue Guy-Lussac, no lejos de las oficinas de Total, donde yo trabajaba para entonces, y sigo trabajando aunque en otro arrondissement. No pertenecemos a la misma generación y, aparte de la literatura, la única afinidad entre nosotros era el petróleo. En efecto, Antonio pasó parte de su juventud en un campo petrolero venezolano y yo he dedicado mi vida a la comercialización del preciado combustible. A menudo, cuando el tiempo lo permitía, nos encontrábamos en rue Vaugirard para caminar por el vecino Jardín de Luxemburgo. Me hablaba de Rilke, Juan Sánchez Peláez, su compatriota, y de Mallarmé. Sobre todo de Mallarmé. Me contó sus experiencias, recién llegado a la capital gala, con una compañera de estudios norteamericano canadiense. Tracy creo que se llamaba, especialista en el poeta de la rue de Rome: “Su tesis, de cientos de páginas, se detenía en el análisis de un solo poema de Mallarmé, uno de los sonetos. La pobre nunca la terminó, tal vez demasiado ambiciosa o tal vez demasiado frágil ella. No era nada bonita, pero tenía ese sex appeal de todos los que despiertan nuestra compasión. No la vi más nunca, a pesar de mis pesquisas. A ella le debo el conocimiento de la elegía frustrada de Mallarmé a la muerte de su hijo, Anatole, lo más desgarrado de la literatura francesa moderna. Algo así como los testamentos de Villon, no sé…”

Pensaba Antonio regresar a Venezuela y comprar una pequeña finca para cultivar la rica tierra de su país. “No me veo como profesor, Fredéric. Soy un escritor y en el campo tendré más tiempo para escribir que si me quedo en Caracas”. No es que no le gustara la para ese entonces muy excitante capital venezolana, sino que le gustaba demasiado y la dispersión era una amenaza cierta. Pero “sólo Caracas es corte” y, después de un tiempo en su retiro de aguacates y lechozas, regresó a la capital a ejercer con suceso innegable la gerencia cultural.

Así que no tenía que extrañarme demasiado lo que me comunicaba en un mail de hace tres años: “Nela y yo hemos decidido vender nuestro apartamento en Caracas y mudarnos a Margarita. Aquí, en Caracas, la violencia nos tiene a todos en su lista y a diario te preguntas cuándo será tu turno. Además, después de tantos años dedicados a la actividad gerencial, es hora de que me dedique por entero a mi trabajo como escritor. Escribir lleva tiempo, tú lo sabes, y ya es hora de dedicarme seriamente a una de las cosas que creo que hago bien y la que más me gusta”. No. Yo no sabía ni podía saber cuánto tiempo exigía la escritura. Por una de esas cosas de la vida, terminé trabajando en la industria petrolera a pesar de mis tempranas veleidades literarias. En su correo, me hablaba con entusiasmo de la próxima edición de su último libro en Pretextos, la prestigiosa editorial española. Además, reiteraba Antonio una invitación a Venezuela que databa de sus tiempos de agricultor. “Ahora sí deberías venir. Ya estuviste una vez en la isla y quedaste encantado”. Se refería a un corto viaje que realicé, atendiendo una invitación de Juan Liscano, y de cuyos pormenores escribí para Prodavinci hace un par de años. Sí, me gusta mucho Margarita, ¿a quién no? Así que decidí visitar a Antonio y Nela a finales del diciembre de 2012. “Sé que el restaurant de Dorina no es lo mismo, pero hay un nuevo restaurant chino que te va a interesar”. Buen narrador, buen conocedor de las debilidades tantas de los hombres, sabía bien mi amigo venezolano que, como dice la expresión, “ése era el empujoncito que faltaba”.

Lo que no sabía, y tampoco decía el mail, es que Nela, aparte de ser una de las mejores artistas de su generación, había mejorado notablemente la oferta de sus fogones. El día de mi llegada fui recibido por un excelente marmitako en la acogedora residencia de ambos en Manzanillo. De acuerdo con Nela, “la receta es de Alejandro Oliveros, que se la dio su amigo Juanito, ya muerto, el esposo de Blanca Royo, la del Bar Basque”. Al legendario restaurant vasco me había llevado el mismo Liscano y luego regresé, por mi cuenta, los tres días de mi permanencia caraqueña. “Pero lo más importante —seguía Nela, y no le faltaba razón— es la marmita, que la fuimos a buscar a Mérida, en el taller de unos artesanos que Antonio conoce”. El marmitako es un típico plato “pobre”. Es lo que comen en alta mar los arrojados pescadores de Donosti en medio de los más gélidos mares. No es más que un caldo de bonito fresco y patatas, enriquecido con un sofrito de guindillas, ajo, tomate y pimentón en generoso aceite de oliva, no necesariamente extra-virgen en la versión marinera. Se puede espesar con pan viejo rallado y se sirve muy caliente. No se cómo será en alta mar, pero conocí el de Juanito, preparado por Blanca, y el de Nela era lo más parecido.

Al día siguiente, caminando por la playa, Antonio me habló con dolido dramatismo de los catorce años de “asalto a la razón” que habían paralizado el desarrollo de uno de los países más ricos del planeta. “La muerte del presidente, en principio, no significa gran cosa. Cuando la irracionalidad se apodera de una sociedad, resulta largo y difícil desterrarla. Los griegos sabían de esto e inventaron una serie de instituciones para evitar que ocurriera. López Pedraza, quien fue una especie de maestro para mí y cuya muerte no terminó de lamentar, decía que cuando alborotan un arquetipo es bien difícil atajarlo. Fue lo que ocurrió en la Alemania de Hitler. El país más inteligente de Europa hechizado por un psicópata. Es la vieja parábola de El Aprendiz del Brujo. Una buena parte de la población venezolana actúa como las escobas de la película de Disney. Sólo esa especie de demiurgo, que aparece al final, pudo controlarlas. Eso, en la inquietante opinión de algunos, es lo que nos hace falta. Yo desconfío de esa salida. Sería pasar del personalismo delirante del aprendiz al totalitarismo del brujo. Yo, como los atenienses, sigo creyendo en las capacidades casi utópicas del areópago. El restaurant chino está más adelante, ya vamos a llegar”. Tan evidente como mi hambre era mi sed, así que nos detuvimos en uno de los “puestos” frente al mar, para apurar (es la palabra justa) una botella de Freixenet. “Pas mal, ¿verdad?” “Sí, Antonio. Helada, como dicen ustedes los venezolanos, hasta un cava sabe bien”. Media hora después estábamos de nuevo en camino, pero a la sombra de las palmas y almendrones de las acera. “Aquí está”, me dijo con la sonrisa llena de picardía que le conocen quienes lo conocen bien.

El restaurant chino de Antonio era mucho menos que un restaurant y apenas más que un puesto de empanadas bajo techo. Sin nombre, sin puerta, sin ventanas. Pero las dos lámparas de rojo kitsch a la entrada eran suficientes. Existe una semiología secreta en los restaurantes de comida china que el entendedor reconoce de inmediato. Es en esto, que no en más nada, que me considero casi infalible. Aquél modesto emplazamiento me pareció tan elocuente como la entrada igualmente precaria del legendario 13 Mott, de Nueva York. Y con estas great expectations nos sentamos en aquella precariedad, la más acabada expresión de una “contradicción en términos”: afuera una de las playas más espectaculares en el más espléndido de los días y nosotros sentados en una mesita de pantry en aquel tarantín caluroso. Enseguida fuimos atendidos por la joven dueña y orgullosa esposa el chef. “Yo me llamo Losa” (es decir Rosa). Decidimos ponernos en sus manos: “Tráiganos lo que tenga fresco, lo más fresco”, me aventuré, sin conocer la energía y recursos de Lin, nuestro chef. “Es impresionante”, me advirtió Antonio. “Tiene una sola hornilla en la cocina y un solo wok y todo lo hace ahí”. Cuando me dijo todo jamás imaginé que para el chino de Playa El Agua todo tuviera un significado tan vasto. Comenzó con una espesa sopa de auténticas aletas de tiburón, uno de los condumios más costosos de Asia y el Lejano Oriente, cocinada a la manera rústica y apetitosa de los pescadores de Cantón; seguida de las más tiernas, untuosas, brillantes y verdes-color-esmeralda-flores-de-cebollin al ajo, con una dulzura inolvidable de espárragos de primavera; un mero de un kilo, recién adquirido a Augusto Vargas, el infalible pescadero de El Tirano, al vapor en salsa de “caraotas” negras, sabroso desde los labios hasta la cola; langostinos silvestres cocinados de la misma manera y servidos en su concha, con el crocante dorso abierto para ser rellenado con una variante de la misma salsa; langosta de Los Frailes, también al vapor, con jengibre y cebollín servida en grandes pedazos en su roja y lustrosa armadura, para terminar con un glorioso pato asado, de los criaderos de los “paisanos” en las afueras de Valencia, crujiente, con memorias del Chinatown de mi juventud neoyorkina, y sendas tazas de blanquísimo arroz blanco.

Al final, apareció “Losa” con su chef-esposo Lin, sonriendo, satisfecho por la proeza, casi de equilibrista pirotécnico, de cocinar todo aquel desfile de maravillas en “una sola hornilla, un solo wok”. Después de las felicitaciones de rigor, intercambio de télefonos (inútil, porque no entendimos nada), promesas, encargos y futuros encuentros, Lin desapareció por un instante para regresar con una foto del mandatario desaparecido: “Yo cociné a él en Calacas”. Algo más trató de decirnos Lin sobre sus tenues relaciones con el poder, pero su español era tan corto como mi cantonés y la paciencia del casi siempre paciente Antonio. Mientras caminábamos en busca de un taxi, me dice: “Nadie es perfecto. Ni siquiera los chinos”. Es probable que eso sea cierto, lo indudable es que, como antes Dorina, el chino de Antonio en Playa El Agua es una razón más que se le ofrece a este cronista para regresar a la Isla.