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Nicolás Maduro, por Alonso Moleiro

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Nicolás Maduro no se ha caído de una mata y no lo han lanzado de un platillo volador. Es cierto: no es un hombre de letras, tiene por delante exigentes pruebas y un carisma que no es especialmente electrizante, pero de ninguna manera es el extraviado que algunos suponen. Así las cosas, difícilmente lo podemos clasificar como un “moderado”.

No habría decidido Hugo Chávez colocarlo donde está si no estuviera completamente seguro de sus atributos en esta delicada encomienda: un militante de la extrema izquierda de larga data; conocedor de los meandros del poder; consciente de lo que se puede y no se puede hacer en este tiempo histórico; con suficiente sentido común como para no adelantar jugadas y no irse de bruces. El mandato de Chávez ha quedado claro: “ni pacto con la burguesía, ni desenfreno revolucionario”

Nicolás Maduro es todo un convencido. Todavía no tiene el síndrome del cuarto de espejos del poder. Es, básicamente, un dirigente sindical. Un fajador social con mentalidad atrincherada, como la de cualquier exponente de la izquierda ortodoxa: la historia está dividida en una lucha entre buenos y malos; acordar con el enemigo es traicionar la causa popular; si pudimos fue porque los derrotamos, y si no pudimos es porque nos sabotean. Rasgos macerados en una militancia de larga data y en su extracción popular.

Podríamos, a estos efectos, apoyarnos en lo afirmado recientemente por el controvertido Heinz Dieterich: Maduro no es necesariamente la ficha ideal con la que contaba Hugo Chávez para suplir su ausencia –escenario que ni Chávez ni nadie en Venezuela podrían haber imaginado hace apenas dos años-, pero sin duda era el mejor de los dirigentes disponibles. Resume la expresión colectiva de un equipo político con el cual funciona –Flores, Vivas, Istúriz, Ernesto Villegas, Temir Porras, Menéndez, Jacqueline Farías, Jorge Rodríguez, Cabezas, entre otros-, y mantiene una conexión orgánica con su partido, en este momento el más fuerte del país. Nicolás Maduro es la cabeza de un equipo político. Es muy probable que la influencia de José Vicente Rangel ejerza un papel fundamental en torno a sus decisiones en este tiempo.

Estamos en presencia de un político con una enorme capacidad de trabajo, leal a su legado, que ha acumulado un enorme aprendizaje y ha aprendido a afilar sus uñas en su paso por el alto gobierno. También Maduro tiene claro que en política se vale retroceder: lo hará si las circunstancias se lo demandan. Su afabilidad innata y su trato flexible no lo eximen de ser todo un alumno adelantado de la escuela política del chavismo. Es un hombre pragmático, pero ésta es apenas la funda de un sectarismo pétreo. Desprecia olímpicamente el pensamiento disidente: sólo hace concesiones específicas y preferiblemente si reportan alguna utilidad concreta, y usa la legalidad como un instrumento para hacer vigentes sus objetivos.

Los discursos de Maduro son una réplica perfecta de su mentor político: la gimnasia verbal de la amenaza que convirtió en una escuela durante todos estos años Hugo Chávez. Un mensaje que tiene una coordenadas claras, con una mecánica sencilla, desprovisto de florituras intelectuales, aunque en su boca con un impacto menor que en el pasado. Acusar al adversario de tramar conspiraciones; redoblar la apuesta emocional con el patriarca desaparecido; arroparse con todos los estereotipos de la izquierda clásica y reconocer desdeñosamente los derechos políticos de sus adversarios, a los cuales nunca se les dejará de recordar que obran bajo vigilancia.

No soy de los que piensa que en este momento el PSUV presente fisuras que vayan a producir desenlaces. Todo lo contrario. El acuerdo con Diosdado Cabello, la otra esfera de poder del momento, parece muy estable. No niego que estas podrían presentarse más adelante; aunque esa, como otras variables, dependerá de lo que ocurra en estos meses, gane las elecciones o las pierda. Por lo pronto podemos concluir que la ausencia de Chávez obra en sentido contrario: el chavismo sabe que el fallecimiento de su líder los coloca en un severo aprieto y tal circunstancia demanda jugar cuadro cerrado. La alta dirigencia del partido de gobierno acusa, aunque no lo diga, los rigores de la incertidumbre y parece haber colocado sus diferencias a un lado para enfrentar la más delicada de todas las coyunturas. Cualquier chavista habría preferido perder el poder que perder a Chávez. Su recuerdo vivo es el cemento de la unidad.

Los ataques a la oposición de estos días, con las amenazas incluidas, podemos inscribirlas en la misma circunstancia: el chavismo tiene que saber que, aunque de momento derrotados, los factores de la oposición son lo suficientemente grandes y poderosos como para hacerles pasar un susto en una hipotética consulta electoral o en cualquier otro episodio delicado de la vida nacional. Agredir a la oposición, mantenerla arrinconada, vulnerar la Constitución y exhibir las dosis habituales de prepotencia forma parte de una cita cotidiana que, al menos en este momento, abona en la unidad de los rojos.

No tiene Maduro la experiencia al mando y le esperan unos meses particularmente convulsos. Queda claro que su objetivo supremo es continuar con la Revolución. Reanudar el arado, sin embargo, es en este momento una tarea que le exigirá redoblar esfuerzos. Maduro no le podrá hablar al país, ni remotamente, desde la posición de Hugo Chávez: no tiene su carisma ni la conexión popular, y no controla los poderes fácticos de la misma forma. Es un civil que deberá atender otras alianzas y remolinos emocionales vecinos. Esto incluye la tupida red de movimientos sociales que le acompaña. El chavismo no es sólo el PSUV, cosa que la opinión pública suele olvidar con bastante frecuencia.

¿Tendrá Maduro la autoridad, las agallas, la audacia de Hugo Chávez? Difícil. Para bien y para mal, aunque con los mismos actores, la salida de Chávez está produciendo una modificación todavía no del todo apreciada del cuadro político nacional. Sería quimérico pretender que la desaparición del hombre público más importante en estos 15 años, comienzo y final de todas las disputas de la vida nacional, no iba a producir consecuencias. El país ingresa en un nuevo período de su historia, con nuevos escenarios y opciones, y también con nuevos y renovados peligros.

¿Sabrá Maduro, comprender los límites de su poderío, capaz de interpretar con inteligencia las sutilezas de la realidad nacional, la fortaleza de sus enemigos, la urgencia de las decisiones económicas pendientes? ¿Entenderá que será necesaria mucha grandeza y sabiduría para estructurar alianzas que garanticen la gobernabilidad de la nación? Las circunstancias podrían obligarlo. La marea le puede venir demasiado alta.