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La mente y la máquina, por Héctor Abad Faciolince

google glass

El co-fundador de Google, Sergey Brin, usando las Gafas Google

Hace poco vi en TED, la explicación de cómo van a funcionar las Gafas Google. Uno se pone unos anteojos que son al mismo tiempo un computador, una pantalla y una cámara de video, y va viendo reflejado ante uno de los ojos las interacciones que la propia voz va teniendo con las gafas. Uno puede decirle: ¡Graba! ¡Toma una foto! ¡Muéstrame mi correo! Cosas así.

En este sentido, las Gafas Google son simplemente una especie de teléfono conectado a la red, que obedece a la voz y que te orienta en asuntos que ya hoy puede hacer también un Smartphone. Lo que ha alarmado a los primeros críticos de este nuevo aparato, son los efectos que unas máquinas omnipresentes tendrían para la privacidad. Si mi mujer está con su amante en una cervecería, tal vez no la entusiasme mucho la idea de que haya ahí mismo 20 personas con Gafas Google que la pueden estar grabando y que quizá van a colgar en la red un video de su encuentro con mi peor enemigo.

Tal vez el concepto contemporáneo de privacidad es el que tenga que cambiar. Cada vez hay más máquinas de vigilancia (piénsese en los drones del tamaño de una mariposa que pueden estar espiando cualquier calle del mundo en este mismo momento), más teléfonos con videograbadora, más cámaras de vigilancia de las que podemos imaginar.

Pero volvamos a lo que todavía es tan solo un prototipo en fase experimental, las Gafas Google. También puede uno preguntarles cosas como ¡recuérdame exactamente cuál es el test de Turing! Y la máquina puede desplegarte un texto que diga más o menos lo que Wikipedia dice al respecto:

“El Test de Turing es una prueba propuesta por Alan Turing para demostrar la existencia de inteligencia en una máquina. Fue expuesto en 1950 en un artículo (“Computing machinery and intelligence”) para la revista Mind, y sigue siendo uno de los mejores métodos para los defensores de la Inteligencia Artificial. Se fundamenta en la hipótesis positivista de que, si una máquina se comporta en todos los aspectos como inteligente, entonces debe ser inteligente”. Es verdad que cuando uno chatea por Internet con una máquina (hay sitios que ofrecen ese tipo de conversación), o cuando le pregunta a Siri en el teléfono algo relacionado con —qué sé yo— pizzas o hamburguesas, no tiene todavía la impresión de estar dialogando con un alma inteligente. Pero para efectos prácticos es más eficiente la bruta máquina que una persona cansada al otro lado de la línea telefónica de información.

Todos los que hemos amado y practicado el juego del ajedrez hemos visto con asombro el modo progresivo en que las máquinas han conseguido superar a la mente humana en el acertijo —para nada simple— del juego ciencia. A principios del siglo XX había quienes decían que las máquinas jamás llegarían a jugar siquiera como un niño de cinco años. En 1985, Garry Kasparov ganó 32-0 una simultánea contra los mejores computadores del mundo; once años después, en 1997, consiguió ganarle 3-2 al primer Deep-Blue, pero ya en la revancha, pocos meses después, perdió estrepitosamente. Desde entonces las más vulgares máquinas de jugar ajedrez que hay en la red o que vienen en algunos computadores, les ganan sistemáticamente a todos los grandes maestros del mundo. La superioridad de la máquina frente al hombre, en este juego, ya ni se discute. Es más, cuando un jugador gana con genialidad una partida, ahí mismo se sospecha que hizo trampa, como le ocurrió a un apenas mediocre jugador búlgaro, Borislav Ivanov, que ganó brillantemente cinco partidas en línea en un torneo con grandes maestros, hasta que los árbitros resolvieron dejar de transmitir las movidas por Internet, y el genio empezó a cometer errores de principiante.

Mis amigos escritores se burlan de las “máquinas de hacer versos”, o de los sonetos compuestos por computador, pero su burla se me parece cada vez más a la que hacían los ajedrecistas de principios del siglo XX.