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Tiger Woods y la soberbia: double Bogey / por Diego Fonseca

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El 10 de abril de 2005, Tiger Woods machacaba rivales camino a tragarse su cuarto torneo Masters en el Augusta National Golf Club, en Georgia, hasta que lanzó la bola al límite del green en el hoyo 16. La pelota se hundió en un lugar imposible. Tiger dedicó unos minutos a pensar la jugada. Tenía frente a sí demasiada distancia y un terreno irregular y debería pegar desde una posición incómoda, con la cadera partiendo el cuerpo. Pero igual se mojó los labios, miró al hoyo como ordenándole que se mantenga quieto, y golpeó. Lo que siguió alimentó más la leyenda.

La pelota saltó hacia la izquierda, con decisión alemana, dibujó una parábola amplia como las que trazan los saltadores en alto y comenzó a rodar la pendiente rumbo a la bandera: vanguardia en ataque, lista para arrasar. La línea de caída era perfecta, una trayectoria directa al hoyo. El público empezó a rumiar, luego a murmurar y, con cada giro, a gritar, dar ánimos y rugir. La bola giró exhibiendo y ocultando la pipa de Nike hasta el balcón del hoyo. Una cámara la siguió al milímetro: con cada vuelta, más lenta, más agónica, Tiger y el público anticipaban un final odioso: la bola quedaría al filo del hueco. Y eso hizo: vaciló un exacto segundo que duró una vida, como si fuera capaz de evaluar la profundidad de la caída. La imagen temblaba en las pantallas de TV y Tiger estrujaba el alma.

Cayó. Una uña de giro, y la bola cayó.

El juego preciso de Tiger es producto de un cerebro calibrado para no fallar aún operando al límite de la autoexigencia. En el latigazo sináptico también se encierran las claves del carácter enigmático de Tiger, un tipo atrapado por una voluntad imperial de control. Distante y reconcentrado, dicen que dicen de él, Tiger puede ser, cuanto menos, intratable y, cuanto más, soberbio.

Viene de casa. Earl, el padre, enseñó a Tiger que el único adversario a quien debía temer portaba su nombre y apellido. Una vez que el hijo aprendió a dominarse, el golf dejó de ser un deporte y se volvió una vía para convertirse en el mejor deportista del mundo y el más rico de todos. En el camino, Tiger destruyó su normalidad y se encerró tras un muro de arrogancia y perfección. Alan Shipnuck, una de las mejores plumas del golf, ha visto que Tiger es más que un deportista. Es Atila y Napoleón. Como Alí y Michael Jordan, escribió Shipnuck en Sports Illustrated, Tiger no quiere sólo ganar: “Quiere vencerte”.

Su altanería cabe en un drama shakespereano. Hasta él, el golf tuvo ganadores con más o menos rarezas. El Tiburón Greg Norman tenía un estilo sin contracturas, a veces concentrado y otras disperso. La simpatía le entregó a Arnold Palmer el amor de las audiencias. El Oso Blanco Jack Nicklaus fue el primero en hacer de la concentración absoluta un tema de discusión en la mesa de la familia protestante de América.

Todos fueron campeones indiscutidos. Todos, también, son blancos.

Un negro con rasgos polinesios, hosco como una pantera y por muchos años invulnerable, le tomó el tiempo a un juego creado por sajones conservadores para sajones conservadores. Tiger, intratable, ha dado en los campos espectáculos de otra época, como cuando las multitudes erraban tras los profetas.

No sólo osó abrir el golf a una legión de distintos —polinesios como V.J. Singh, ojos-rasgados como Maruyama, cordobeses comedores de chinchulines como El Pato Cabrera— sino que amenazó a la historia y tiene el camino marcado, como aquella bola del Masters, para ser más grande que Nicklaus y la legión blanca que le precedió.

El mundo inflamado del golf cedió al vendaval pues el aluvión zoológico garantizaba el negocio. Y cuando ya sus tories digerían su comportamiento huraño, Woods se sentía cómodo y el público contaba los días de su consagración como el mejor de siempre, el acabóse.

Las manchas del Tigre saltaron a la vista. Ni perfecto ni invencible, Tiger dejaba en casa al bebé y a su esposa elfo y pasaba del texting cachondo al salto del homónimo con más de una amante guarra.

Bogey.

La moral asaltó el fairway, hierro y madera en mano.

Tiger pagó su arrogancia humanizándose. El mito se mezcló con los barros de la historia y bla-bla-blá.

Al pie: ¿cómo un maniaco así perdió el control de su vida? Los americanos le llaman hubris, el orgullo extremo que desbarranca al héroe trágico. Fatuo y altivo, Tiger siempre creyó que podría mantener sus debilidades —en el campo y la vida— ajenas a todo escrutinio. Que podría controlar lo público —eligiendo con qué periodistas hablar, determinando la agenda de lo decible— y lo privado —escondido tras los muros de su mansión y los callejones oscuros de su doble vida. Tiger se había convencido de ser capaz de manejar la totalidad de la existencia.

Tras el escándalo, cuando procuró volver a tomar las riendas, se estaba quedando sin mucho. Los patrocinadores y su mujer se alzaban con el dinero y sus colegas, en tiempos pretéritos impotentes, lo atropellaban en el campo. Desde que regresó al juego, un poco más ancho, sin el físico tallado de sus épocas salvajes, no ganó un solo torneo de la PGA. La cadena NBC preguntó a cinco mil miembros de su audiencia por qué creían que Tiger no había ganado un Major en dos años. “Ya no se siente invencible”, respondieron cuatro de cada diez.

Nada parece haber cambiado desde entonces, ni él mismo. Mike Norrish, el autor de Una buena caminata desperdiciada, el libro más popular de reportajes de golf, lo cree así. La idea de que Woods salga de su crisis más humilde, más humano y más accesible es hacerse ilusiones, escribió. “No veremos a Eldrick Woods”, dice Norrish. “Seguirá siendo Tiger”.

Por ahora, Tiger no comanda la pelota.

Es una curiosa mímesis que lo asemeja a aquella bola del Masters augusto, dubitativa en el balcón del hoyo, en el segundo exacto de la indecisión que define triunfo y derrota.

Double bogey.

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Versión modificada. De “Pecados capitales”, serie de perfiles breves en Etiqueta Negra.