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Sobre los riesgos del Nacionalismo como espectáculo [a Roque Valero], por Willy McKey

“That’s it, baby, when you’ve got it, flaunt it, flaunt it!”
The Producers, de Mel Brooks

George Bernard Shaw definió el nacionalismo como una rara seguridad puesta en creer que un país es mejor que los demás porque naciste ahí. Esa fe ciega ha sido capaz de legitimar absurdos terribles, porque la idea del nacionalismo brinda una excusa suficientemente abstracta y, al mismo tiempo, inevitable: una combinación ideal cuando se pretende torear a un país con su propia bandera.

Si bien es perfectamente legítimo que una persona sienta un sentimiento profundo por el lugar donde tiene sus redes afectivas, sus referentes vitales y sus recuerdos más preciados, otro asunto muy diferente es la politización de ese sentimiento. Este viraje, que se logra sólo a través de un discurso oficial, puede terminar en una experiencia colectiva fatal que comparten la Italia de Mussolinni, la Alemania de Hitler y la España de Francisco Franco: el nacionalismo.

La etiqueta nacionalista se convierte en un instrumento para administrar oscuridad. En la postguerra, en la España bajo el régimen del criminalísimo Francisco Franco, se prohibió la proyección de escenas que pudieran considerarse antifascistas. La censura se administraba diligentemente por alguien de la oficina política, alguien de la Iglesia y alguien del ejército, siempre bajo el alegato de cuidar el Nacionalismo y proteger a España. Incluso, Franco gozaba de una sala en el Palacio de El Pardo donde se proyectaba (y se censuraba) cuanto se le antojara.

En Casablanca, por ejemplo, hay una escena mítica en la que Humphrey Bogart narra parte de su lucha contra los fascistas en España, del lado de los Republicanos. En el doblaje hecho para España, la censura sacó a Bogart de la Guerra Civil y lo puso a batallar contra otro ejército. ¿Esto deberíamos considerarlo una acción nacionalista de altísima calidad o una estupidez incapaz de soportar el paso del tiempo? Todo depende de la bandera con la que se mire.

Dicho en dos platos: los nacionalismos mienten a favor de un espejismo que intenta legitimar. Así que cuando un régimen político se empeña en poner una etiqueta nacionalista a todo cuanto puede es porque tiene una necesidad imperiosa de legitimación. Las ideas de Patria, de Nación, de ¡Viva tal sitio, carajo!, tienen una carga colectiva políticamente poderosa. Poderosa y casi infranqueable.

Quien no ejerce el nacionalismo, entonces, es motivo de sospecha. Ésa es una de las conquistas más importantes del lenguaje bélico del siglo XX: cada ciudadano es un cómplice potencial a la hora de ayudar al Poder a ocultar las vergüenzas de la Patria en lugar de solventarlas. Pensar de la manera que ordena la etiqueta nacionalista hace que el cómplice luzca como un patriota. Por eso importa tanto el famoso. Por eso le hacen creer al anónimo que el hombre nuevo es el ciudadano del espectáculo. Como explica Guy Debord, “el espectáculo es una actividad especializada que habla por todas las demás. Es la representación diplomática de la sociedad jerárquica ante sí misma, donde toda otra palabra queda excluida. Lo más moderno es también lo más arcaico”. Quien no lo haga así, entonces, representa al pasado, al apátrida, al fariseo. ¿Pero entonces de qué le sirve esta exacerbación a un poder ya constituido? Pues le sirve como argumento. Un argumento breve, barato y filoso que sólo logra ser perforado por un elemento: el tiempo.

El tiempo puso en evidencia que el nacionalismo es la causa de eventos tan disímiles como los excesos de Antonio Guzmán Blanco, la Guerra de Malvinas o que el gobierno Chino le haya prohibido reencarnar al Dalai Lama. Todas son acciones que en su momento se amparan en un nacionalismo aparentemente legítimo, demasiado vivo y verdaderamente utilitario, pero que sólo el paso del tiempo logra poner en las dimensiones verdaderas: un delirio político que no por suceder en millones de cabezas a la vez deja de ser delirio.

Porque el nacionalismo es, también, la imposición de una percepción de la realidad. Para el nacionalismo sólo hay dos tipos de noticias: las que son buenas y las que son malas para la Nación. Es la misma necesidad de legitimación de unas acciones que siempre se están llevando a cabo lejos de las luces. Una política comunicacional nacionalista, por ejemplo, es capaz de sacar de los noticieros de su programación las noticias de Sucesos para no afectar la percepción de esa nación que intentan proyectar por esos mismos medios.  Afuera de su programación siguen las muertes y los asaltos se diluyen: por no formar parte de la idea de Nación.

El sentido de pertenencia es parte del éxito político de estas estrategias. Darle al pusilánime la posibilidad de sentirse parte de algo. Darle al anónimo la ilusión de protagonizar un momento histórico. Permitirle al solitario el calor protector de la manada regida por el gran padre. Eso ha funcionado siempre. Sin embargo, la Historia con mayúscula es capaz de revertirse en cualquier momento. El humor siempre lo advierte.

En Venezuela se montó una exitosa versión del musical de Mel Brooks llamado Los Productores protagonizada por Fabiola Colmenares, Armando Cabrera y Roque Valero. Allí se plantea, a finales de los sesenta, que el éxito de una tarea puede conducir al fracaso de un proyecto… así hayan salido de la misma cabeza. Lo logra a través de una caricatura del nacionalismo nazi de la Alemania de Hitler, utilizando referentes ridículos y llegando a la idea de titular el peor espectáculo del mundo como “Primavera para Hitler”. Un musical hecho dentro de otro musical es el ritornelo perfecto para poner en evidencia cómo el nacionalismo inoportuno sólo puede ser una cosa: ridículo.

Así, Mel Brooks termina regalándonos una de las mezclas más inconcebibles: la lección que se debe aprender del éxito de un proyecto que tenía todo para fracasar. Incluso un espectáculo político construido a partir del nacionalismo inoportuno puede conseguir masas que lo aplaudan y secunden. Pero quienes aplauden semejante espectáculo no son sino los primeros espectadores de un exceso o los últimos de una catástrofe irrepetible.

Esta etiqueta nacionalista que parece convenir a todos es la primera consecuencia de esa catástrofe. Cuando fracasa la Política, el nacionalismo recurre a la ilusión. Por eso el nacionalismo como espectáculo es el instrumento de quienes prefieren ocultar lo que está mal para poder crear la ilusión de que algo está bien. No son los optimistas, sino los funcionarios de los regímenes nacionalistas quienes han estado encargados de vender los tiquets de entrada al inútil y oneroso espectáculo nacionalista de sukhois y pájaros guarandoles.

Esa dimensión espectacular de la locura nacionalista articulada desde el poder nos devuelve a Guy Debord y La sociedad del espectáculo: “A medida que la necesidad es soñada socialmente, el sueño se hace necesario”. Pero sucede que en el nacionalismo los sueños colectivos –o lo que es lo mismo: las promesas de lo imposible– son concebidos espectacularmente y “el espectáculo es la pesadilla de la sociedad moderna encadenada que no expresa finalmente más que su deseo de dormir. El espectáculo es el guardián de este sueño”. Los organizadores de desfiles terminan convertidos en los primeros urgidos del simulacro de la guerra y su espectáculo.

Si la masa sólo quiere dormir, antes que pan y circo lo que más le conviene el poder es darle una canción de cuna. Porque la idea eficaz del nacionalismo termina leudando en los instrumentos del poder (cualquier tipo de poder) para conmover. Canciones populares convertidas en consignas. Consignas convertidas eslóganes. Eslóganes convertidos en himnos. Himnos convertidos en canciones populares. Ha dado resultado históricamente.

Las víctimas del poder siempre deben tararear algo en nombre de la Patria.