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“La playa de los muertos” (Cuento); por Norberto José Olivar

1

La escena inicial la veo como la del legendario póster de El exorcista, con ligeras variantes, por supuesto. Y para ponerle fecha, estamos al miércoles 30 de octubre de 1918: El doctor Mirabel está plantado frente a la puerta de una humilde casa, de altas ventanas y colores chillones de la calle Carabobo. Empieza la tarde. Lleva puesta una antigua máscara antigás, de esas que tenían pico de ave (tucán) y orificios oculares con cristales rojos. La había rellenado a la usanza, es decir, con gazas enchumbadas en alcoholes y especias purificadoras del aire. Iba vestido, además, con un largo abrigo, sombrero de ala ancha y guantes. Todo negro. Todo de cuero. Era un traje de los que usaron los médicos alemanes, en el siglo XVII, para evitar contagiarse con la peste negra. Se lo había obsequiado el pintor florentino Tomini Pietro, agradecido por gestionarle un encuentro íntimo con una apetecible viuda, de elástica moral y senos generosos, de la que estaba enfermizamente prendado.

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El doctor Mirabel tocó la puerta con insistencia, pero nadie salió. Abrió con cierta cautela y las bisagras chirriaron resecas. La sala estaba íngrima y sucia. Caminó despacio hacia otra puerta que parecía la habitación principal. La empujó con cuidado. Le costaba respirar con aquella máscara y los cristales rojos hacían la visibilidad muy difícil. Lo que encontró fue horroroso: una mujer joven con su bebé encima yacían muertos. Y un hombre, supuso que se trataba del esposo, agonizaba tumbado en una mecedora junto a los cadáveres. El doctor Mirabel, solícito, lo revisó; pero retrocedió frustrado en el acto. El rostro del hombre era de un azul oscurísimo y los pies lucían ennegrecidos. Supurantes.

El doctor Mirabel salió de la casa y se embarcó en un maltratado Overland, modelo 83B, que conducía el poeta y reportero de Panorama, Benedicto Peña.

«¡Vámonos!», ordenó. Y añadió quitándose la máscara: «Aquí todos están muertos».

2

La siguiente secuencia se desarrolla en el despacho arzobispal. Monseñor Arturo Celestino Álvarez permanece petrificado en su silla al imponerse, por viva voz del doctor Mirabel, de la espeluznante escena de la calle Carabobo.

«¿Qué hiciste, entonces?», le interrogó el prelado con la voz temblorosa, pero antes de saber lo que dijo el otro, aclaremos que el magnífico obispo de la diócesis del Zulia, tiene un increíble parecido con Frank Langella, incluso, para ser más precisos, el Langella que encarnó al Drácula de John Badham en 1979. Y ya es un hombre de 48 años bien entrados. Sigamos, pues, con el doctor Mirabel, que está de pie frente al majestuoso escritorio del señor obispo. El doctor Mirabel, visto así por encima, es un hombre delgado, alto, eternamente canoso (pese a la constante aplicación de loción de Harris), de edad indeterminada y con ojos azabaches impíos, insoportables para cualquier cristiano decente, aunque tristes.

El doctor Mirabel lleva aún su traje anti peste del siglo XVII, pero la máscara se ha quedado en el puesto de atrás del Overland 83B, junto al paciente chofer, Benedicto Peña, poeta y reportero, que ya hemos acreditado en las primeras líneas.

El doctor Mirabel se dispuso a responder, procurando, en lo posible, amortiguar la crudeza de sus palabras:

«Le metí candela al cuarto», dijo tratando de sonreír, amable.

«¡Quéeeeeee!», gritó el obispo levantándose de golpe y martillando con los puños el escritorio.

«No se preocupe, monseñor, el cuarto da a la esquina de la calle. Los vecinos habrán tenido tiempo de sobra para apagarlo, pero ya sin peligro de contagio. El fuego es el mejor desinfectante».

«Por Dios, Mirabel, ¿no dices que el hombre estaba vivo todavía?».

«Señor, en realidad, estaba muerto todavía».

«No entiendo».

«El fuego lo liberó de la muerte y lo llevó a la vida eterna, junto a su familia».

«¡Déjate de mamarrachadas, Mirabel!».

«Si usted no cree en lo que predica, no es mi culpa».

«¡No puedes andar quemando fieles así nomás!», gritó el arzobispo y fue a servirse un whisky. Se sentó, agobiado, y le preguntó qué era lo que estaba pasando.

«¿Leyó el artículo del doctor Imfeld?».

«¿El de la influenza española?».

«Bueno, al menos ya sabe cómo se llama la muerte en esta playa, su señoría».

«¿Por qué estás tan seguro de que es la misma vaina?».

«En Caracas reventó. Y en la goleta en que llegué de La Guaira hace ocho días, venían dos tipos muriéndose de eso. Y por más que le advertí el asunto al capitán, los dejaron desembarcar. Sé que a uno lo llevaron a la Beneficencia, de inmediato, el otro murió ayer en su casa de la calle Monagas».

«¿Por eso sales a buscar engripados pa’ quemarlos?».

El doctor Mirabel no respondió. El obispo lo observó con severidad y le preguntó qué le recomendaba.

«Instale una junta de socorro con plenos poderes. Tiene que convencer al general Santos Matute».

«Eso no será difícil, pero cómo vamos a combatir esta plaga».

«No hay manera, es un virus muy escurridizo, solo tenemos que cercarlo y ayudar a la gente a morir».

«¡Vamos, Mirabel, tiene que existir una alternativa!».

«Lo que supe en Europa, monseñor, es que cambia de sitio a sitio y hasta de enfermo a enfermo. Se usa el tratamiento más o menos convencional de un catarro complicado, pero quienes no se mueren de entrada, lo hacen más adelante por alguna rara consecuencia. Lo principal es evitar que se propague».

«No puede creer eso, Mirabel».

«Nadie quiere creerlo, señor, pero el doctor Imfeld, que en mi criterio es un genio, me lo aseguró en Ginebra no hace mucho».

El doctor Mirabel subió al Overland 83B y le pidió a Benedicto Peña que lo dejara en el Hotel Los Andes, frente a la Clínica del doctor Guillermo Cook (antigua casa de La Flor de la Habana), donde vivía como pensionista. Fue directo al comedor y pidió caldo gallego y un puré a la reina. Luego, en su cuarto, tomó a pecho un frasco entero de Bioquina de Warner, preventivo absoluto de grippes i resfríos (guardaba montones de frascos en el escaparate). Y se echó a dormir.

 3

Cuando despertó, leyó en el Panorama el decreto del general Santos Matute Gómez ordenando la desinfección de todos los barcos que tocaran puerto. Supuso que detrás estaba la mano del obispo deseoso de controlar, rápidamente, la influenza, pero dos días después, justo en el celebratorio del Día de los Muertos, aparecieron infectados por todas partes, como si hubieran esparcido el virus con una nube tóxica liberada por el dispositivo Ganali de la OsCorp. Se contaron los primeros cincuenta y seis decesos. La consternación fue masiva.

Ese día, por coincidencia, la gente marchaba en procesión al cementerio. Iban a rezar por los difuntos, a dejarles un vaso de agua, flores y una vela blanca para que encontraran el camino al descanso eterno, pero el Jefe Civil del Distrito se apersonó, de súbito, y echó llave a la puerta del camposanto. Y a fuerza de gritos explicó que estaba suspendido el acceso al lugar, dada la situación de calamidad pública imperante. Aprovechó de informar, además, que en adelante los enterramientos serían efectuados por el propio cuerpo policial, su capellán y la presencia de un familiar del fallecido, debidamente protegido con mascarilla quirúrgica, guantes y que goce de buena salud física y mental.

«¡Y sepan, señores, que está penado con cárcel escupir o toser en la vía pública!», añadió, hecho un ovillo de nervios, el señor Jefe Civil del Distrito antes de esfumarse.

Los dos carruajes fúnebres con que contaba Maracaibo iban y venían sin tregua. Los féretros se agotaron con la primera tanda. La mayoría de los cadáveres eran amortajados, como momias, o en ataúdes improvisados y mal clavados. La policía cerraba las casas de donde salía algún difunto o caía un enfermo. El arzobispo ordenó fosas comunes para los indigentes, los solitarios y el proletariado en general, pero el caos fue poca cosa comparado con el terror que se apoderó de la ciudad. La gente no sabía qué pensar ni qué hacer. Apenas atinaron a caminar como sonámbulos. Llenaron la Catedral. Esperaron. Rezaron.

Monseñor los observó desde un lugar secreto. Él sabía lo que anhelaban y no se hizo de rogar. Así que entró en debida procesión litúrgica, al altar, y se dispuso a lo que denominó una «eucaristía de emergencia». Se le vio, según crónicas del doctor Mirabel, ataviado con su alba, cíngulo y el amito al cuello, aunque con las prisas olvidó la casulla y, luego, uno de los monaguillos tuvo que correr a ponerle la estola y otro hizo sonar la campanilla con estruendo y torpeza. Dio el saludo inicial y prontamente, llegado al punto del evangelio, leyó el pasaje de cuando Jesús sana a un leproso, en el libro de Mateo. Carraspeó y miró a los ojos de la aterrada multitud:

«Sé que tienen miedo», dijo con voz firme y marcial, «pero no teman, Dios está con nosotros…».

«¿Esto es un castigo de Dios?», tronó una voz que se apagó, lentamente, entre el eco de las cúpulas y las altas paredes.

«¡Es una prueba, hijos míos, una prueba como la de Job! ¡Es Satanás el culpable de esta desgracia! ¡Pero también es cierto que solo un padre amoroso reprime a sus hijos! ¡Debemos reconocer que entre nosotros hay muchos distraídos en menesteres mundanos, ya ni a misa vienen en domingo!»

«¿Qué haremos, padre?», explotó otra voz que fue apagándose en el aire.

«Mañana, con el favor de Dios y la Chiquinquirá, vamos a constituir la Liga Sanitaria».

Diciendo esto, apareció el general Santos Matute Gómez con su aire a Rubén Darío, pero con mostacho y barriga, y le preguntó al obispo si le permitía unas palabras. Monseñor se hizo a un lado, extrañado. El general subió al púlpito:

«Casualmente venía a su despacho, monseñor, para decirle que cuenta con todo el apoyo económico y logístico para la rápida conformación de la Liga Sanitaria, que además, tendrá facultades policiales y legislativas. Los cuerpos de seguridad del estado estarán bajo sus órdenes a partir de mañana a las cero horas. Contamos con usted, monseñor, con su sabiduría y su espiritualidad para salir adelante». Luego estrechó la mano del obispo y se marchó hasta el palacio de gobierno, escoltado por sus secretarios y ovacionado por la feligresía.

El obispo, un poco sobresaltado y emocionado, terminó la eucaristía y todos regresaron a sus casas. Excepto el doctor Mirabel que lo aguardaba, acompañado por Benedicto Peña, en el despacho arzobispal.

«¿Escuchaste al general?», le preguntó monseñor Álvarez.

«Sí», dijo a secas el doctor Mirabel, «¿qué hará usted?».

«Las boticas anunciaron que bajaron los precios de las medicinas, pero es mentira. Igual los almacenes que despachan desinfectantes, así que prepararé un decreto para decomisar sus depósitos, no puedo permitir que atropellen al pueblo. Pienso repartir gratis hasta el café y dos bolívares diarios por casa. La gente debe alimentarse bien. ¿Entiendes?».

«¡Pero sé que están llegando contribuciones de un montón de gente!, ¿para qué decomisar? Eso es de muy mal gusto, monseñor».

«¡Los cobres nunca alcanzan, Mirabel!».

El doctor Mirabel se puso su máscara antigás, con pico de tucán, para que el cura no viera su contrariedad, aunque salió sin despedirse y a zancadas marciales. Benedicto Peña le dijo al obispo, con timidez, que su homilía le había inspirado unos versos.  Y enseguida apuró una media reverencia con la cabeza y corrió a coger el volante del Overland 83B: «¿Dónde vamos, doctor?», preguntó Benedicto Peña, cauteloso, que ya había presenciado otras bravuras de este personaje.

«¡A seguir matando muertos!», y le dio una dirección en la calle Monagas, vecino del primer infectado.

 4

Adicional a lo que ya le había adelantado monseñor, el doctor Mirabel se enteró, por la mañana, que había ordenado sacrificar a todos los perros y gatos que existieran en la ciudad. Explicaba la nota de prensa que el pelaje de estos animales era transmisor de la temible enfermedad. Refería, también, a once burros fusilados por la policía, en nombre del pueblo soberano, pues pernoctaban amarrados a los postes del puente Lares sin la debida permisología. Señalaba el texto, en otro orden de medidas, que la Liga Sanitaria había nombrado Comisarios de Cuadra, facultados para todos los actos necesarios (de fuerza o legales) en pro del bienestar y la seguridad del colectivo.

La cuenta de los muertos llegaba a ciento veinte, ese día, en cifras oficiales.

5

«¿Por qué huele tan feo este cacharro?», dijo el doctor Mirabel al embarcarse al Overland 83B.

«La Liga ordenó lavar los carros con solución de formol. ¡A diario!», respondió Benedicto Peña con desgano, «¿a dónde vamos?».

«Hay un podrido en el Milagro».

«Doctor, ¿no cree que estos muertos se merecen una ceremonia respetuosa?», le sermoneó con prudencia.

«¿Para qué si están muertos? Y si Dios existe y les manda la muerte es asunto de él. ¿Quién soy yo para juzgar? Cuando le meto candela a un despojo de estos, Benedicto, pienso en los vivos. Si por mí fuera, se los dejo a los gusanos».

«Pero es la costumbre».

«Eso no me apena. Si quieres hazlo tú».

«¡Perfecto!», dijo Benedicto Peña y arrancó, satisfecho.

«¿Qué piensas hacer con este infectado antes de que lo prenda?», preguntó el doctor Mirabel cuando llegaron a la dirección de El Milagro.

«Le voy a leer un poema que me inspiró el obispo».

El doctor Mirabel puso cara de desconcierto, o de asco, pero no dijo nada. Se ajustó la máscara antigás y le hizo señas a Benedicto Peña para que entrara con él. Y luego de revisar el lugar, una vieja casa completamente aislada, a orillas del lago, el doctor Mirabel le permitió a Benedicto Peña el breve ceremonial:

«No sabemos cuál fue la conducta de este cristiano, Señor, pero recíbelo en el paraíso, que cualquier mala obra que se le cuente en vida, ha quedado saldada con el sufrimiento de esta peste diabólica…».

«¡Apúrate!», inquirió el doctor Mirabel.

Benedicto Peña lo miró disgustado y retomó el tosco velorio. Sacó un arrugado papel del bolsillo del paltó y leyó como si estuviera en la tarima del Teatro Baralt:

«Sólo falta la limosna del humilde Nazareno: /I avanzando hacia el enfermo con espíritu sereno/ alargóle sus dos manos impecables i divinas/ i alumbrado su cabeza con las luces vespertinas/ estrechó contra su pecho generoso/ aquel cuerpo todo enfebrecido que entre flemas se ahogaba/ i le dio su limosna con un beso puro i santo/ que era todo un tierno canto/ que era todo poesía/ en la frente i en los labios al griposo sentenciado».

«¿Ya?», interrumpió el doctor Mirabel, impaciente.

«Sí».

Entonces arrojó fósforo.

El señor Manuel Troconis recibió al doctor Mirabel con exageradas reverencias. Le llevó hasta la mejor mesa de su local, Café del Comercio, frente al mercado y ni reparó en la presencia de Benedicto Peña.

«¿Qué le apetece, doctor?», preguntó Troconis ataviado con delantal blanco y libreta en mano.

«Primero tráenos café bien cargado. Y para almorzar, consomé de gallina, rosbif y tortillas a la francesa».

Benedicto Peña aprobó de buena gana lo ordenado y se dio a leer la edición de Panorama.

«¿Por qué está tan flaco ese periódico, poeta?», pronunció con cierta burla la palabra poeta, el doctor Mirabel, pero Benedicto Peña no se dio por aludido. Se limitó a responder dejando ver su preocupación:

«Casi todo el personal cayó enfermo. Es grave. Solo estamos imprimiendo cuatro páginas».

«¿Y tú cómo te sientes?».

«Ya le he dicho que soy inmune a las gripes, eso me tiene sin cuidado, pero mis compañeros no creo que salgan de ésta, así que he tenido que redactar la edición junto con el señor Ramón Villasmil».

«¡Por eso está tan babosa!», gruñó el doctor Mirabel, «¿fuiste tú quien escribió que Maracaibo está triste y desolada?».

Troconis llegó con el café. Lo sirvió en vasos desechables, pero antes de salir por la comida, el doctor Mirabel le preguntó qué novedades sabía:

«El arzobispo vino temprano y se llevó dos quintales de café. Me dijo que no tenía cobres, que estaban decomisados en nombre del amor al prójimo, o sea, por orden de Dios y La Chinita, ¡imagínese usted, doctor! Cuando salí a comentar el asunto a unos amigos, me dijeron que el hombre ha estado repartiendo medicinas y desinfectantes confiscados a las boticas y a unos almacenes de los Haticos. Así que me resigné y, bueno, aquí estamos. Mejor no quejarse pa’ que no le llamen a uno mal cristiano, moro o judío, ¡qué sé yo! Lo otro que supe, hace poquito, es que murió el doctor Cook. Se habla también, entre dientes, de un hijo del general Juan Vicente Gómez, pero no he podido confirmarlo. Ya darán la noticia, seguramente».

Troconis desapareció de camino a la cocina, pero al doctor Mirabel le conmovió, un poco, la muerte del doctor Guillermo Cook, su ex compañero en los años del Colegio Federal.

Benedicto Peña —que a estas alturas del relato debemos decir que no hemos encontrado ninguna descripción del personaje para visualizarlo; sin embargo, de su relación con el doctor Mirabel, nos salta el recuerdo lejano de un Sancho Panza— se quedó mirándolo con ligera sorpresa. Siempre lo había pensado como un hombre frío y corrosivo, pero allí estaba, frente a él, turbado por la muerte de otra persona. Eso sí que era una novedad, pensó. Y pasados unos segundos, le refirió un breve artículo del doctor Pino Pou que aseguraba lo mismo que Imfeld:

«La grippe es una enfermedad esencialmente polimorfa», leyó en voz alta para el doctor Mirabel.

«Es lo que dice Imfeld y fue lo que le dije a nuestro temible obispo. Pero como ahora lo dice un doctor con nombre raro y no yo, puede que se concentre en lo que hay que hacer».

«¿En?».

«En circunvalar el virus, Benedicto, ¿cuántas veces te lo voy a explicar? ¡A veces me asusta lo tarado que eres!».

«¿Por qué le molesta tanto el arzobispo?

«A cuenta de querernos salvar, nos humilla».

«Explíqueme, por favor».

El doctor Mirabel puso gesto de aburrimiento y trató de simplificar todo en una sola frase: «La libertad es la peor cara del mal, mi querido Benedicto, la peor. No lo olvide. Por eso siempre es un estorbo para los hombres de bien».

Benedicto no entendió.

Antes de bajar del Overland 83B, a la puerta del Hotel Los Andes, el doctor Mirabel le pidió a Benedicto Peña que le dejara puesto en la edición del periódico de mañana, «te voy a escribir una vaina que se llamará Su excelencia la grippe». Benedicto Peña sonrió pensando que el hombre ya se había recuperado, en apariencia, de la muerte del doctor Cook y asintió con la cabeza sin añadir ninguna observación.

6

«¿Tú escribiste esta mierda, Mirabel?», dijo el obispo apertrechado en su despacho. Lo miró con severidad y leyó en voz alta unas líneas: «Hoy no pasa nadie por mi calle. Toda la población está en cama con un volcán en su pecho, pero feliz de haber sido atacada por una epidemia mundial. Aquí lo exótico nos chifla. Además, contamos con la protección única de la Chiquinquirá y su ungido, el bizarro arzobispo de esta inmunda playa atestada de renacuajos. No obstante, déjese venir un esperpento cualquiera, como tenga algún apellido raro en su nombre, le haremos toda suerte de venias, contratará con el gobierno y le nombraremos profesor…».

«¿Me hizo llamar para leerme lo que yo mismo escribí?».

Monseñor Arturo Celestino Álvarez le clavó sus ojos de Drácula-Langella. Le dijo que suponía que su disgusto tenía relación con las atenciones que tuvieron con el doctor Pino Pou: «Ya sé que tú me dijiste lo mismo y que no te creí, pero no puedes enrabiarte así por esa pendejada, además Mirabel, tienes años que no ejerces la medicina, no puedes esperar imponer tus pareceres de buenas a primeras. Pero no te llamé por eso…», dijo el obispo empezando a caminar en círculos por el despacho, con las manos cogidas por detrás y mirando al piso, «tengo un serio problema en el que podrías ayudarme».

El doctor Mirabel no abrió la boca, tampoco le quitó los ojos de encima, hasta cierto punto, le hacía gracia el dramatismo del cura. Nomás le dijo: «diga» y movió discretamente su cuerpo, arrellanado en uno de los sillones de visita, en dirección a donde se había detenido, de momento, monseñor.

«Ordené el arresto de un tal Gonzalo Mora, es el asistente del farmacéutico José Pinedo a quien estamos buscando desde hace unos días. El señor Mora se niega a colaborar con la Liga Sanitaria y, claro está, no somos torturadores ni nada por el estilo, pero tenemos que encontrar a Pinedo, pues, si lo que se dice es cierto, ha conseguido elaborar un tipo de vacuna contra la gripe, ¿me explico?».

«¿Y por qué tendría que esconderse ese señor?», preguntó el doctor Mirabel con una sonrisa sarcástica y con ojos entornados.

«Es un miserable lacayo de Satanás, ¡me pidió veinte mil bolívares por el menjurje ese!, ¿de dónde saco semejante cantidad, Mirabel? Por eso te pido que me ayudes, eres bueno para indagar en las miserias del alma, habla con este tipo, sácale en dónde está escondido Pinedo».

«Comprendo su desesperación, monseñor, pero si ya aceptó que esta influenza muta indefinidamente, ¿cómo puede pensar que sea posible una solución mágica?».

«¿Y si todos ustedes están equivocados?».

«Ya veo que, realmente, no le cree a nadie».

El doctor Mirabel hizo un largo silencio. De repente, se le iluminó el rostro. Puesto de pie, caminó hasta monseñor y le estrechó la mano en señal de despedida. Le dijo:

«Envíe mañana a ese Gonzalo Mora a mi cuarto del Hotel Los Andes, por la tarde, por favor. Ya veremos si lo hago hablar».

«¿Al hotel?».

«Sí. La policía hace lo que usted le ordena, ¿no?».

«¿No te parece un poco impertinente llevarlo hasta allá?»

«Tengo mis razones, monseñor», dijo y se marchó vuelto un misterio.

7

Benedicto Peña, con cara de bonachón trasnochado, recibió al gendarme que traía, esposado, a Gonzalo Mora. Le ordenó dejarlo en la silla que había dispuesto junto a la ventana: «Usted puede esperar en el pasillo», dijo al rechoncho custodio.

En una vieja mesa de caoba estaba, debidamente ajustado, un aparato que el doctor Mirabel llamaba cardiógrafo, una especie de evolución apócrifa del galvanómetro de cuerda de Einthoven, que había desarrollado en absoluto secreto, Frank Sanborn (no confundirlo con el periodista estadounidense) y que el doctor Mirabel adquirió en el muladar comercio berlinés a un precio exorbitante. En la misma mesa, pero deslucido si se le compara con el primer artefacto mencionado, yacía un neumógrafo para medir las alteraciones respiratorias del prisionero. El obispo, sin proponérselo, le había dado la oportunidad de probar estos dos juguetes.

El doctor Mirabel había instruido a Benedicto Peña en el manejo de los aparatos, incluso, los usó con él mismo para entrenarlo con más seguridad. Le reveló, a la vez, que el ejército norteamericano llevó a cabo indagaciones criminales con estos instrumentos, con un resultado no menor al 94 por ciento de precisión, dirigidas por el gran polígrafo, William Marston, de quien era un resuelto admirador. Después se harían rutina en el servicio de contraespionaje, aseguró.

Y bueno, allí está Gonzalo Mora, se le ve escuálido y ojeroso, pero más que todo asustado. Tiene una mano esposada al descanso de la silla y repite, sin parar, que él no sabe nada de don José Pinedo, el farmaceuta prófugo.

Como habrá notado el amable lector, el doctor Mirabel ha estado ausente. Sin embargo aquí viene, aparece repentinamente tras la puerta del baño. Está vestido con su traje médico-alemán de la peste del siglo XVII. Lleva la intimidante máscara antigás con pico de tucán y lentes rojos. También el sombrero de ala ancha. Gonzalo Mora lo mira con asombro y espanto, siente que el corazón le salta por la boca. Ha comenzado a sudar a horrores. El doctor Mirabel parecía un pavoroso demonio y Gonzalo Mora retemblaba de puro terror.

«Las señales del crimen se buscan en los hombres, no en las cosas», dijo el doctor Mirabel, afincando su voz cavernosa, para causar un efecto dramático profundo ante el pobre interrogado. Y aguardó, callado y expectante, a ver qué decía.

Gonzalo Mora no dijo nada. Solo miraba, como hipnotizado, a los ojos centellantes de detrás de los orificios oculares, con cristales rojos, de la máscara antigás.

El doctor Mirabel no aguantó más y rompió el mutismo de la escena:

«Entiendo que no sabe quién lo dijo y que, además, tampoco le interesa. Pero déjeme ilustrarlo un poco, amigo Gonzalo, antes de que la cosa se ponga tensa en este cuarto. Como sea, sepa que esa maravillosa frase la dijo Luther Trant, un genio del detectivismo sicológico, para hacerle ver a su mentor que lo importante es poder determinar cuándo miente un acusado, aprender a leer lo que dice su cara, sus manos, sus sudores, su respiración. La maldad, o la bondad, mi estimado, quedan grabadas en los ojos. Y hay que saber entrar en la mente de los criminosos a través de ellos…».

«¿Me va a torturar?», preguntó horrorizado Gonzalo Mora.

Al doctor Mirabel le molestó la interrupción, perdió el hilo del parlamento que se había propuesto como si aquello fuera una comedia de teatro, y así, incordiado como estaba, le apretó los cachetes al susodicho, oscureció todavía más su voz sepulcral, siniestra, solo para responderle lo siguiente:

«Va a decirme, por las buenas, todo lo que sabe de ese tal José Pinedo, estimado amigo, ¿o tengo que enchufar todos estos peroles a sus testículos, ah?».

8

El doctor Mirabel llegó con el rostro ajado al Hotel Americano. José Roigé, un tipo discreto, por lo general, lo atendió con deferencia a pesar de verlo tan arisco. Benedicto Peña pensó que era mejor tomar la iniciativa: ordenó, para los dos, pechugas de gallina a la genovesa «y mucho vino», dijo con una amable sonrisa para descargar la incomodidad del ambiente que, como suponía, no tenía explicación, aunque, cuando el doctor Mirabel se paraba con el pie izquierdo, era mejor esperar a que se le pasara solo el malestar, pero no estaba de más ayudarlo con un buen tinto en la mesa.

«¿Por qué tienes tanta hambre?», preguntó el doctor Mirabel sin quitarle los ojos a la nueva edición de la revista Cromos que le había llegado por la mañana, pero no lo dejó responder, de inmediato le comentó: «Fíjate, Benedicto, el físico Lord Kelvin decía que a la Tierra no le quedan más de 180 años, que acabaría su capacidad de alimentar al hombre y de generar oxígeno. ¡Qué cosa tan terrible! ¿Te imaginas que convirtieran a monseñor Álvarez y a su Liga del Terror en autoridades planetarias para esa crisis?», soltó una monstruosa carcajada y encendió un tabaco El perro negro (de fama mundial porque eran despachados en zeppelin) y se puso a soplar aros de humo mientras llegaba el almuerzo y quizás para relajarse un poco.

«¿Será posible bombardear la luna?», preguntó Benedicto Peña, incrédulo, hojeando ahora el mismo ejemplar del semanario Cromos que el doctor Mirabel dejó sobre el tablero.

«Vi ese artículo, es una locura, lo dicen porque el bombardeo a París se hizo con proyectiles lanzados a 120 kilómetros, supuestamente; pero eso no cuentan a la hora de atravesar la atmósfera, venerado poeta», dijo tratando de alegrarse a sí mismo. Añadió: «Parece un número dedicado a la ciencia ficción», y se echó a reír sin muchas ganas.

«Por cierto, la guerra terminó hace días, pero los muertos siguen a cuenta de esta peste por todo el mundo, como si se tratara de una cuota a cumplir», agregó Benedicto Peña con dolor ajeno y resignación.

«Según las cuentas de la Liga del Terror, aquí van más de mil quinientos muertos», precisó el doctor Mirabel con su sombrío vozarrón. Dijo, además: «Sabes que me dio cierta cosita con el cura cuando se enteró de que la supuesta vacuna no era más que un reconstituyente pulmonar que el fulano llamó Fosfil de Pinedo. Se puso rojo de furia cuando por fin entendió que todo había sido una estratagema del farmacéutico chiflado pa’ que cogiera fama su poción mágica y hacerse rápido de unos cobres, eso sí, el cartujo lo obligó a que advirtiera que era para después de haber pasado la peste, ahí sí que lo fregó, pero con todo, date una pasadita por alguna botica para que veas cómo se vende esa vaina. ¡Carajo!, Benedicto, me olvidaba que el cura me dio una dirección donde queda un muertico que ellos no han podido recoger. Así que tenemos trabajo, no te vayas a poner perezoso con la comida».

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Benedicto Peña puso la palanca del freno de mano frente al número 66 de la calle Colón: «¿Seguro que es la dirección?».

«Es lo que dice aquí con puño y letra de monseñor», dijo el doctor Mirabel mostrándole el papel.

Llamaron y nadie salió. Inspeccionaron la casa con cuidado y no había ningún muerto a la vista. Parecía abandonada. Miraron el patio y los callejones. Benedicto Peña hizo un gesto de desconcierto al que el doctor Mirabel restó importancia. Comentó irónico: «No te aflijas, no debe estar lejos» y Benedicto Peña imaginó aquella siniestra sonrisa detrás de la máscara antigás. Luego le mandó entrar al dormitorio principal, pero tampoco consiguieron el cadáver.

«No toques nada», indicó el doctor Mirabel empezando a tener malos augurios, «esta cama debe estar infectada», dijo con sarcasmo mientras la rociaba con querosén y le prendía fuego. Benedicto Peña lo observaba extrañado, sin entender del todo lo que hacía, pero entonces sucedió algo muy raro: De debajo de la cama salió, como jalonado por una fuerza sobrenatural, un hombre en el puro hueso, con los pies ennegrecidos, pómulos manchados de un caoba intenso, ojos hundidos e irritados, labios azulados, agrietados, sangrantes y completamente sudado; que se abalanzó sobre Benedicto Peña salpicándolo con flema y secreciones inmundas que esparcía al toser y jadear. El doctor Mirabel se lo arrancó de encima y le dio un puñetazo en el estómago para quitarle el poco aire que, supuso, le podía quedar después de aquel violento esfuerzo.

El infesto tardó un rato en reponerse. Cuando lo hizo se vio tirado en la sala. El doctor Mirabel permanecía sentado frente a él, embutido en su traje anti peste. Lo imagino como Darth Vader, haciendo un ruido siniestro al respirar dentro de su máscara con pico de tucán. El fuego consumió la cama, pero no fue más allá de la habitación.

«¿Quién coño sois vos?», preguntó el infesto con una vocecita trémula y moribunda: «¿La pelona?».

«¿Acaso traigo una guadaña encima?», replicó el doctor Mirabel cogido de pronto, y de nuevo, por el tedio y el malestar con el que se había despertado.

«¿Pero me vais a matar?, ¿no?».

«Usted ya está muerto, pero si sale de esta casa le juro que lo remato», dijo el doctor Mirabel amenazante. Se puso de pie, dejó la garrafa de querosén y los fósforos en la mesita de los muebles. Antes de salir, habló con frialdad: «Ahí le dejo eso por si decide desinfectarse».

El doctor Mirabel caminó hasta el Overland 83B. La gente lo miraba desde las ventanas. Aterrorizadas. Jamás habían visto al diablo en persona.

9

Unos días después

«Tiene que tomar infusiones de hojas de eucalipto», recomendó el doctor Mirabel al rollizo y atomatado míster Tregelles, experto en transacciones infra-gubernamentales,  que escuchaba afligido y descompuesto al cansado galeno.

«¡Okey, pero ahora necesito un whisky para curarme!», replicó míster Tregelles. El doctor Mirabel lo miró divertido, algo preocupado también, pero dándose por vencido, de modo que hizo señas a Federico Harris, propietario del Hotel Washington donde desayunaban, para que trajera una botella del mejor whisky.

«Además, el alcohol me mantiene esterilizado y a resguardo de la maldita peste», añadió, muerto de risa, míster Tregelles, sirviéndose el primer trago. El doctor Mirabel se negó a acompañarlo, pero se arriesgó a una corrección inútil:

«Vamos, Tregelles, esa excusa ya no le sirve, de esa peste no queda nada. Tan así es que ayer la Liga del Terror anunció, ¡por fin!, su disolución», dijo con alivio.

«¿Y quién se va a quedar con los reales que recaudaron?», preguntó Benedicto Peña que, por mera urbanidad, se dejó servir un trago por míster Tregelles para no despreciarle ni ser grosero.

«Dijo monseñor que donarían el dinero al hospital que abrió, en Santa Lucía, el joven Marcucci y una pequeña parte para la Cruz Roja», manifestó el doctor Mirabel en un mal intencionado tono de escepticismo.

«Mejor celebremos que un artículo de nuestro amigo Mirabel fue publicado en Cromos, ahora sí será usted un personaje de fama y fortuna», interrumpió míster Tregelles tratando de animar el encuentro.

«¡Excelente noticia!», celebró Benedicto Peña con sospechosa y precipitada alegría.

El texto publicado por el semanario ilustrado de la editorial Arboleda & Valencia, de Bogotá —pero que circulaba, puntualmente, en Maracaibo— era Su excelencia la grippe, ya citado en este relato y que fue reproducido, primero, en el diario Panorama, pero en una versión de escasas dos cuartillas. En cambio, en la edición bogotana, estaba ampliado y con muchos retoques de estilo. Allí daba cuenta de más de dos mil muertos en una ciudad que rondaba los cuarenta mil habitantes. Se burlaba, por otra parte, de la fijación del arzobispo en lavar la ciudad, casa por casa, con biocloruro de mercurio y una fulminante solución de formol, desesperado —y carente de lo que el autor llamaba serenidad bretona— por la facilidad de contagio que nomás con un estornudo mataba. Estas aseveraciones del doctor Mirabel hacen recordar a esa rara película The astounding she-monster (1957), donde una chica alienígena, altamente radiactiva, iba dejando un reguero de muertos a su paso con solo medio tocar a los humanos; pero la descripción del proceso de infección, los síntomas, digamos, la patología en general, parecía describir, en determinados momentos, al mortífero virus T de la corporación Umbrella. No hay duda que logró una crónica muy entretenida y escalofriante, para dar parte de una situación en extremo calamitosa e infausta. Cierra asegurando que el virus que han dado en llamar grippe española, desaparecería, o se extinguiría, por cuenta propia. Que pese a la desesperanza e impotencia de las autoridades sanitarias y de las iniciativas de las juntas de socorro, esta peste constituía uno de los más severos fracasos de la medicina del siglo XX: Este virus —escribe— no tiene un tratamiento específico, su eliminación será obra de la misma naturaleza, como aquellas bacterias terrestres que acabaron con los invasores marcianos en La guerra de los mundos de H. G. Wells.

La hora del almuerzo sorprendió a nuestros tertulianos en la mesa del Hotel Washington. Federico Harris sirvió lomo de ternera a la Battenberg por cortesía de la casa, después de todo, ya habían vaciado dos botellas de whisky y estaban abriendo otra. El doctor Mirabel, en uno de sus arranques acostumbrados, se subió a la silla y propuso un brindis por el primer aniversario de la fulgurante administración del general Santos Matute Gómez. Míster Tregelles, con todo lo borracho que andaba, no se atrevió a decir nada, le había aclarado montones de veces, al doctor Mirabel, que él como extranjero y gestor de relaciones comerciales, debía permanecer como un individuo no alineado a ninguna idea política, sobrellevarse con neutralidad y en respeto absoluto a la soberanías de las naciones, pero finalmente y con excesiva reserva, para no romper la armonía, levantó el vaso y dejó oír un tímido ¡hurra! Benedicto Peña, en estado de gozosa alucinación, delirium tremens, y sin el adecuado equilibrio, levantó su vaso, se aclaró la garganta, y dijo que también brindaba por todos los poetas adulones que habían escrito poemas zalameros para el general, «por ejemplo», dijo con una risita beoda, «El gran Udón Pérez tuvo los riñones de escribir esto, oigan: De veros i trataros nuestro gozo/ tiene un año nomás, i este alborozo/ dice un siglo de gozo i de cariño…». Benedicto Peña recitó estos versos y corrió a vomitar en el baño. El doctor Mirabel y míster Tregelles celebraron la intervención y esperaron a que regresara con ellos a comer. De pronto, el doctor Mirabel, miró a míster Tregelles y le dijo, sin venir a cuento, así de sopetón, que: «Cuando pueda, visite al pintor Julio Árraga, por favor, cómprele algunas obras y me escribe para ponerme al tanto de cómo le va. ¿Promete que lo hará?».

«¿Cuándo le he dicho que no, amigo mío?».

«¿Y por qué no lo visita usted mismo?», preguntó Benedicto Peña, intrigado.

«No lo sé, pero no me provoca hablarle. Solo quiero que esté bien».

«¿A dónde piensa irse?», volvió a interrogarlo Benedicto Peña.

«China».

«¡Rayos! ¿Y cuándo piensa regresar?», preguntó un poco exaltado míster Tregelles.

«En unos diez años, quizás».

Hubo silencio. Comieron. Las botellas siguieron llegando hasta el anochecer, pero la muerte siempre estuvo presente en esa festiva bebendurria. Ellos la sentían, aunque la ignoraron todo el tiempo.