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Cero Oscuro Treinta, por Jorge Volpi

ZDT texto

Con la pantalla aún en negro escuchamos las voces aterrorizadas del 11-S: repetidas hasta la saciedad, parecería que no necesitamos más imágenes del derrumbe de las Torres Gemelas para saber que todo lo que vendrá a continuación, las pesquisas, las detenciones, las torturas, los asesinatos, no será más que el despliegue de una lenta y meticulosa venganza que, más allá de la aparente neutralidad del relato, se hará pasar como un acto de justicia.

De regreso al silencio, un título advierte: “Esta historia se basa en testimonios de primera mano basados en hechos reales”. Numerosos analistas han denunciado ya la peligrosa redacción de esta frase: si bien Mark Boal, el guionista de Zero Dark Thirty (La noche más oscura, en la lírica traducción mexicana), realizó un sinfín de entrevistas con agentes de inteligencia para documentarse sobre la operación que condujo a la localización de Osama Bin Laden, no dejó de concederse numerosas licencias poéticas que contradicen el carácter “periodístico” que quiso imprimirle Kathryn Bigelow, su brillante directora. Nada habría de extraño en que un artista transforme la realidad para imprimirle fuerza a su relato, pero Bigelow presentó su película como un reportaje y no como lo que es: una ficción basada en acontecimientos históricos.

El filme se abre con la precisa puesta en escena de un “interrogatorio mejorado”, el atroz eufemismo con el cual la CIA se refería a los métodos de tortura autorizados por Bush Jr. Frente a la incierta mirada de la joven Maya (Jessica Chestain), una agente que ha dedicado toda su vida a la persecución del líder de Al-Qaeda -Bigelow nos priva de sus juicios-, un agente más experimentado extrae información de un detenido; para lograrlo, recurre a todas las tácticas denunciadas entonces: golpes, ahogamiento simulado (waterbording), humillación sexual y privación de sueño, e incluso introduce al detenido en una diminuta caja de madera. Aunque la secuencia resulte sobrecogedora, acaso lo más inquietante es que no consiga sorprendernos tras haber contemplado decenas de imágenes similares en series como 24 o Homeland. El detenido resiste mientras se prolonga la tortura, como si lo asistiera una fuerza moral superior; en cambio, en cuanto cesa el “interrogatorio mejorado” y los agentes de la CIA lo engañan y lo recompensan con comida caliente, éste apenas tarda en proporcionar la información clave que conducirá al correo de Bin Laden y, a la postre, a su escondite en Abottabad.

La polémica desatada en Estados Unidos en torno a Zero Dark Thirty, en la que han intervenido miembros del comité de seguridad del senado y antiguos agentes secretos, deriva de la composición de estas secuencias. Hábiles -y maliciosos-, Boal y Bigelow no toman partido: mientras sus defensores alegan que la película es una clara denuncia de la tortura al mostrar su inutilidad, sus críticos afirman que ésta parece concluir que sin su aplicación jamás habría sido posible llegar hasta Bin Laden. A nivel artístico, está claro que guionista y directora consiguen su objetivo: preservar las zonas grises frente a un tema tan delicado como éste.

Zero Dark Thirty provoca una legítima inquietud política y moral: si bien Boal y Bigelow insisten en ofrecernos una mirada “objetiva” de los hechos que describen -basados, según su advertencia, en “testimonios de primera mano”-, al permitir una doble lectura sobre los interrogatorios mejorados abren la puerta a una defensa de estas tácticas basada en su eficacia. Y es aquí donde el debate público en Estados Unidos ha encallado en un lamentable error de perspectiva: de inmediato políticos y responsables de seguridad se han enzarzado en una ácida disputa para determinar hasta qué punto la tortura fue útil para recabar información sobre el escondite de Bin Laden, como si éste debiera ser el criterio para justificarla.

En uno de sus primero actos como presidente, Barack Obama firmó una orden ejecutiva para cesar los interrogatorios mejorados. Su argumento, entonces, no fue su ineficacia, sino su inmoralidad (aunque decidió no perseguir a los responsables de ponerlos en marcha). Películas como Zero Dark Thirty -o series como 24– pueden llegar a convencernos de que la tortura puede producir datos útiles, pero una auténtica democracia jamás debería autorizarla con este criterio desoyendo sus principios fundamentales.

Con enorme habilidad, Zero Dark Thirty emplea una óptica “imparcial”, pero a estas alturas sabemos de sobra que ninguna imagen es inocente: pese a la melancolía que surge en el rostro de Maya en la escena final de la película, Zero Dark Thirty no deja de ser un western, la típica trama estadounidense que glorifica al sheriff que, aun a costa de quebrantar la ley -y de su propia aniquilación moral-, captura al fugitivo “vivo o muerto”. Y, como denunció uno de los Navy Seals que participaron en la operación en The Longest Day (2012), para vergüenza de Obama en este caso todos lo preferían muerto.