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¿De qué se ríen los venezolanos?, por Leila Macor

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De que le han arrancado al bebé. Pero casi me gusta más. ¿Un monumento a la Paternidad en Venezuela? Por favor. Seamos realistas. Ahora, el monumento a la Paternidad en Ciudad Guayana representa, con su demoledora semiótica, la nación improvisada que somos, definida por la frivolidad, la deshonestidad y el vandalismo. Un niño arrancado de las manos de su padre, para vender su peso en bronce. No hay imagen que simbolice mejor la cultura del saqueo de los venezolanos.

La Paternidad, una escultura de 800 Kg de bronce y 3,5 m de altura que muestra a un hombre alzando en brazos a un bebé, fue develada en 1992 en “la explanada del Papa” de Ciudad Guayana, en el estado Bolívar. (No en 1985, como está reseñando la prensa). El escultor es mi padre, Aldo Macor, quien acaba de cumplir 84 años y vive su retiro en Montevideo. Yo era adolescente cuando papá trabajaba para aquella obra, presencié con hartazgo su proceso creativo y, como buena joven rebelde y malagradecida que era, no quise ir a su inauguración porque estaba harta de oír hablar de ella.

paternidad texto 2Dos décadas después, una mañana de mediados de noviembre de este año, la escultura amaneció con las manos mutiladas. El bebé, esfumado. El bronce del que estaba hecho ya debe de estar derritiéndose en un caldero. Pero, por espectacular y cinematográfico que luzca este robo en particular, no es diferente al vandalismo de cables eléctricos ni a la rapiña de las esculturas cinéticas de Soto para lucrar con sus varillas de metal.

El diario local El Correo del Caroní, el primero que reseñó el robo, informó el 1 de diciembre que ningún ente gubernamental se ha pronunciado al respecto, ni para evaluar una eventual restauración ni para buscar culpables. Zero. Niente. Doce días después, el jefe de la oficina de patrimonio del Instituto Municipal de Cultura, Enrique González, le dijo a la revista Primicia que, si bien no se había avanzado en la investigación, él trabajaría para “contactar al autor”. Bueno. No hay nada más fácil en el planeta que “contactar al autor”, un hombre muy deseoso de comunicar y con un ratio de Respuesta a emails de 4 minutos. ¡Lo difícil es dejar de contactarlo! Basta googlear su nombre y aparecerán decenas de maneras de escribirle. Pero, hasta el momento, nadie le ha hablado del asunto oficialmente.

Le digo entonces a Macor que escribiré esta nota sobre el caso. Y cuando le pregunto, como periodista, qué sintió al ver las primeras fotografías de la mutilación, me responde muy teatralmente: “Muy triste, rabioso, por esos brazos mancos, sangrantes, clamando al cielo…”.

“En serio, papá”, lo interrumpo. “Sin pistoladas”.

Y, aunque mi padre quiere sonar rimbombante, digno de un momento teatral, resulta que la segunda versión, la más prosaica, es aún más triste: Macor no está sorprendido.

“Qué quieres que te diga”, contesta. “¿Crees que es la primera vez? Esto no es nada comparado con lo del Toro”.

Claro. Los Macor conocemos la historia, pero el resto de los venezolanos no. La Paternidad era la primera parte de una trilogía que públicos y privados habían encargado a mi padre para donar al estado Bolívar entre fines de los ’80 y principios de los ’90. Las otras dos esculturas eran el “Toro Caído” y la “India Guri”, que en efecto se realizaron, pero nunca se llegaron a inaugurar.

Respecto al pago reina la confusión. Mi padre, que nunca pudo cobrar el total de la suma pactada por las tres, ni siquiera recuerda (o eso dice) quién ordenaba las obras, quién las cancelaba ni cuánto se le debe aún. El asunto estuvo primero en manos de la Corporación Venezolana de Guayana (CVG), un conglomerado de empresas estatales que explotan los recursos del sur del país; luego de una filial de la CVG y, finalmente, de una asociación privada de empresarios de Guayana conocida como ASEDAGA. Esta última es la que figura, en los papeles, como la donante de la Paternidad, según reseñó el Correo del Caroní.

Como sea, el Toro Caído, un toro volteado de 2 metros que representaba, desde un punto de vista bastante positivista, el triunfo de la civilización sobre la naturaleza, iba a erigirse en alguna plaza de Puerto Ordaz. El toro salió de la fundición moldeado en bronce, como muestran las fotos más abajo, que son el último registro que Macor tiene de él. Luego fue colocado en un camión y enviado a su destino, donde fue guardado en un depósito a la espera de que se decidiera la fecha de su inauguración.

toro caido textoSemanas después, mi padre recibió la noticia de que alguien se había llevado la pieza de media tonelada de bronce. Según le dijeron, el saqueador la sustrajo argumentando que haría así un bien a su comunidad. “Un tipo dijo ‘a ese toro lo agarro yo, porque si no, se lo roban los demás’, y se lo llevó él y lo puso en su finca”, me cuenta Macor. “No puedo decir su nombre”, advierte inmediatamente después, pidiéndome que tampoco yo lo diga.

Igual cualquier guayanés sabe quién es. Se trata de un empresario con mucho dinero, poderoso hacendado de la región, que vio la escultura en el depósito y decidió llevársela a su hato porque le gustó y le dio la perra gana de tenerla.

Y ahí está el Toro Caído, modelado para adornar una plaza pública, adornando en cambio el jardín privado de un caudillo local.

La tercera obra es la India Guri, un desnudo de tamaño natural que simboliza el anhelo de la indígena por la tierra perdida y para la que por cierto serví yo de modelo. Luego de realizarla en bronce, Macor ya estaba listo para enviarla también a Ciudad Guayana.

Pero como no había terminado de cobrar la trilogía aún, y vista la situación, decidió quedársela. Por las dudas.

Años después, cuando emigraron a Uruguay, mis padres se la llevaron con ellos. La fulana India Guri ha sido una pesadilla para todos, porque es muy grande y pesada y no sabemos nunca dónde demonios meterla. Este año la cedimos “en comodato” a la embajada de Venezuela en Montevideo, donde al menos tiene algún sentido de ser.

En un episodio separado, la minera estatal Minerven encargó en 1992 a mi padre el retrato monumental de un periodista llamado Juvenal Herrera. Era un busto de bronce de un metro de altura que se iba a colocar en El Callao. Fue enviado a su destino e, igual que el Toro Caído, desapareció misteriosamente de los depósitos de la empresa, por cierto filial de la CVG.

Muchos de nosotros sonreímos con esta clase de anécdotas. Pero no por simpatía, que no se confunda el lector, sino por un venezolanísimo sentido de la claudicación.

¿Qué somos? Un país de vándalos que saluda con buen humor el robo y el ventajismo. Hace unos días me contaron del saqueo a la escultura de Soto de Chacao, una bellísima bola naranja conocida como “la Esfera de Jesús Soto” o, más coloquialmente, “La Arepa”. No conocía la historia porque me fui de Caracas hace 15 años. “Terminó toda despelucada”, me dice mi amiga Liz, “porque le robaron todas las varillas”. Al final restauraron la obra, la rodearon con una cerca eléctrica y desplegaron vigilancia armada las 24 horas, cuenta mi amiga, riendo. Yo también me río.

Sí, parece gracioso. ¿Pero qué clase de país es ese, que tiene que vigilar el arte con las armas?

Hace sólo una semana, la encuestadora estadounidense Gallup divulgó un estudio según el cual Venezuela es el cuarto país “más positivo del mundo”. Su población, por lo visto, dio las contestaciones más alegres al sondeo. Pero que nadie se equivoque: no somos felices los venezolanos. Estamos sobreviviendo. Nuestra risa es una risa de hiena, una risa hueca de alcohólico; histérica, macabra. En las encuestas que miden la felicidad de los pueblos, la confunden fácilmente con alegría. Pero no hay nada de gozoso en ella: es apenas una forma de convivir con la cultura del saqueo en la que fuimos criados. Optamos por esa risa cómplice, porque la otra alternativa es una indecible vergüenza.