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Política, ética y literatura; por Santiago Gamboa

Acabo de estar en Estocolmo, 24 horas después de la concesión del premio Nobel al escritor chino Mo Yan, casi un desconocido en Occidente, y aún resonaba el eco de la polémica sobre su silencio al negarse a pedirle a su Gobierno la libertad del también premio Nobel —de la paz— Liu Xiaobo, detenido y condenado a 11 años de cárcel por pedir reformas democráticas. Un silencio que provocó un aluvión de críticas que le aguaron un poco la fiesta.

Cualquiera que vea por encima la vida de Mo Yan comprende el por qué de su silencio, pues se trata de alguien de origen campesino, muy modesto, que logró hacerse una posición en la vida cultural del país escribiendo mucho, sí, pero también escalando en las filas del Partido. Podemos decir que Mo Yan es un producto típico del modelo revolucionario chino, y por eso, tras unas 80 novelas —magníficas, dice la crítica—, no sólo es miembro del Partido Comunista, sino que es el vicepresidente de la Asociación de Escritores Chinos. Visto esto, la verdad es que era bastante ilusorio pretender que Mo Yan fuera a emitir un rugido de cólera contra el Gobierno del país en el que vive, que lo educó y le permitió salir adelante, y con el que está de acuerdo.

La pregunta es: ¿su cercanía con el Gobierno chino lo invalida como escritor, como pretenden algunos? Recordemos que cuando el también desconocido novelista y disidente chino Gao Xingjan —un escritor chino siempre será un desconocido en Occidente, y viceversa— fue premiado con el Nobel en el 2000, Occidente se sintió ratificado, pero el Gobierno de Pekín y una parte de la intelectualidad china se sintieron defraudados. Hoy se logra lo contrario: irritar a la intelectualidad occidental y agradar al Gobierno chino. Pero si nos regimos por la política, ¿qué hacemos con Neruda, Nobel en 1971, quien le escribió odas a Stalin?, ¿y con Knut Hamsun, Nobel en 1920, tan admirador del nazismo que le regaló a Goebbels la medalla que le dio la academia sueca?

Es por esto que la literatura debe primar sobre cualquier otra consideración, y no sólo la política. Incluso cuando el escritor es alguien amoral y éticamente inaceptable, un asesino (Borroughs) o un ladrón (Jean Genet), un antisemita (Céline) o un soplón de la dictadura (Cela), un drogadicto delincuencial (Hans Fallada) o un asesino caníbal (el japonés Issei Sagawa), incluso así, sus libros pueden ser geniales y merecer premios. Aunque sus autores merezcan el repudio o la cárcel.

Quiero decir con esto: ser una persona ejemplar no asegura nada en la literatura. Si hay algo que no ha sido alcanzado por la ciencia, por ninguna ciencia, es justamente el origen del talento literario, y una de las razones de su misterio es que le sea conferido a gente tan disímil: personas equilibradas y consensuales, como Vargas Llosa, o furibundos antisociales como Yukio Mishima. ¿Por qué? En alguna parte leí que el vicio de escribir se debía a falta de yodo durante la adolescencia. Puede ser. Lo cierto es que la literatura tiene sus contradicciones, como la fe, y por eso no es deseable establecer principios morales, políticos o éticos para los libros, pues se cae de inmediato en el mismo pecado de las sociedades autoritarias que, también por razones morales, religiosas o políticas, silencian a los escritores.