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Iatrogenia y antifragilidad, por Jorge Volpi

En su nuevo libro, Antifragilidad (2012), Nassim Nicholas Taleb, el exitoso experto en opciones financieras de origen libanés que se convirtió en uno de los pensadores más influyentes de nuestros días gracias a El cisne negro (2007), arremete contra las ideas que guían nuestra toma de decisiones -económicas, políticas, empresariales, educativas, personales-, inspiradas, en su opinión, por esa patraña a la que llamamos modernidad. Según Taleb, llevamos demasiado tiempo sometidos a una lógica lineal, aristotélica, obsesionados con las causas y efectos medibles, lo cual nos ha vuelto ciegos a la complejidad.

Taleb divide al mundo en tres categorías: lo frágil, es decir, lo que tiende a destruirse al ser sacudido por el medio; lo robusto, que se conserva siempre idéntico; y lo “antifrágil”, que no sólo resiste los golpes, sino que mejora con ellos. En esencia, Taleb nos invita a aceptar el azar, a evitar todas las teorías que ofrecen marcos cerrados sobre el mundo -de allí su odio a la academia-, a basar nuestras decisiones en la antigua práctica de prueba y error, y a aprovechar al máximo las opciones (en el sentido matemático del término) que se nos presentan en la vida diaria.

Los individuos y las sociedades son sistemas complejos que jamás deberían ser tratados de manera simplista. Es por ello que, en opinión de Taleb, los médicos tienden a provocar más daño que beneficio en sus pacientes, pues desestiman la capacidad del organismo para responder de manera flexible a sus atacantes (virus, parásitos, etc.). Sin embargo, la iatrogenia, es decir, la violación del principio hipocrático de “primero no dañar”, persiste en todos los ámbitos. Nada peor, en su opinión, que un estado que busca regular la economía -como la URSS- o un político que pretende arreglar un problema social con un solo golpe de timón. El ejemplo paradigmático es la “guerra contra el terror” y su meta de acabar con el terrorismo eliminando a sus cabecillas. Según Taleb, Bush no hizo sino incrementar la violencia, acendrar el odio hacia Estados Unidos y aumentar el peligro de nuevos atentados, lo contrario de lo que quería.

No resulta difícil trasladar este juicio a la “guerra contra el narco”. Ignorando la complejidad de la sociedad mexicana, el ex presidente Calderón decidió pelear sin orden ni concierto contra los cárteles y detener o ajusticiar a sus capos, pulverizando el precario equilibrio del sistema. Según este parámetro, su acción -y no otra cosa- es la causa de las miles de muertes que ensangrentaron su sexenio. La prueba lógica es clara: descontando el incremento natural de los homicidios no ligados al narco, sin Calderón no existirían unos 45 mil muertos; el argumento de que, si no hubiese intervenido, la situación podría haber sido peor es una torpe falacia.

¿Había otras formas de confrontar al crimen organizado? Por supuesto: con estrategias antifrágiles que, en vez de perturbar el sistema sin prever sus consecuencias, aprovechasen la fragilidad de los cárteles mediante el rastreo de sus capitales (para frenar el lavado de dinero), el blindaje de las aduanas (para disminuir el tránsito de la droga) y el aprovechamiento de sus propios desequilibrios internos (para disminuir su peligrosidad). El gigantesco fracaso de Calderón al menos debería servir para que la administración de Peña Nieto descarte por completo la continuidad de esta política.

Taleb piensa que la intervención del estado en la vida pública sólo se impone por dos razones: para proteger a los más débiles y para controlar a los grupos de interés. En esta medida, la actuación de Peña Nieto durante sus primeros días de gobierno ha sido correcta al anunciar el fin del duopolio televisivo y tratar de limitar el poder del Sindicato de Trabajadores de la Educación y en especial de Elba Esther Gordillo. Si bien su reforma educativa parece originarse en la misma búsqueda de una rápida legitimización ex post facto que perseguía su predecesor, Peña Nieto ha optado por una intervención correctiva que se antojaba imprescindible.

No queda sino aplaudir la energía con que el nuevo presidente ha entendido su papel, pero tampoco hay que creer que humillar a la Maestra bastará para arreglar el problema educativo del país. Taleb es el primero es recalcar que, tal como las entendemos hoy, las escuelas sólo sirven para distribuir conocimientos que resultan del todo inútiles para la vida práctica y constriñen la creatividad individual. La reforma educativa no ha de detenerse, pues, en la expulsión de un elemento nocivo, sino que debería servir para modificar radicalmente no ya los planes de estudio, discutidos sin fin por los especialistas, sino sus metas. En este sentido, los maestros no deberían ser evaluados por sus conocimientos, sino por su capacidad de confrontar a sus alumnos con asuntos prácticos donde sean capaces de desarrollar esa táctica de prueba y error que a la larga podría convertirlos, según Taleb, en sujetos antifrágiles, en ciudadanos exitosos.